El hijo ilegítimo de un burócrata florentino fue, por decirlo así, el primero de los llamados “antecesores”, uno de esos raros casos de genialidad humana que se adelanta siglos a su tiempo: Leonardo da Vinci.
Tanto como para no ser capaz de frenarse y terminar glorificado por todos en vida, cierto, pero ignorado por el devenir del arte y la ciencia. Desde hace dos años en todo el mundo varias exposiciones revelan su genialidad a través de obras ligadas a la ciencia, los famosos códices del florentino, considerado el sabio más grande de toda la Historia. Especialmente en nuestro tiempo; mientras que en el Renacimiento se alabó su maestría artística y se desdeñó su capacidad tecnológica y científica, hoy es justo al contrario: crece la leyenda de Da Vinci por su previsión y anticipación en estos campos, mientras que su talento como pintor o escultor queda como algo propio de los libros de Historia del Arte.
A su genio se deben muchos avances, redescubiertos posteriormente, sobre óptica, hidromecánica, anatomía, ingeniería militar y civil… y la aviación. Queda para la historia el primer diseño de una máquina para volar. En realidad dos de ellas: creó un aparato heliocoidal que anticipaba en casi 500 años el helicóptero, así como un primitivo parapente que supuestamente debería servir para volar. Pero también creó diseños primitivos para coches, tanques o submarinos. En parte también se debe a su imaginación un arcaico sistema de buzo.
Como todo buen renacentista, arte y ciencia se regían por el mismo amor por el conocimiento y la pasión creadora, que en su caso se encaminó directamente hacia la ingeniería y no hacia la ciencia teórica, aspecto que no le llamó tanto la atención. Efectivamente era un humanista, más preocupado por las soluciones prácticas que las derivas mentales de la Revolución Científica de los siglos XVI, XVII y XVIII. Más de 13.000 páginas atestiguan que en vida fue una máquina de creación continua, empírica: la mayor parte, sin embargo, se ha perdido y ha quedado repartida entre Inglaterra, Francia, España, Italia o los sótanos de la casa de Bill Gates, que pagó una fortuna por el Codex Leicester, uno de los grandes trabajos de Leonardo.
Estructuró sus estudios técnicos y científicos en pequeñas parcelas: muchas veces apenas una página donde texto y dibujo se fundían en una explicación única, de tal forma que casi podría decirse que Leonardo, una vez más, se adelantó a su tiempo y creó la primera Enciclopedia. Su pasión por el empirismo encorsetó sus derivas teóricas, así que sólo podemos conocer al naturalista y al ingeniero, y no al matemático, físico o filósofo.
Por eso sus manuscritos “de espejo” (era zurdo y escribía de derecha a izquierda en sentido inverso, lo cual le hacía ir más rápido que como lo hacemos nosotros) hablan de la biomecánica de los pájaros en pleno vuelo, del movimiento del agua, de la anatomía humana… Problema: aunque era un empirista, muy pocas veces, que sepamos, puso en práctica real sus diseños. Un simple examen de un ingeniero actual comprobaría que el sistema de alimentación de aire al buzo no habría funcionado, que la máquina para volar no tenía sustentación suficiente, que su barco de palas mecánicas apenas se habría movido, o que el “tornillo aéreo”, su helicóptero, habría tenido el efecto inverso (se clavaría al suelo como una peonza).
Y una de sus mayores ironías: en 1502 el sultán de Estambul le encargó que diseñara un puente que uniera Europa y Asia por el Bósforo. Se olvidó la idea hasta que varios intentos siguiendo ese modelo salieron bien en Noruega y Estados Unidos. Cuando la actual República Turca decidió construir un nuevo puente sobre el estrecho del Bósforo, siguió su modelo. Cinco siglos tarde. Indistintamente a todo el ensayo y error de su inteligencia, queda para la historia como el modelo en el que muchos otros se han interesado, es un espejo humano en el que mirarse y, quizás, el último ser humano que no conoció barreras entras ciencia, arte e ingeniería.