La Raya es la última frontera de España, una región que vive del campo, de la ganadería, que no ha conocido más gloria que la que le dotaron los disparos a bocajarro de ingleses y franceses durante aquella Guerra de la Independencia que hundió al imperio español y de paso lastró a España durante un siglo.

Pasos perdidos por Ciudad Rodrigo, en la frontera más lejana (Fotos: L. Cadenas)

La cabeza visible de esa raya entre nosotros y Portugal es un lugar llamado Ciudad Rodrigo, un mecano, un puzzle de piezas diferentes que a fuerza de encajar a pico, martillo y sudor cobra sentido único. Sólo algunas fealdades típicas del urbanismo franquista estropean una ciudad pensada a la antigua, con todo lo que eso significa en cuerpo y mente, abigarrada en su nido de águila sobre la amplia vega del río Águeda, el mismo que en primavera convierte el occidente de la urbe refundada por el conde Rodrigo en lo más parecido a una verde y fértil campiña.

Un lugar alejado de cualquier gran ciudad, una isla de iglesias, palacios y casas antiguas que se eleva por encima de llanuras ondulantes camino de esa línea artificial que es toda frontera política que no traza un río, una montaña o un lago, demasiado pequeño quizás para llamar la atención pero también demasiado minúsculo como para estropearse. Es un sitio hecho para caminar, para que los pasos resuenen sobre las calles empedradas, atravesando las siete puertas de las murallas, como la del Registro, o directamente para perderse en la Plaza Mayor, la escuadra más rara y desigual que se haya visto: alargada como un viejo hipódromo romano, en pendiente y flanqueada por casas que por antigüedad valen su patrimonio en oro.

Palacios, casas, villas, esquinas, pequeños sitios marcados por los placeres de los que han vivido y trabajado en Ciudad Rodrigo, de los que corren con los astados en el Carnaval del Toro que sirve para empezar y terminar el año del calendario de la vieja Miróbriga. Huela a bastión, a frontera, a un sitio en el que eso de la piel de toro no es una metáfora. Quizás, con el tiempo, a medida que se pierdan tradiciones y fiestas con astas de por medio, Ciudad Rodrigo será una pequeña Numancia conservadora donde todavía aguante algo del pasado.

Quien quiera pruebas arcanas que coja pico y pala y encontrará en las entrañas de roca restos de todas las épocas imaginables, hasta la Edad del Bronce o anteriores.

No creo que exista teso, alto o colina con río de este país que no haya tenido un castro o un oppida romano habitado. Ciudad Rodrigo es una estrella de piedra y sillería, de pastos verdes, de un río que se desbordaba y de pequeños pueblos blancos de nuevo cuño fundados por el dictador: parecen pequeñas piezas andaluzas en lo más profundo de la Meseta. Una rareza impuesta por una idea muy triste de lo que debía ser España, rota por la naturalidad tradicional de lo que se enseñorea en la colina.

Es una comunidad construida con la marca de fábrica del Imperio español, todo siglos XV y XVI, y siglo XVIII, y con las heridas todavía abiertas de “la francesada” que tanto dolor dejó atrás, pero también tanta épica de resistencia y lucha contra el invasor. Es la ciudad del Parador, de ese castillo de Enrique II que es el sello visual de la ciudad, desde el otro lado de los puentes, viniendo del oeste. Ciudad de catedrales e iglesias bombardeadas por los hombres de Napoleón, de palacios y casas de nobles, de un ayuntamiento renacentista, de los conventos (en pie o en ruinas), de las calles angostas en subida y bajada que los hijos de Ciudad Rodrigo y los adoptados por ella han vivido sus adolescencias y juventudes, en cada tasca, bar, taberna, club o tienda. Un pequeño lugar para ver, aunque sea de paso.