En los últimos meses, desde el confinamiento de 2020 a esta primavera pasada, han aparecido en España aproximaciones a la cultura japonesa por autores españoles que muestran la fascinación por una forma de vida que aparece en las antípodas de la nuestra. Otras obras japonesas, como las de Tatsumi, Mizuki o el tándem Taniguchi-Kusumi, son puertas abiertas a ese mundo que nos parece lejano pero que ya forma parte de la cultura popular mundial.
IMÁGENES: Astiberri / Satori / Penguin / Norma
Hay muchas maneras de conocer una cultura o un país: como un turista errante que callejea, como un sibarita que degusta comida y bebida, como un aficionado al arte que recorre monumentos y museos, como un animal nocturno que cree que se conoce a una sociedad de noche, en sus bares y clubes. O leyendo. Mejor incluso: leyendo cómic cuando éste adquiere la dimensión social y cultural más allá de la simple historia que cuenta. Y pocas culturas han sabido transmitir sus rasgos a través del cómic que la japonesa. Tanto ellos hacia fuera (como en el caso de ‘El gourmet solitario’ de Taniguchi y Kusumi o las historias sociales “gigeka” de Tatsumi) como los demás hacia dentro (como hacen Jorge Arranz en ‘Otro Japón’ o Agustina Guerrero en ‘El viaje’).
Japón ritualiza la comida y Occidente la devora. La cocina japonesa ya conforma parte de la cultura popular, mestiza y voraz donde las haya. Al descubrimiento de la comida china siguió más tarde la japonesa, más ligera, equilibrada y que por alguna razón tiene un trasfondo estético y casi místico. Ayuda mucho que sea una de las dietas más sanas, basada en el arroz, el pescado, las algas y varios tipos de carne donde apenas se usan aditivos salvo las especias. Además está ese componente estético que tienen pocas gastronomía: la cocina japonesa se revista de ritual, un elemento que explica muy bien ‘El gourmet solitario’ (Astiberri, 2014), de los autores Jiro Taniguchi y Masayuki Kusumi: la ceremonia, la forma de comer e incluso la disposición de los platos. Hasta el orden.
El sushi, el sashimi, la tempura y la sopa miso son sólo la punta del iceberg, siempre en determinado tipo de vajilla (planchas y cuencos), con añadidos muy concretos (salsa de soja, wasabi y rábano picante) y con una presentación que forma parte del ritual. Cualquier que haya ido a un restaurante japonés con un mínimo de calidad verá que la apariencia es tan fundamental como el contenido. El personaje de Taniguchi y Kusumi es la esencia misma de esa cultura ritualizada: para él la comida es placer, es mística, estética y formalismo, un orden minimalista, sencillo y eficiente. Perfecto para deslumbrar al occidental. Quizás por eso el cómic japonés también entra con tanta fuerza en nuestro mundo y sirve de una primera llave a la cultura nipona, por el estómago, por los ojos y el gusto. Lo visual adquiere en Japón una dimensión tan importante como en Occidente, pero con una expresividad diferente, quizás más lírica y menos plástica.
La visión de la idea y de la figura se representa incluso en la escritura japonesa. Si seguimos el camino de lo que vemos, hay que mencionar a Shigeru Mizuki, otro grandísimo genio del manga que dio luz, color y fuerza al mundo de las leyendas japonesas, una mitología paralela al sintoísmo y el budismo japonés en la ‘Enciclopedia Yokai’ (Satori, 2019, dos volúmenes), donde esos mitos y la imaginación desbordante del legendario autor manco se fundieron. En ese mundo sobrenatural se han cocinado muchos de los mangas nipones en los últimos 40 años, una monumental reunión entre lo que Mizuki utilizó para sus obras de manga (un éxito asegurado en Japón y un descubrimiento para los lectores de otras culturas) y la tradición milenaria de un país que vivió aislado durante siglos.
