En el panorama de la pintura vasca que se dio a conocer en la segunda mitad de los años cincuenta del pasado siglo, Rafael Ruiz Balerdi (Donostia-San Sebastián, 1934 – Alicante, 1992) se sitúa como uno de los nombres mayores de entre los que configuraron la vanguardia de postguerra. Gran dibujante y extraordinario colorista, su obra recorrió diversas opciones estéticas hasta desembocar en el informalismo del gesto. Pero éste sólo fue el punto de partida de una investigación formal muy poderosa, que supuso el núcleo más personal de su trabajo.

Después de unos inicios figurativos de paisajes y retratos en su adolescencia, puede situarse en 1955 el momento en que su amistad con Eduardo Chillida le ayudó a conocer los lenguajes de la vanguardia internacional y a cometer una obra influida por el Cubismo y el Espacialismo. En los años finales de esa década la influencia de las pinturas negras de Goya y de la Abstracción Lírica europea le llevó a pintar una obra de gran aliento poético y muy refinada y sensual ejecución. En 1960 se produjo en ella la ruptura definitiva hacia un radical informalismo que le abrió el camino de su más original proceso.

Éste consistió en la búsqueda de una forma que se construyera sobre los rasgos gestuales con sucesivas y a veces extenuantes intervenciones, que en algunas obras consiguieron llegar a un lugar casi extremo de desmenuzamiento. De esa manera, en los diez años que duró esta experiencia, se distinguen dos caminos que pueden verse como paralelos, pero que en realidad son sucesivos: el de la continuidad del Informalismo de gesto y mancha y el de la realización de formas cristalizadas, que en este segundo caso se superpone en una misma obra a la inicial intervención espontánea. También hubo durante estos años otros diferentes experimentos colaterales.

Luego Balerdi abandonó el óleo y, por un tiempo, casi su actividad artística, para dedicarse a intervenciones ciudadanas reivindicativas, y en seguida, durante un período de más de ocho años, pintó con tizas de pastel sobre papel de embalar, y con ello creó un ciclo de extraordinaria riqueza formal y cromática en el que contrasta el lujo expresivo del resultado, difícil de describir por su multiplicidad de sugerencias, con la pobreza de los materiales. Finalmente, su regreso al óleo en 1985 le abrió el camino de un arte sin fronteras, en el que confluyeron todas las experiencias anteriores, todas las influencias recibidas y todas las imágenes recordadas, y cuya inmediatez, sabiduría y libertad compusieron hasta su muerte una etapa apasionante y visionaria.

La extraordinaria pintura de Balerdi, que influyó en muchos de sus contemporáneos, estuvo basada en su capacidad de creación de imágenes, en su mirada arriesgada y profunda y en su diversidad, que supo ayudarse de una capacidad de ejecución y un sentido del color asombrosos, cualquiera que fuese la técnica empleada. Pero si, como a muchos otros informalistas, le influyó el pensamiento y la manera de hacer del arte Zen, fue en ciertos aspectos del pensamiento hindú donde encontró una base teórica para su pintura. Fue en torno a la idea de un yoga de la acción que predicaba el filósofo Aurobindo, una idea que procedía del antiguo texto de la ‘Bhagavad Gita’, que se oponía al yoga contemplativo y ahistórico, y que Balerdi creyó encarnar en el propio ejercicio de la pintura.

Del 9 de junio al 24 de septiembre de 2017

Sala kubo-kutxa Aretoa

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