Ya no hay entradas para la más pequeña de las tres paradas que hará, Salamanca (24 de marzo). Para Madrid (26, 27 y 28 de marzo, Auditorio Nacional) y Barcelona (30 y 31 de marzo en el Grand Teatre del Liceu) siempre habrá algo. Esta pasada semana España recibía la noticia de que el bardo volvería a dar conciertos y que lo haría, además, saliendo de los circuitos habituales. Incluir a Salamanca por el 800 aniversario de la Universidad de Salamanca es una forma de salirse de las dos ciudades fetiche para todas las giras internacionales.

Las tres certezas particulares sobre Bob Dylan es que es un poeta, que nunca necesitó del espectáculo para ser lo que quería ser y que cualquier tiempo sobre el escenario fue mejor. Mucha gente irá a ver a Dylan con una imagen prefabricada en la cabeza, sobre todo los que nunca han asistido a uno de sus conciertos. Quizás esperen un espectáculo mucho más movido, colorido y lleno de fuerza. Pero en lugar de eso se encontrarán con un hombre mayor y bajito, pausado, serio, que no suele hacer concesiones, que hará versiones de sus antiguas canciones (nunca hace una igual sobre el escenario), interpretará otras más recientes. Sin pantallas. Sin móviles. En silencio respetuoso, como en un pequeño club de música. Saludará, tocará (el piano, porque ya se agarra menos a la guitarra) y se irá. Fin de la historia. Dylan es eso, un tipo pausado, lento, tranquilo, un poeta que sólo necesitaba una guitarra, una armónica y un micro, sin producción detrás. Dylan se convirtió en Dylan sólo con eso. Y además, nunca ha sabido cantar.

Es un bardo, un poeta porque en efecto nunca supo cantar; tiene la misma voz que tendríamos nosotros aunque con algo más de entrenamiento y muchos años de experiencia. Es otro caso más de un músico que es un excelente letrista (hasta el punto de que le dieron el Premio Nobel de Literatura menos merecido y al mismo tiempo, irónicamente, más merecido por su condición artística), un magnífico compositor pero un intérprete que no pasará a la historia de la música como un torbellino. Lo fue un tiempo, por su desafío a lo establecido, por ser el mayor representante de la contracultura norteamericana con sus letras y canciones, con su capacidad para abofetear a aquel país racista, ultraconservador, injusto y manipulador, que durante años le investigó, le persiguió pero que al mismo tiempo le encumbró porque, en el fondo, sólo era eso, un músico.

Dylan es ese poder, enorme, inmenso, el que otorga el arte y la literatura, capaz de componer ‘Hurricane’ y en apenas unos minutos poner en solfa todo un sistema policial y jurídico que prefiere a un negro inocente en la cárcel que admitir un error. Siempre eran otros los que perdían en aquellos años: los blancos obreros obligados a ir a Vietnam, la libertad coartada por la tradición y la sociología interna de un país mucho menos libre de lo que creía, los latinos utilizados como mano de obra barata y sin derechos, los negros oprimidos con leyes absurdas que les coaccionaban para no votar… Y siempre era Dylan, junto con muchos otros, los que lo denunciaban con la música. Así de frágil e imperecedero: sus canciones sobreviven generación tras generación, y las injusticias que denuncian se renuevan cada poco, aunque nunca son las mismas.

Así pues cuando Dylan pase por España en marzo dentro de la maratoniana Never Ending Tour (que arrancó en 1988 y es su forma de estar presente con un toque de ironía por el nombre de la gira casi eterna que le mantiene vivo artísticamente), seis años después de su última visita, que nadie espere un espectáculo. Tendrán lo que es Dylan, una tranquilidad excesiva que en ocasiones podría caer en modorra si no se va por la música. Los que sepan lo que es, seguirán las letras de las canciones y ansiarán la enésima versión de Dylan de ‘Knocking on Heaven’s Doors’. Y ya van cientos de ellas, porque casi hace un centenar de conciertos por año, donde desgrana todas las influencias que ha tenido y que le conforman, desde todas las variables posibles del blues hasta el folk que convirtió en su forma de vida. No es ya el mito, es otro artista. Olvídense de ese chico enjuto con una guitarra por prolongación; ha cambiado.

Lo que traerá de nuevo es el “Great American Songbook”, algo así como la suma de todo el cancionero norteamericano, que recorre desde Billie Holiday hasta Bing Crosby o Fran Sinatra, pasando por todas las escalas posibles del rhythm and blues, el jazz o el folk más o menos adaptado. Es la etapa previa a que el rock se lo comiera todo entre los 60 y los 70 (especialmente en esta segunda década). Lo que hace Dylan es una reinterpretación más personal, algo más lenta y sombría, en la que busca enriquecerlas para hacerlas suyas. Con sus 76 años a cuestas ya no es el mito que todos tienen en mente, es otro, se renueva, el mismo pero cambiante. Un Premio Nobel que tuvo la osadía de no ir a dar el discurso pero sí de cobrar el dinero. Un gesto que le define como lo que siempre ha sido: un tipo al que le da igual todo y que simplemente se lleva por delante las costumbres para seguir siendo lo que le da la gana. Ya luego los demás lo admiten o le ignoran. Pero en España llenará las butacas.