En sus 895 entradas ordenadas alfabéticamente, Mizuki describe e ilustra con su estilo inconfundible cientos de esas extrañas criaturas llamadas yōkai que tanto han fascinado a los japoneses durante generaciones. Los dos volúmenes van de la A a la M, y de la N a la Z, por el desmedido tamaño del mismo. El origen de esta mitología tan particular está en el trasfondo animista del sintoísmo, que no deja de ser una religión ecléctica que une tradicionales milenarias llegadas desde la prehistoria con influencias budistas, coreanas y chinas. Cuenta la tradición que Japón es el país de los mil dioses porque todo ser, animado o inanimado (animales, plantas, herramientas, casas, montañas, el viento… todo) tiene un alma que trasciende. Eso explicaría por qué en la tradición nipona incluso las espadas son tratadas como seres en sí mismos, o por qué las herramientas de un hogar pueden albergar divinidad.
Esta particular teología animista (aún presente en Japón) crea un “mithos” espectacular e inabarcable, donde se mezclan dioses tutelares benignos con una legión de demonios de todo tipo y condición. El paso del mundo real a los infiernos es muy leve: esta dualidad da paso a la popular literatura de fantasmas del archipiélago japonés que todavía más famosa incluso que esa misma mitología. La figura del fantasma o el alma errante entre mundos es casi un cliché cultural. La pasión por la etnología y la fascinación por los seres sobrenaturales que acompañaron a Shigeru Mizuki durante toda su vida le dieron el rango de referente en su país; nadie sabía más del profundo mito nipón como él, y que permite ahora al lector occidental descubrir el país.
Muy diferente es la mirada contraria, desde Occidente hacia Japón. Dos ejemplos españoles son Jorge Arranz y Agustina Guerrero (La Volátil). El primero publicó en 2020 ‘Otro Japón’ (Penguin), historia real narrada con dibujos de dos viajes de estudiantes de arte de origen diferente, una japonesa y un español, en los años 70, cuando el conocimiento que había en España del moderno Japón era infinitamente más limitado. Además del choque cultural surge una historia de amor que permite un conocimiento de cada uno pero que termina de golpe. Cuarenta años después se reencuentran y el autor entiende Japón de otra forma: alejándose de sus tics occidentales racionalistas, dejándose llevar por una cultura con una relación más íntima con la naturaleza (no instrumental). Arranz ilustra ese viaje que tiene tanto de novela gráfica como de libro ilustrado, con un trazo claro, minucioso y evocador, que se puede leer y disfrutar una y otra vez por la sencilla belleza con la que dibuja Japón, como un libro de viajes sui generis, pero también por la historia de amor con Ako, que transitó hacia la amistad.
Por su parte, la autora que camuflada con el alias de La Volátil es la argentina Agustina Guerrero, que publicó ‘El Viaje’ (Lumen) después de, literal y metafóricamente, chocar con Japón y su universo particular después de la maternidad. Junto a su amiga Loly, que vive improvisando, traza (y planifica) un viaje en el que descarrilará tanto su plan como lo que pretendía del archipiélago. Quiere hospedarse en un ryokan (alojamiento japonés típico para estancias cortas) vestidas con yukata (vestimenta tradicional japonesa, diferente del kimono) y luego pasar a los célebres baños termales japoneses (onsen, donde, por cierto, aviso a europeos, no gustan nada los tatuajes y pueden echarte sin miramientos por tenerlos). Parte hacia el Sol naciente llena de dudas y miedos en el que la pondrán a prueba todos, desde sus pánicos a Loly y un país que parece un búnker humano. Un pequeño canto amistoso hacia otras personas en un entorno muy difícil donde las guías de viaje parecen no servir para nada. A partir de ese choque múltiple (con ella misma, con la vida, con lo japonés) puede conocerse una sociedad que parece diseñada para chocar como un ariete con la mentalidad occidental.
