Recuperamos uno de los mejores reportajes, atemporales como debe ser con cualquier libro, publicados por nuestra revista y con la mano de uno de nuestros colaboradores. Largo, pero de los mejores.

Por José Ángel Sanz

Es ‘En el Camino’ donde dice Ke­rouac: “De repen­te me encontré a mí mismo en Times Square”. Alfonso Armada dio consigo mismo muchas veces en Nue­va York. Ése era su trabajo, si es que, definitivamente, la literatura es un montón de mentiras que al final dicen la verdad. Armada fue siete años corresponsal allí. Diccionario de Nueva York es su crónica de una ciudad casi engullida por sus propios mitos, ebria de sí misma, excesiva y riguro­sa, una ciudad que son todas y a la vez ninguna, virgen y puta, proyección y mito. Un tratado que recoge fechas y nombres y apila costumbres, ritos, historia y nombres pro­pios. La estruendosa nómina de vida entre el subterráneo metro y todos los ojos puestos en el vacío que viajan en su vientre y las elevadas cumbres del Empire State y el Edificio Chrysler.

Armada edifica una atronadora mole de anécdotas en el filo de la autoconfesión y la obligada revisión de lo que encontraron Lorca, Faulkner, Glucksmann, Capote, Tom Wolfe, Henry Roth, Vila-Matas, Eduardo Lago, Gaspar Tato Cumming. Describe a 1001 atribulados neoyorqui­nos, desde la clase privilegia­da que picotea aburrida con gesto desdeñoso en Tiffany’s hasta los homeless que sólo soportan las noches de in­vierno a la intemperie porque duermen encima de las salidas de vapor de las alcantarillas. Todo en Nueva York es vie­jo y al mismo tiempo pueril.

Asombroso y a la vez esperado. La vida, y el asombro, esperan en el transbordador de Staten Island, pero también en la portada del ‘New York Times’ (“lo leí a diario como una Bi­blia pagana”). En el próximo taxi (“los conductores vienen desde muchos lugares: Costa de Marfil, Bangladesh, Kaza­jstán, Nueva Jersey”) o a las puertas del Madison Square Garden. En el puente de Bro­oklyn, en el hall del Waldorf Astoria o del Chelsea Hotel o en Central Station, donde bulle el magma de una po­blación de ocho millones de voces que late en los cinco barrios: Bronx, Queens, Sta­ten Island, Brooklyn y Man­hattan. ¿El 11 de septiembre? Su sombra reposa en muchas páginas. La cicatriz de la zona cero es imborrable, pero quizá los neoyorquinos, hayan ve­nido de donde hayan venido hasta orillas del Hudson, nun­ca estuvieron tan orgullosos de pertenecer a un lugar que se vive como un talismán que nadie quiere añorar. Armada sabe que el cinismo disminuye el dolor, pero incapacita para el placer. La ciudad también.

El día que la selección españo­la de fútbol ganó el campeo­nato del mundo, el primero de su historia, el Empire State anocheció con los colores de la bandera rojigualda flan­queando su coronilla. Incluso en un país ajeno al deporte de masas en Europa, Manhattan y, por extensión la ciudad que lo cobija, es consciente de su lugar en el mundo. De su co­losal peso simbólico. Como admite el propio autor, quizá Nueva York sea algo parecido al copo de nieve del que habla Cormac McCarthy cuando escribe sobre el lobo. Cuando lo atrapas, lo pierdes. Por eso los guías, los experimentados sherpas se cotizan tanto ante una urbe entre el futuro po­sible y la medida de nuestros sueños. Por eso este libro es tan valioso.