En 2007 el santuario histórico de Machu Picchu fue elegido como una de las siete maravillas del mundo. Una anécdota: si se mira de costado se ve la cara de un inca.

Por Leticia Santos (texto y fotos)

Salimos de Sala­manca con mucha alevosía pero sobre todo con noctur­nidad, es lo que tienen los vuelos transoceánicos. Sobre todo si no vives en Madrid o Barce­lona. Nervios, expectativas, hambre de pisco y ceviche…toda emoción posible se mezcla a las puertas del viaje, como en los inicios de cual­quier periplo.  Hacemos escala en Caracas y al llegar, una ola de humedad calurosa o calor hú­medo, nos azota la cara ya en el mismo intercambiador del avión. Descubrimos que hace años Chávez decidió adelan­tar los relojes venezolanos media hora. Tras reflexionar sobre el poder de los grandes, que incluso pueden hacer malabares con las agujas del reloj vía decreto-ley, se abre el paso hacia nuestro enlace con Lima.

Casi sin darnos cuenta aterrizamos en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima. La primera advertencia que nos hacen en un tono muy serio que incita a pensar que aquello va en serio: “aquí los pasos de peatones no son como en España, no confiéis en que vayan a parar”. Está bien saberlo. Me voy a saltar parte del viaje para no escribir una letanía. Decidimos viajar de Lima a Cusco en un autobús de la compañía Cruz del Sur. ¿Era esa la mejor opción? No. Pero aquello no podíamos saberlo a priori. El autobús era todo lo cómodo que puede ser un autobús. Perfecto, mucho mejor que cualquier autobús europeo en el que yo hubiera montado.

Lo que no sospechaba es que 5 horas después mi cuerpo iba a pasar de estar a nivel del mar a alcanzar casi los 5.000 metros sobre el nivel del mar. El mal de altura se manifestó con nauseas y cansancio, entonces me acordé de aquel médico que en España, al preguntarle sobre el mal de altura, me hizo el chiste de que para eso lo mejor era un paracaídas. Krishna le conserve la gracia, pero por favor, que no se la aumente. El impacto hubiera sido mucho menor en avión, pues nunca se alcanza ese pico de altura que sí hay que pasar por carretera.

Llegamos a Cusco y la primera misión es coger un taxi hacia el hotel. No me gusta regatear, pero hay que acordar el precio antes de subir para no llevarse sustos a la hora de pagar. Cerrar la puerta de un taxi supone un calambrazo asegurado, y cada vez que me toco el pelo se me electriza. Me explican que la sequedad del ambiente (esta­mos a 3.400 msnm) produce esos efectos secundarios. De camino al hotel vemos banderas con los colores del arcoíris, descartamos la idea de que los gays hagan cabal­gatas por aquellos lares. Más tarde descubrimos que Cusco están en fiestas y que se trata de la bandera inca. El mal de altura se sigue manifestando pero sólo con cansancio, así que llegamos al hotel, un lu­gar precioso con wifi incluida y a descansar. Sobre la meca del turismo peruano diré que no me gusta que los turistas hayan reconquistado Cusco. Es demasiado evidente que todo en la ciudad está pen­sado para ellos y eso supone una artificiosidad triste al fin y al cabo.

Al ir a comprar el billete para Machu Picchu nos dicen que hay huelga de trenes, así que postergamos los planes y vamos a conocer otros lugares. Finalmente tres días después de lo planeado nos encaminamos hacia la “Montaña Vieja”. Tras los derrumbamientos de 2009 es necesario ir en coche hasta la primera estación desde la que es posible tomar el tren. Eso supone que la furgoneta en la que vamos tenga que rodar por encima de las vías del tren en ciertos tramos, con los consecuentes saltos que ningún amortiguador podría soportar. La estación de tren de Ollantaytambo es el aperitivo de lo que nos espera, desde ella descubrimos un río con enormes piedras blancas rodeado de montañas de infi­nito verde. Al contrario de lo que se pudiera pensar, Machu Picchu está a mucha menos altitud que Cusco y, aunque ya nos estábamos acostum­brando a la altura, creo que la relajación de la tensión arterial sumada a la belleza del paisaje tuvo un efecto balsámico.

Tomamos el tren hacia Aguas Calientes, pueblo totalmente artificial en el que es necesario recalar para llegar a Machu Picchu y al que podrían haber bautizadoTu­ristalandia. Me quedé boquia­bierta al ver pizzerías italianas, era lo último que hubiera imaginado encontrarme, y sobra decir que no me gustó. Había dos cajeros en los que intentamos sacar dinero al final del día y nos fue impo­sible, algún comerciante nos dijo que se habría agotado. El negocio marcha bien.

Todo se me olvidó en cuanto pisé el antiguo po­blado inca. Nada más entrar nos encaminamos hacia el Puente del Inca recorriendo un camino bastante estrecho que bordeaba una monta­ña y que disfruté como una enana gracias a mi ausencia de vértigo. De vez en cuando había que mirar hacia abajo para asegurar la pisada, pero intentaba evitarlo porque no podía quitar la vista de lo que tenía ante mis ojos. Me sentía insignificante ante la magni­ficencia de las montañas y a la vez henchida recorriendo semejante prodigio mágico-científico.

Hay quien dice que la piedra de Intihuatana es el centro energético del mun­do. El guía nos dijo que no podía decir si es cierto o no, que simplemente nos pará­ramos para ver qué sentía­mos. Lo cierto es que está orientada de tal manera que en los equinoccios la piedra no proyecta ninguna som­bra. Se cree que la utilizaban como reloj astronómico. Éste es sólo uno de los muchos elementos que componen Machu Picchu, una sola muestra de los avanzados conocimientos astronómicos y de ingeniería que poseían por aquel entonces.

Varias veces me quedé boquiabierta al escuchar las explicaciones de cómo habían construido las fuentes subterráneas que recorren el lugar, cómo una piedra en determinado día del año proyecta la sombra de una llama, cómo desafiaron los movimientos sísmicos. El resultado de esos conoci­mientos científicos es un lugar mágico. Muchas de aquellas explicaciones las he olvidado, pero es imposible olvidar el sentimiento de estar allí.