Tatsumi, radiografía social de Japón
Ediciones Satori, especializada en cultura japonesa, publica este año compiladas nueve historias de sabor amargo que aparecieron en Japón entre 1970 y 1972 y donde condensa el talento de Yoshihiro Tatsumi (1935-2015) para convertir la obra gráfica en mayúsculas. Y mucho más con el trasfondo dramático y social, que en Japón tiene una palabra para definirlo: gegika. Inventada por el propio Tatsumi, maestro de maestros, icono del manga adulto alejado de la fantasía desbordada habitual en el género. Para que el lector occidental pueda hacer paralelismos: Tatsumi fue el Will Eisner japonés, el que fue más allá de los estrechos márgenes del manga clásico y le dotó de dimensión social realista. Esto implica que se aleja de lo convencional, con una mirada desgarradora y punzante de la sociedad japonesa de posguerra, universal porque retrata al ser humano pero se abstiene de hacer juicios morales.
Sus personajes oscilan entre la desesperación, el aislamiento y los placeres fugaces que alegran brevemente vidas anónimas. Con un trasfondo humano conmovedor, Tatsumi reduce su arte a una simplicidad esencial de trazo sencillo pero distinto, que se separó del manga de su época (y posterior), muy centrado en la expresividad de los personajes y (como Eisner hizo con Nueva York) en el paisaje urbano. Un genio comparable al de Shigeru Mizuki u Osamu Tezuka (de quien fue alumno desde los 15 años) que se hartó del infantilismo del manga y dio un salto de madurez revolucionario que influyó en las generaciones posteriores, introduciendo la blindada psicología y las emociones de los japoneses en su arte.
‘El gourmet solitario’, guía de cocina manga
Seguro que recuerdan el programa de Imanol Arias y Juan Echanove, ‘Un país para comérselo’. Si tiramos un poco de imaginación podríamos estar ante la versión japonesa de ese mismo programa. Con la salvedad de que hablamos de cocina japonesa y de que ‘El gourmet solitario’ (publicado en 2015) es más que una novela gráfica donde la comida es un ritual y una excusa: es en realidad una profunda radiografía de una nación. Un dibujo sociológico y también psicológico creado por Jiro Taniguchi y Masayuki Kusumi, que alternan los pinceles y lápices con la labor de guionista desde hace años, con un trasfondo social y un torno sobrio y realista. Ambos crean un ritual viajero, una “aventura sensorial” que no deja de ser un lugar común: un tipo solitario cuyo trabajo le hace viajar mucho y para el que el único momento de tranquilidad y reflexión es la comida, por lo que le presta mucha atención formal. Y nada le gusta más a un japonés que ritualizar su vida diaria. Las costumbres japonesas, a veces tan contradictorias para un occidental, se reflejan a la perfección en ese hombre que se sienta a comer y mezcla sus soliloquios personales con las conversaciones de los comensales que le rodean. Las escucha como parte del ritual. Gastronomía y humanidad se unifican en el mismo acto sencillo de sentarse a comer.
Un viaje continuo por Tokio y otras regiones de Japón que el protagonista, Goro Inokashira, visita a partir de restaurantes y casas de comida con una premisa de partida: es abstemio por convicción de que no podría controlar la bebida, así que se centra en el sabor y la formalidad. La soledad es la cómplice perfecta para sentarse, disfrutar y escuchar, mirar, anotar mentalmente, dibujar el retrato de una cultura producto de siglos de aislamiento y adaptación al medio. De ahí nace no sólo la cocina japonesa, sino también su identidad que a muchos occidentales les parece otro planeta. En total son 19 capítulos, 19 menús al detalle, 19 experiencias humanas y culinarias al mismo nivel que sirven de excusa al lector para conocer mejor otro mundo y poder descubrir el placer de diferenciar entre un donburi y el sashimi, el sempiterno washoku (arroz blanco, base de toda la dieta), kinpira, shirataki, oyako-don o takoyaki.