La isla de Lanzarote tiene dos atractivos: las playas volcánicas, algo ya muy visto, y la posibilidad de viajar a Marte sin moverse más de 40 km, el parque nacional de Timanfaya.

FOTOS:  L. C. Prieto

“Como caminar por Marte”. Si a los guardas y a los habituales del Parque Nacional de Timanfaya en Lanzarote (Canarias) les dieran un euro por cada vez que han escuchado esa frase hoy sería la isla de los millonarios. Pero no por obvio deja de ser acertado: es el juicio más visual, la metáfora perfecta, de lo que es ese lugar forjado por los desastres de decenas de volcanes en una isla sin apenas vegetación, especializada en sacarle al suelo volcánico todo lo que se le puede extraer. Lanzarote es diferente, una tierra fustigada por la Naturaleza y modelada con fuego. No son tópicos, es la pura (y dura) realidad: incluso los viñedos se hacen en la ceniza volcánica. No hay verde, no hay explosión de vida sino explosión de poder de la madre Tierra.

Pongámonos en antecedentes: Timanfaya se encuentra en los municipios de Yaiza y Tinajo de la isla de Lanzarote, en el oriente de las Islas Canarias. Lo es desde agosto de 1974, y ocupa una extensión total de unos 51 km2 del suroeste de la isla, de origen totalmente volcánico, formado por las sucesivas erupciones en el oeste de las isla durante el siglo XVIII, entre los años 1730 y 1736. Cuenta con más de 25 volcanes, entre ellos algunos emblemáticos como Montaña de Fuego, Montaña Rajada y la llamada Caldera del Corazoncillo. La mayor parte de ellos están en actividad “latente”: no verá lava, pero sí sentirá los efectos colaterales de la misma, ya que en algunos lugares el calor en superficie puede superar el punto de ebullición, los 100 grados centígrados.

Campos de Malpaís

Cráter de Timanfaya 

En subsuelo puede ser peor: a partir de los diez metros de profundidad la temperatura media supera los 500 grados. Así que nada de cavar zanjas so pena de arder como una tea. No espere ver lo mismo que en Las Cañadas del Teide, unión perfecta de geología y biología, sino más bien un estado primigenio de fuerza del fuego: además de géiseres artificiales para alegría de los turistas hasta un gran pozo negro sobre el que se hacen parrilladas sin necesidad de gastar energía, instalaciones que se alimentan de energía térmica y un paisaje marciano que le ha servido ser escenario de decenas de películas de ciencia-ficción durante las últimas décadas. El calor latente que emana de las tuberías clavadas a unas decenas de metros o cerca de los cráteres naturales permite, por ejemplo, freír unos huevos en una sartén o que una zarza entre en combustión con sólo acercarla.

Pero detrás de esa imagen de cuento también anida un pasado horrendo de hambrunas, muerte, migración y pobreza. Esa parte de la isla, antes de las erupciones, se asemejaba a la tierra medianamente fértil y productiva que tenían otras islas del archipiélago, hasta que la Madre Naturaleza decidió que era hora de remodelar el paisaje. Nueve pueblos quedaron enterrados (Tingafa, Montaña Blanca, Maretas, Santa Catalina, Jaretas, San Juan, Peña de Plomos, Testeina y Rodeos) y durante seis años largos años, hasta 1736, las sucesivas coladas de lava redibujaron el suelo y cubrieron de un negro manto de ceniza cultivos, reservas, los exiguos pastos y lo poco de vida que había en el resto de la isla. De nuevo, casi cien años después, en 1824, regresa el fuego de nuevo a Timanfaya, provocando una nueva oleada migratoria y más hambrunas que despoblaron la isla, empobreciéndola.

Pero la gran razón sigue siendo el paisaje: de nuevo un pastel alejado por completo del amarillos y el verde dominante en la península Ibérica. Predominan las tonalidades negras y rojizas de lapillis y arenas y las oscuras de las lavas basálticas, todo ello salpicado de manchas de diferentes colores pertenecientes a las numerosas especies de líquenes, de lo poco que puede crecer. Lo que queda al otro lado de la ceniza y la lava son endemismos vegetales y animales que convierten Timanfaya en ese pequeño reducto biológico perfecto para que la ciencia averigüe cómo la naturaleza recoloniza el desierto volcánico, un proceso similar al producido en el resto del archipiélago y también en Hawái o muchas de las islas del Pacífico. Toda una joya, como pasear por otro mundo.