En este octubre pasado se celebró el XX Aniversario de la inauguración del Museo Guggenheim de Bilbao, obra maestra arquitectónica, símbolo mediático de la ciudad, vanguardia del gran cambio urbano y social de la capital vizcaína y una auténtica mina de oro económica y cultural.

IMÁGENES: El Corso (L. Prieto)

Hace 20 años que el barco deforme, brillante, forjado en titanio, hormigón, cristal y acero, quedó varado para siempre en la ría de Bilbao. Un hermoso naufragio que ha convertido a capital vizcaína en un motor espléndido de fuerza cultural. Pocas ciudades pueden presumir de un éxito sociocultural de este nivel: quizás Madrid con su Milla de las Artes (El Prado, el Thyssen-Bornemisza, el Reina Sofía) rivalice con el acierto de crear una “no-sucursal” de la Fundación Salomon Guggenheim en una ciudad que hasta entonces apenas tenía nada que aportar al arte contemporáneo. Se trataba de algo diferente, y con un arquitecto que nada tenía que ver con Bilbao, Frank Gehry, que vio por fin abierto su proyecto el 19 de octubre de 1997. Esa nave varada fue el punto culminante de un plan más ambicioso, el de decir adiós al Bilbao industrial de la vieja era y dar paso al nuevo Bilbao comercial, turístico, donde los servicios aplicados y las empresas de nuevo cuño fueran el motor de la región. La guinda del pastel. El símbolo de esa transformación después de la durísima reconversión industrial previa.

Y como todo desafío apenas tuvo apoyos. Fue una idea propulsada de arriba hacia abajo; la sociedad vizcaína no estaba por la labor de poner un museo de arte contemporáneo que nadie entendería, y mucho menos con un diseño tan rompedor y diferente del paisaje urbano que ofrece el resto de la ciudad. Todavía hoy es un refulgente recordatorio de su naturaleza extemporánea (el titanio brilla, y mucho, sobre todo cuando el Sol decide presentarse). Tenían todos miedo a las hipotecas de un proyecto megalómano, que además contaba con la oposición frontal del nacionalismo radical vasco: ETA mató a un ertzaina que custodiaba el edificio poco antes de ser inaugurado. Y el lugar también debía ser específico: no se podía insertar en el corazón de la ciudad, sino que necesitaba de un espacio propio. Para entonces en la ría sólo había un desolador vacío de las empresas que habían desaparecido. Había sito para laminar y volver a levantar. Y todo barco debe estar cerca del agua, y a su vera se levantó el navío de Gehry. Se supone que fue el propio arquitecto el que decidió el lugar durante un paseo por la ría. Al menos esa es la historia “oficial”.

Sobre el titanio se asentó el nuevo Bilbao, cambiado para sobrevivir a su historia pasada como ciudad industrial, proletaria, conflictiva y motor económico. Tenía que mantener esa preeminencia, apuntalada hasta lo más profundo y con la aquiescencia de los gobiernos españoles, que lo vieron como una oportunidad de modernizar una ciudad que se debatía para sobrevivir al calvario del conflicto vasco. Que fuera considerada por los críticos una obra maestra de la arquitectura del último medio siglo, un puente entre el siglo XX y el XXI, daba igual si no tenía un efecto social y cultural contundente en la ciudad. Veinte años no son nada, pero también lo son todo: “El arte lo cambia todo” es el lema de una celebración centrada en el poder del museo para ejercer de cincel de Bilbao, un edificio en el que no hay una sola línea recta, todas son curvas de alguna manera, como la sinuosidad del agua y la flexibilidad que hay que tener para adaptarse y sobrevivir.

El resultado fue la conversión del proyecto en un icono: más allá de la masiva respuesta popular en forma de visitas continuas, el museo tuvo un efecto doble, por un lado pedagógico respecto al arte moderno, pero también como elemento propio. Los bilbaínos lo hicieron suyo, y a las sucesivas exposiciones han respondido acudiendo con regularidad. Más importante que el impacto y el brillo del titanio es que la afluencia sea sostenida y continua para evitar problemas. Ayudó mucho que el apoyo social al margen de las instituciones fuera tan amplio: la asistencia sostenida es la clave que ha dado fuerza al Guggenheim de Bilbao más allá del impacto inicial o el apoyo mediático a las grandes exposiciones de arte contemporáneo, a un ritmo de casi quince de media por temporada, incluyendo además sus extensos fondos de piezas. Y eso se ha trasladado fuera de las fronteras: según fuentes del propio centro, el 70% de los visitantes son extranjeros. Es decir, que el museo ya es un polo de atracción tan fuerte como lo pueda ser El Prado o el Thyssen-Bornemisza en las agendas de los turistas.

