Paul Cézanne fue un revolucionario que dio paso, en pleno siglo XIX, a buena parte de las vanguardias que llegaron luego, pero fue una revolución solitaria recogida en el Thyssen.

El Museo Thyssen-Bornemisza le dedica la primera gran retrospectiva después de 30 años, una completa revisión de 58 pinturas (49 óleos y 9 acuarelas) que arrancaron este lunes y que seguirá abierta hasta el 18 de mayo. Esas es la información: la realidad es que Cézanne era un solitario que empezó siendo impresionista y terminó más cerca de Braque y del cubismo (con las distancias que marca dar pie a un movimiento sin pertenecer realmente a él, ojo) que de sus maestros originarios.

Pero sobre todo Cézanne (1839-1906) era un fugitivo del mundo, de sí mismo y de la propia pintura. Hacía lo que quería, aislado del devenir de su existencia en una Francia convulsa, revolucionaria y reaccionaria a partes iguales. Para la historia personal de Cézanne queda su escapada propia de una película de los grupos de reclutamiento en plena guerra Franco-Prusiana (en 1870) a un pueblo perdido para que nadie le encontrara. Y no lo hicieron: se esfumó, convertido en prófugo. La llegada de la República tras la derrota le permitió regresar como ciudadano normal (a rey muerto, república puesta) y seguir pintando. Pero era un hombre que le dio la espalda al mundo. Algo parecido a lo que haría Gauguin huyendo a los confines tropicales del planeta. Artistas que huyen o que se comprometen. Paul era de los primeros.

Visita a la exposición de Cézanne en el Thyssen-Bornemisza

La exposición es una ironía sobre ello: ‘Site/Non-site’, centrado o no, allí o no, Cézanne en su devenir creativo personal e intransferible, obsesivo de los senderos y los paisajes, huidizo, inventor de los tres planos superpuestos para crear la sensación de profundidad sin recurrir a las viejas técnicas de líneas geométricas que se usaban desde el Renacimiento, pero sobre todo bicho raro. Y todos sabemos que en el mundo del arte las divergencias y los puntos de fuga de una rara avis son fundamentales para iniciar el siguiente ciclo artístico.

Entre las piezas que albergará el Thyssen figuran ‘Bañistas’ (1879-1882), ‘Ladera en Provenza’ (1890-1892) y ‘La montaña Sainte-Victoire (1904), así como los numerosos bodegones que pintó en su vida. Lo de Sainte-Victoire fue una de sus muchas obsesiones: aparece en todos lados, la pintó una y otra vez, colgado mentalmente de esa montaña que era un icono y que terminó siendo casi su firma metafórica.

Toda la exposición se divide en cinco apartados, basados cada uno de ellos en los temas preferidos de Cézanne: arranca con la monotemática ‘Retrato de un desconocido’, consistente en un único cuadro que es el solitario retrato de toda la exposición por parte de un artista que prefería pintar la naturaleza o la artificialidad humana incrustada en ella (las ciudades y pueblos). El siguiente paso es ‘La curva del camino’, otro tema constante, el de los senderos, vías y caminos, nunca asfaltados y siempre llenos de obstáculos, en zig-zag, como la vida misma.

La obsesiva representación de la montaña Sainte-Victorie en los cuadros de Cézanne

La tercera sección es ‘Desnudos y árboles’, otros de sus motivos habituales. La cuarta es esa obsesión con la montaña y que se titula ‘El fantasma de la Sainte-Victoire’; aquí se reúnen las piezas en las que aparece de alguna forma su geografía preferida. Finalmente aparece ‘Juego de construcciones’, que demuestra cómo el pintor impone en sus paisajes la estructura de los tres planos antes mencionada: un primer plano vertical, un plano horizontal y otro vertical de fondo.

La constante cezannista es la de orbitar alrededor de la naturaleza, ya sea muerta o viva, preparada o al natural. Las transiciones de los bodegones a los paisajes son casi mínimos porque en ellos siempre existe la misma representación mezclada, como si Cézanne sólo viera el mundo de una manera. Un estilo muy peculiar que la exposición ha querido mezclar con herederos que le debieron mucho al viejo barbudo solitario: Georges Braque, Raoul Dufy, André Derain y André Lhote, presentes con sus obras como discípulos, contemporáneos, amigos y competidores de aquel tipo huidizo que no paraba de pintar su mundo.

En Cézanne el gran movimiento postrero del siglo XIX se esfumaba lentamente: con él aparecía esa nebulosa llamada post-impresionismo y que abría las puertas al arte contemporáneo. Si los impresionistas fueron los iniciadores de la deriva del artista hacia sí mismo después de siglos de arte mantenido, académico, realista y romántico, ahora el arte se escapaba hacia la psique del creador y el contexto del mundo en el que vivía.

Lo vital para él era la representación real de lo que veía, lejos de rigores, normas y consentimientos. Así, evolucionó hacia un arte de formas simples y de colores que, andado el tiempo, daría pie al cubismo, que buscaba la pureza de la representación formal. La aparente sencillez de movimientos se convertía al final en una larga cadena de piezas que creaban un puzzle único. Obsesivo, creía que nunca lograba realmente lo que buscaba, por lo que repetía una y otra vez desde diferentes visiones la realidad, sin darse cuenta de que en su deriva personal había creado algo nuevo y único. Por eso Cézanne es tan importante y cercano.

‘Ladera en la Provenza’

‘Retrato de un campesino’

Foto y autorretrato de Cézanne