Bajo la sabia batuta de Lluís Pasqual, el prestigioso Teatre Lliure de Barcelona acogía hasta el pasado domingo 26 de octubre la última obra del dramaturgo argentino Claudio Toalchir.

En el seno de la ruta Buenos Aires de la temporada 2014-15, y codeándose con ‘Sonata de Otoño’, de Ingmar Bergman; y ‘El reportaje,’ de Santiago Varela, Toalchir fascinaba esta vez al Lliure de Montjuïc con ‘Emilia’, estrenada el 16 de este octubre. Después del embrujo y la emoción en que se sumió el teatro barcelonés en 2009 de la mano de ‘La omisión de la familia Coleman’, el autor y director bonaerense  apuesta esta vez por una historia de mentiras. Los personajes que dibuja Tolcachir son víctimas de sus propias ilusiones  y les aterra la idea de ruptura. La simple posibilidad de desmoronar la estructura que han tejido les produce escalofríos.

Unos escalofríos que el director plasma de manera magistral en esta obra: Tolcachir aboca sobre el escenario sus miedos e inquietudes, las inseguridades que beben de su propia infancia, con toda la peligrosidad que ello conlleva. Y contra toda expectativa, el resultado es estremecedor. Para bien. La escenografía y el vestuario, de Elisa Sanz, y la iluminación de Juan Gómez Cornejo crean el aura perfecta para el desarrollo de una obra que cuestiona el amor y sus porqués desde una óptica nada explotada.

Nada tiene el resultado de cursilada, empezando por la dificultad tremenda de los personajes. Tolcachir dosifica la información con cuentagotas, haciendo que el espectador, en su subconsciente, alimente hipótesis e hipótesis sobre el inminente desarrollo de la obra. La interpretación, aún así, continua siendo el punto más fuerte de esta obra que se apoya en la fuerza de sus cuatro protagonistas.

Es el súmmum del trabajo en equipo. La Emilia de Gloria Muñoz, dulce, humilde, pero oscura y turbia a la vez. Un personaje de personajes que teje el hilo conductor de la obra a través de varios flashbacks. Flashbacks hechos de recuerdos, miradas perdidas y monólogos que se dirigen directamente al público. Entonces irrumpe Walter, enérgico, alterado, grita. Grita y agarra a Emilia y la abraza y sin embargo no la sigue en sus recuerdos: sólo sabe que ella es quien más le ha querido. Alfonso Lara es, sin duda, la definición del nervio obseso, de la ternura llevada al extremo, al esperpento, a la sobreactuación que nace del miedo. Parecido a él, por el miedo y el griterío y la indecisión y la niñez que se le va es el Leo de David Castillo.

A ambos cabe sumar la vigorosidad del Gabriel de Daniel Grao, cuya presencia silenciosa se hace imprescindible; y la Caro de Malena Alterio: frágil y pendiente de un hilo en sus permanentes contradicciones internas, que se manifiestan en forma de una abstracción que desespera. La obra crece, es un desarrollo ascendente que el espectador va sintiendo vibrar. Siente la tragedia que se aproxima pero entonces se pregunta si no es ya suficientemente trágico lo que lleva viendo, aquellos sesenta minutos que ha pasado en la silla. Pero no, no era suficiente y la obra explota, y todo cobra sentido, y de repente han pasado ni más ni menos que noventa minutos y el público casi ni se ha dado cuenta.