Viena la judía, Viena la artística, Viena la aristocrática y burguesa, Viena cuna de la cultura y la civilización europea. Todo junto, todo unido, ha merecido la pena: su huella en Europa es indeleble, fue el campo de experimentación intelectual para convertirse en un referente que en el periodo de Entreguerras dio lo mejor de sí misma. Luego llegó el nazismo, la guerra, el aislamiento y Viena no ha vuelto nunca a ser lo que fue. Sin embargo, la Unesco ha reconocido como Patrimonio de la Humanidad sus cafeterías y ese ambiente cultural vivo y dinámico.

Esos cafés han sido incluidos “como práctica social” la semana pasada en la Lista Nacional del Patrimonio Cultural Intangible de la Organización de la ONU para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Pese a que los primeros cafés se abrieron en el Imperio Otomano, fue en la Viena de finales del XIX cuando vivieron su época dorada. Muchos intelectuales vivían prácticamente en esos locales, y en esas mesas y esos salones modernistas vivieron y palpitaron desde pintores a filósofos, escritores, agitadores y un señor llamado Sigmund Freud, devoto del Landtmann, uno de los cafés con más señorío de la vieja capital imperial. En el Café Central había poetas y un jovencísimo Trostky, gente como Peter Altenberg. Por ellos pasó también la sombra de Kafka, igual que la presencia de Richard Strauss, Max Reinhardt o Helmut Qualtiger.

Su época dorada fue el fin del siglo XIX, la de 1900, en la que convergieron los cambios propios del ocaso de una época con una monarquía en decadencia ante otra que surgía y en la que florecían las artes y el pensamiento. Y otra muestra más, el padre del sionismo, Theodor Hertzl, periodista, tuvo varias reuniones en el Landtmann para promover el futuro Estado de Israel. Y lo mejor de todo es que todavía hoy son parte de la red cultural europea. Nunca tomar un café dio para tanto.