El reconocimiento para Bilbao es enorme gracias al museo y centro de arte, ingresos derivados y un punto de apoyo para el turismo en una región que hasta hace poco estaba dominada por la conflictividad política. Extrapolando las cifras implica que, por sí solo, el Museo Guggenheim es capaz de atraer a casi un millón de visitantes al año (en una ciudad que no supera los 400.000 habitantes en su zona principal), que disfrutan de exposiciones de gran peso mediático como la reciente de Jeff Koons (que aporta a la iconografía del museo su célebre ‘Puppy’, el gran perro de flores que recibe a los visitantes en el exterior), Louise Bourgeois (con la también permanente araña ‘Mamá’), Richard Serra (que donó ‘La Materia del Tiempo’ para ser expuesta en el museo de forma permanente), Bill Viola o la ya presente de David Hockney. La lista de artistas que han pasado por sus salas, vivos o muertos, es larguísima, desde la magnífica obra de Francis Bacon a los mencionados referentes contemporáneos vivos, Andy Warhol, Jackson Pollock o Roy Lichtenstein en una de las exposiciones más recordadas sobre el pop art.

¿Qué ver en el Guggenheim en noviembre-diciembre?

‘Anni Albers. Tocar con la vista’ (hasta el 14 de enero). Aproximación cronológica a la obra de Albers, a la vez que permite observar las conexiones entre periodos y series de trabajos diversos. La muestra refleja asimismo cómo el material y las técnicas de trabajo preceden y guían a la idea y definen un desarrollo en cada caso. Conocida especialmente por su papel pionero en el arte textil o fiber art, por sus innovaciones en el tratamiento de las tramas y por su búsqueda permanente de motivos y funciones del tejido, Albers fue una autora clave en la redefinición de la figura del artista como diseñador. El suyo fue un arte inspirado por la cultura precolombina y la industria moderna, que trascendió las nociones de artesanía y labor propia del género femenino.

‘David Hockney: 82 retratos y 1 bodegón’ (hasta el 25 de febrero). Tras la exposición de paisajes monumentales que el Museo Guggenheim ofreció en 2012, Hockney se alejó de la pintura y de su Yorkshire natal para regresar a Los Ángeles. Durante los meses siguientes, se vio totalmente inmerso en el género del retrato. Todos los cuadros presentan las mismas dimensiones, muestran al modelo en la misma silla y ante el mismo fondo de color azul brillante, y todos ellos fueron pintados en el transcurso de tres días. Sin embargo, la maestría de Hockney con la pintura permite a las personas surgir del lienzo con una cálida inmediatez. Esta exposición presenta retratos de David Hockney realizados con un renovado vigor creativo.

‘El arte y el espacio’ (5 de diciembre – 15 de abril). La exposición parte del histórico encuentro entre Eduardo Chillida y el filósofo Martin Heidegger. A partir de esta referencia clave y de una selección de obras de la Colección Propia, la exposición abordará la experiencia del espacio de la mano de artistas contemporáneos internacionales durante las cinco últimas décadas. Incluye obras de Eduardo Chillida, Sir Anthony Caro, Olafur Eliasson, Lucio Fontana, Sue Fuller, Robert Gober, Eva Hesse, Cristina Iglesias, Prudencio Irazabal, Agnieszka Kurant, Sol LeWitt, Richard Long, Anna Maria Maiolino, Asier Mendizabal, Bruce Nauman, Iván Navarro, Damián Ortega, Jorge Oteiza, Pablo Palazuelo, Nobuo Sekine, Susana Solano y Lee Ufan.

‘Amie Siegel: Invierno’ (hasta el 11 de marzo). Trabajando en diversos medios, como el cine, el vídeo, la fotografía o el sonido, Amie Siegel (Chicago, 1974) revela múltiples estratos de significado a través de sus cuidadas instalaciones. Utilizando los relatos como espacios y territorios, y los documentos y artefactos como testigos de la memoria y el deseo, la artista cuestiona la relación entre la película y las circunstancias de su realización. La instalación de gran escala ‘Invierno’ (2013), originalmente encargada por la Trienal de Auckland en 2013, se muestra aquí por primera vez en Europa.