Este es un libro fundamental para conocer mejor a Hitler, por un lado; pero también para entender los éxitos militares del nazismo: el consumo de drogas, tolerado, promovido y deliberado.
‘El gran delirio: Hitler, drogas y el III Reich’ (Crítica-Grupo Planeta) es el resultado de cinco años de investigación en archivos alemanes y estadounidenses ha concretado, negro tinta sobre blanco, lo que era un secreto a voces contrastado hace décadas por los Aliados: gran parte de las tropas nazis combatían drogadas, concretamente con metanfetaminas. En realidad sólo eran una parte más del enorme sistema de drogadicción que recorría todo el régimen nazi: Goering era adicto a la morfina, Goebbels también consumía y Hitler recibía una combinación letal de inyecciones de cocaína y sedantes. Finalmente, el consumo generalizado de estimulantes entre los funcionarios y militares nazis.
La experimentación llegó incluso a los campos de concentración, donde la mezcalina de origen mejicano se usaba en los interrogatorios de las SS, que produce alucinaciones y favorece el control mental. Y no era un hecho desconocido; en el Frente Oriental las tropas soviéticas pudieron comprobar que los soldados alemanes no se separaban jamás de sus tabletas de pastillas. Fueron de los primeros en percatarse de lo que luego Norman Ohler ha rastreado en los archivos militares de los Aliados anglo-americanos: para poder combatir al ritmo exigido necesitaban “doparse”, y lo que empezó como un consumo experimental inicial terminó siendo una adicción colectiva, la primera vez en la Historia que se producía un suceso suficiente.
El libro de Norman Ohler, ‘El gran delirio’, es una descripción minuciosa de la importancia del uso creciente de drogas en la sociedad nacionalsocialista. Gran parte de sus fuentes son archivos que hasta hace poco permanecían cerrados, pero Ohler ha logrado tirar del ovillo y de viejos conocidos, como el doctor Theodor Morell, médico personal de Hitler que desarrolló un combinado químico de hasta 74 estimulantes diferentes para mantener al dictador en alerta, entre ellos el Eukodal, pero también, en la fase final, necesitaba inyectarle cocaína. Pero las consecuencias fueron terribles: desde 1943 Hitler no volvió a ser el mismo, avejentado, con un Parkinson acelerado, y progresivamente desconectado de la realidad, lo que le empujó a tomar decisiones claramente perjudiciales.
Uso masivo de metanfetaminas
Todavía más importante fue la producción en masa de metanfetaminas para las tropas desde los primeros meses de la Blitzkrieg: conseguían alterar el estado anímico del soldado, reducir su capacidad normal de juicio de los peligros, y quitaba el hambre, por lo que era perfecta para las operaciones militares que seguían esta estrategia. Esto dejó un poso de adicción colectiva en la Alemania de la posguerra, especialmente palpable en los años 50, y que provocó importantes problemas médicos a un país que luchaba por resurgir. Para superarlo hubo que distribuir enormes dosis de Pervitina que compensaran esa situación y sentar las bases para el “Milagro Alemán”, según Ohler.
Esta droga era legal en los años 30, pero el abuso fue tan grande que terminó por alcanzar cotas exageradas (más de 35 millones de pastillas en apenas un año). Sólo los más puritanos del régimen, como L. Conti, ministro de sanidad del régimen, alertaron (después de experimentar con ellas con las tropas) del potencial impacto negativo de tropas caóticas con síndrome de abstinencia si no se mantenía el reparto habitual. De hecho en la fase final de la guerra ese boomerang químico se volvió en contra de los nazis: las tropas entraron en una fase de apatía y depresión que les hizo retroceder significativamente ante el doble empuje desde el Este y el Oeste.