Dos autores muy diferentes pero importantes en sus campos de expresión, tan equidistantes como hijos ambos de un siglo convulso.
Martí de Riquer, catalán de pro, amante de la lengua catalana y la castellana, autor de algunos de los mejores estudios literarios sobre El Quijote pero también sobre Tirant lo Blanc, los dos textos casi fundacionales de los dos idiomas que amó y usó con profusión. Ha muerto de pura vejez, con 99 años, al borde del siglo y después de dedicar décadas enteras a la Edad Media y el Siglo de Oro.
Se le conocería desde niño por su inmensa imaginación que luego aplicaría a la literatura. Si bien era bilingüe como romanista trabajó sobre todo con el castellano, pero jamás se apartó un ápice de su catalanismo cultural, que no político. Era hijo predilecto de una forma de ver el mundo que hoy pierde adeptos, la que une en lugar de separar. Fue autor desde los años 30, cuando creó obras de teatro (‘El triomf de la fonética’) y sus primeros ensayos (‘L’humanisme català’ 1934). Fue “ratón de biblioteca” hasta que la Guerra Civil lo convirtió en asesor primero de la Generalitat y luego académico en la España posterior.
Martí de Riquer
En 1937 dio el salto al bando franquista porque sintió asco y rabia ante “el asesinato de algunos amigos […] y había cierta afinidad con los ideales religiosos y de orden del otro lado”. Fue entonces reclutado y perdió parte de su brazo derecho, para terminar como delegado falangista en la posguerra de los primeros años. Gracias a esta colaboración fue admitido de nuevo en la Universidad y pudo licenciarse para luego ser profesor en Barcelona y dedicarse en cuerpo y alma a Cervantes y los grandes clásicos. Fruto de este trabajo llegarían auténticas biblias sobre la literatura medieval (‘Perceval o el cuento del Grial’), sobre Cervantes (‘Para leer a Cervantes’) y la vida cortesana de la literatura romance.
Su filiación con el orden le valió ser profesor del entonces príncipe Juan Carlos y más tarde senador por designación real en la primera legislatura del nuevo Congreso. Recibió la Creu de Sant Jordi en 1992 y el Premio Príncipe de Asturias en 1997. Pero a pesar de esta tendencia conservadora creó fuertes lazos con la izquierda catalana y española, como Manuel Vázquez Montalbán, por poner un ejemplo.
Juan Luis Panero, poeta, hijo de Leopoldo Panero, a su vez pluma elegida del régimen franquista, autor mimado por el nacionalcatolicismo y que provocó una larga epopeya trágica en su familia. Murió en Torroella de Montgrí (Girona), víctima de un cáncer. Poeta igual que su padre, fue el mayor de los tres hijos (Leopoldo María y Michi fueron los otros dos) del viejo Leopoldo, y parte de esta historia de hundimiento que Jaime Chávarri retrató en ‘El desencanto’ (1976) y que por boca de su fallecido hermano Michi creó el malditismo literario de golpe y porrazo además de un alegato brutal contra una forma de familia concreta.
Juan Luis no era parte de esa decadencia: fue un poeta tradicional, claro y castellano, demasiado clásico para los tiempos que corrían y a la sombra de su hermano loco, Leopoldo. Cuando la literatura española dejó atrás las vanguardias sesenteras fue reivindicado, al menos en parte, y tuvo su despuntar gracias al Premio Ciudad de Barcelona (1985) y el Premio Loewe (1988) con ‘Antes que llegue la noche’ y ‘Galería de fantasmas’ respectivamente.
No sería hasta 1997 cuando Tusquests publicó toda su poesía en seis volúmenes. Más tarde llegaría el último libro de su mano, ‘Enigmas y despedidas’ (1999), mientras que el verdadero paso final sería ‘Sin rumbo cierto’, del mismo año, una autobiografía que le repararía un tercer y último premio, el Comillas. Atrás queda un poeta discreto que no encajó bien en su tiempo pero que finalmente recibió parte del mérito cosechado, ya en la etapa final, cuando apenas se hacía notar y vivía retirado, un pequeño exilio roto apenas por los lectores y algunos círculos culturales.