El Nobel más raro de la Historia

Fue en 2016. Enervó a todo el oficio de los escritores (para bien o para mal) y alegró a todo el mundo de la música, como si un arte asaltara el templo del otro. Y no era la primera vez que ocurría con Dylan: en 2008 ganó el Premio Pulitzer especial por “su profundo impacto en la música popular y la cultura americana a través de canciones de extraordinario poder lírico y poético”. Antes, en 1990, también recibió en Francia la Orden de las Artes y las Letras, y numerosos nombramientos Honoris Causa en diferentes universidades. En 2007, ganó el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Es decir, que Dylan es mucho más que un músico. Es un poeta que usa la música para transmitir mensajes, historias. Que Philip Roth no tenga el Nobel es tan injusto como que no lo tuvieran en vida Miguel Delibes o Jorge Luis Borges. Que lo tenga Dylan se les antojó una afrenta.

Sin embargo Dylan es mucho más que un poeta cantado, es una fuerza cultural que trascendió las fronteras de EEUU y se expandió por todo Occidente y otros países y culturales en principio ajenas a las raíces folk del “bardo”. Antes que él estuvieron Svetlana Alexiévich, en las antípodas de Dylan, una periodista-escritora que logró el premio por crear literariamente “un monumento al sufrimiento y coraje en nuestro tiempo”. En cierto modo él también ha creado un monumento, pero a un siglo entero y a una actitud contestataria, libre y ácrata de la cultura americana. Dylan ha hecho más por EEUU que muchos de sus políticos, figuras sociales y culturales. Es un premio que reconoce tanto su genio como una cultura entera. Basta recordar algunas de sus canciones, como la avasalladora ‘Hurricane’ (1975), las poéticas ‘Knockin’ on Heavens door’ (1972, pero de la que hay ya más de cinco versiones suyas y otras tantas ajenas, creada curiosamente como banda sonora de un wester sobre Billy el Niño), o las dos clásicas de los 60 por las que todos le recuerdan: ‘Blowin in the wind’ (1963) y ‘Like a rolling stone’ (1965).

Sus canciones son un auténtico monumento político, social y cultural que trascendió. Se le escuchaba con la misma pasión, en secreto, en los pisos de universitarios españoles bajo el franquismo como en los campus de las grandes universidades norteamericanas. Y ahora su nombre está junto a los últimos premios, como Patrick Modiano (2014, Francia), Alice Ann Munro (2013, Canadá) Mo Yan (2012, China), Tomas Tranströmer (2011, Suecia), Mario Vargas Llosa (2010, Perú, España), Herta Müller (2009, Rumanía, Alemania), Jean-Marie Gustave Le Clézio (2008, Francia, Mauricio), y Doris Lessing (2007, Reino Unido). Un buen ejemplo reunido de su potencial literario es ‘The Lyrics: Since 1962’, publicado no hace demasiado, y que contiene las letras de canciones ordenadas cronológicamente, muchas de ellas versiones alternativas sobre la 0riginal, y que se grabaron o publicaron a la vez que los álbumes. Da cierta idea de lo prolífico que ha sido siempre Bob Dylan. Muchas de ellas cambiadas sobre la marcha: era bastante habitual que “se dejara llevar” y que cambiara y mejorara las letras mientras actuaba y luego, con más calma, metiera mano a los textos con más tranquilidad.

‘The Lyrics Since 1962’, el libro máximo de Dylan

Tampoco fue la primera vez que se publican las letras de Dylan, pero desde luego es la antología más completa, incluyendo material gráfico como las portadas de todos los álbumes y apoyos que ayudan a entender y contextualizar a un músico y artista que revolucionó su país y fue la cara visible de una época, los años 60, y una forma de entender la vida y el arte. Porque Dylan fue mucho más que un músico contestatario que se ganó la atención del FBI y las iras de las masas conservadoras, las mismas cuyos hijos ahora comprarán el libro una vez que se ha convertido en un mito americano vivo. Marcó dos generaciones (la suya, la de sus hijos y quizás la siguiente, que todavía le tiene en mente cuando se define como cantautor).

Y no fue un camino de rosas. Robert Allen Zimmerman, Bob Dylan para el arte, nació el 24 de mayo de 1941, en el seno de una familia humilde de Duluth (Minnesota, Estados Unidos), perteneciente a una generación sin dinero para la TV y que vivió durante años al son de una radio llena de música. Siendo un niño se enrolaba en las bandas de música en los 50 antes de crecer como persona y empezar una larga carrera contracultural que le hizo huir más de una vez de lluvias de piedras, insultos y puñetazos, de las amenazas de muerte y del FBI.

En 1961 llegó a Nueva York y comenzó el mito de la música en los sótanos, los clubes, su guitarra, la armónica, el micrófono y esa forma de cantar sin cantar con un ritmo de subidas y bajadas continuas que hace que incluso sea característica la imitación que hacía de él Eric Idle, de los Monty Python. En una mano llevaba el folk de su país, y en la otra el rock, y en la cabeza su misión de denuncia y retrato social, capaz de la blasfemia de usar guitarras eléctricas a toda potencia para su música de raíz folk, lo que le valió peleas y la promesa de más de un puñetazo en la cara. Desde aquel despertar desafiante ya van casi cuarenta discos de estudio, otros tantos recopilatorios y decenas de “inéditos” que van desde grabaciones antiguas a versiones nuevas a manos de otros. Un icono.