Perú no es sólo el mundo inca. Sudamérica fue escenario de muchas otras culturas y civilizaciones además de la consabida tríada precolombina clásica (mayas, aztecas e incas). Fue una tierra fértil, mucho más antiguamente, que permitió a varias culturas avanzadas desarrollarse en todos los niveles.

Una de ellas fue la civilización mochica, en el norte de Perú, concretamente en la costa septentrional del enorme país entre el Amazonas, los Andes y el Pacífico. Los mochicas crearon un arte sofisticado donde astronomía, religión y simbología se unían para crear un arte nuevo y único. Todo su mundo fue consignado en la cerámica, la piedra, la orfebrería, los enterramientos o la propia ropa. Fueron, además, muy anteriores a los incas, a los que precedieron y quizás mostraron el camino. Su mundo habitó esa zona entre el siglo III y el IX de nuestra era, y ha quedado resumido (parcialmente, por supuesto) en las cerca de 200 piezas que componen la exposición que desde ayer viernes ocupa parte del CaixaForum de Madrid hasta el 4 de octubre próximo. En gran parte gracias a los préstamos del Museo Larco de Lima (Perú).

Los mochicas fueron especialmente habilidosos a la hora de trabajar los metales y en la ingeniería hidráulica, fundamental dado su perfil de cultura eminentemente agrícola. El norte de Perú es una zona no tan húmeda como podría pensarse, por lo que en aquella época crearon una red de canalizaciones que permitían cosechar en zonas donde a priori no hubieran podido. El agua, y sobre todo los ciclos temporales relacionados con la agricultura, forjaron sus creencias religiosas y los ritmos propios de su cultura. Esa cosmogonía es la que recoge la exposición. Los mochicas, como muchas otras civilizaciones, creían en una división trinitaria del mundo: los cielos (dominados por la lluvia y el viento), la tierra en el día presente (con la realidad humana) y el inframundo, siempre bajo el suelo (húmedo, oscuro).

La simbología divina se organizaba a través de los animales, perfectas metáforas de las cualidades religiosas y de esa explicación del mundo. Así, al mundo celestial le correspondían las aves, al subterráneo las serpientes y otros reptiles, y al de la superficie los felinos, que ejercieron siempre de iconos transversales en todas las culturas precolombinas, desde las mesetas mexicanas a los Andes. El arte era parte de la ritualización de la vida: religión, trabajo y vida se unían en los objetos rituales para desarrollar la cultura. Por eso han llegado hasta nosotros gran cantidad de objetos mochicas relacionados con la religión y el sistema de creencias vinculado a la labor en el campo. Incluso la exposición se organiza de la misma manera: pueden verse la sacralización de la caza, la guerra (donde vencer era también parte del mundo religioso tanto o más que la lucha por los recursos) y las ofrendas.

Ese espíritu ritual se acopló a un hecho demoledor: en su zona apenas había agua durante tres o cuatro meses, por lo que se las tuvieron que ingeniar, con una tecnología incluso más primitiva que la que tenían Roma, Persia o China en la misma época, para hacer llegar el agua a sus valles. El mérito es enorme, y demuestra la fuerza de voluntad de un pueblo que convirtió su lucha en parte misma de su religión. Así lo material y lo espiritual se fundieron en un solo cuerpo que el arte reflejó para la posteridad. Los mochicas se entendieron también con otros pueblos contemporáneos, como los nazca (que darían nombre a las célebres cosmogonías creadas en las arenas, esos dibujos que han dado tanto material al esoterismo). Es más: la exposición podría ser una buena forma de reivindicar a una civilización que aguantó casi 700 años en una región mucho más árida que la del imperio Inca, que ha eclipsado para la posteridad a este mundo fundacional de Sudamérica.