La segunda novela de Noemí Sabugal, ‘Al Acecho’, se presentará en Madrid el próximo 31 de mayo con el inicio de la Feria del Libro, firmará ejemplares el 1 de junio, preparando el camino para la presentación en julio en la Semana Negra de Gijón.

La escritora y periodista Noemí Sabugal va a abrir fuego con la Feria del Libro en la librería Tipos Infames (19.00 horas) y su segunda novela, ‘Al Acecho’, ganadora del XXXI Premio de Novela Felipe Trigo y publicada por la editorial Algaida, que también contará con ella para la firma de libros en su stand oficial (número 316) el 1 de junio (de 12.00 a 14.00 horas). Igualmente ‘Al Acecho’ tendrá sitio en la lista de novelas presentadas durante la próxima Semana Negra de Gijón (del 5 al 14 de julio), donde estará presente otro año más Noemí Sabugal.

‘Al Acecho’ ha recibido buenas críticas en medios y blogs especializados y ha sido ya presentada en León, Santiago de Compostela, Valencia y Barcelona (en la librería Negra y Criminal, una de las mecas del género en España) entre otras ciudades; culmina su camino justo en la mayor cita editorial del año para contar la historia del inspector Julián Fierro en aquel tórrido, caótico y violento 1936 en el que transcurre la historia. El Madrid que narra Sabugal es una ciudad convulsa tras la victoria del Frente Popular, y en un céntrico callejón aparece una niña de catorce años estrangulada cuyo cadáver muestra un decoro inusual, y no será la última niña que aparezca de igual manera. Fierro se enfrenta a estos casos encadenados mientras la ciudad entera y el país se desliza lentamente hacia una Guerra Civil que nadie espera. Una novela sobre el compromiso, la deserción egoísta y donde el hombre acecha al hombre en cada calle.

Adelantamos un pequeño extracto de la novela para abrir boca:

“Hay un punto donde el cielo parece sin rematar, como la costura de una herida. Por ese punto se escapa la hemorragia del cielo. Hacia ese punto se elevan las miradas agotadas de la ciudad, los ojos que temen otra noche sin dormir. El tranvía está repleto, muchos salen ahora del trabajo, de las pocas empresas que aún funcionan con algo de normalidad. Los cables del tranvía tiemblan como varas de mimbre y se anudan, inseguros, por encima de las cabezas. Es tarde. El cielo tiene alguna nube despistada, pero no importa. Nada importa.

           Después del trabajo, los ojos se incendian en las caras. Algunos no, algunos se extinguen como una llama. También hay manos que despiertan y manos que se adormecen. Siempre hay manos que no tienen qué tocar. Y manos que desean. Son las de los hombres que buscan, borrachos de esperma, un alivio. Las de las mujeres que se cogen un mechón de pelo y lo retuercen y retuercen junto a su boca entreabierta. 

            A veces las manos que desean se encuentran. Y a veces no.

            Las mujeres siempre tienen un deseo en el fondo del ojo, pero no siempre es el que los hombres piensan. En ocasiones ni ellas conocen la naturaleza de su deseo. Ellos no lo tienen, sobre todo estos días. Los hombres suelen huir de sus deseos y buscarse un trabajo. Los hombres que siempre están ocupados son los que más miedo tienen de sí mismos. Son los que no pueden soportar una hora a solas, un paseo tranquilo, el retiro, por si entonces emerge la verdad de que no son nada. Son los hombres que trabajan hasta muy tarde y después paran en el café y beben algo para completar la jornada y llegan a casa y dicen hola ¿está la cena?, y ella responde sí y él dice ¿y a qué esperas para servírmela?, y se mete en el baño y se lava y se cambia de ropa y toma la cena, sea la que sea, con mala cara, para que su mujer no se relaje y piense que cualquier cosa que le ponga en el plato le vale y después se va a la cama, buenas noches, sí buenas noches, responde ella y, agotado, pueda dormir.

            Estos hombres no quieren saber si tienen un deseo o no en el fondo del ojo. Porque el ojo es lo que siempre evitan en el espejo cuando se afeitan o se peinan o se recortan los pelos de la nariz. 

            A veces se hacen cosas terribles para evitar el deseo del fondo del ojo. O para cumplirlo. Se es capaz de cualquier cosa. Fierro sabe que es cierto porque ha visto de todo. Sabe que se puede matar a un tipo y coger a un hijo en brazos sólo una hora después y acostarse con una mujer y entrar desnudo en el baño para meterse un tiro en la cabeza. En cada ojo hay un hueco para el monstruo.

            Está seguro de que las niñas eran el deseo que había en el fondo del ojo de la sombra.

            Una fila de camionetas blindadas avanza por la calle. Sobre el techo de los vehículos hay ametralladoras y colchones para proteger a los que disparan. La goma de las ruedas restalla contra los adoquines y algunos miran, confundidos, al cielo. Tienen miedo de lo que pueda venir de ese cielo aún sin rematar porque ayer un avión bombardeó los aeródromos de Cuatro Vientos y Getafe. Lo dice el periódico. Y que otro voló sobre los barrios de Tetuán y Cuatro Caminos y arrojó proclamas. Proclamas, repite el periódico y se repite en los cafés, algún día ya no serán proclamas.

            La chica que mira las camionetas y camina delante de él huele a sudor y a pan caliente. La alianza de su mano izquierda es una herida de oro que se incendia cuando la mano retira el cabello que cae sobre su frente. Tiene las caderas estrechas y los tobillos delgados y blancos. Es una de esas chicas que hacen girar las cabezas, y ella lo sabe. Por eso exhibe el anillo siempre que puede, aleteando su mano izquierda a la menor ocasión, porque en él está el despertar del deseo, su peligro. Alguien se encontrará un día con ese anillo en la boca cuando muerda una rebanada de pan.

            Fierro aprieta el paso, deja atrás a la chica, y recuerda la boca de Adela hace tan sólo unas horas, esa misma mañana. La boca oscura de Adela, llena de aquellas palabras. Y la boca de las niñas, tan vacía.

            El coche está sólo unas calles más allá. Es más seguro llevarlo, por si se le hace tarde. El interior está recalentado de estar todo el día al sol y Fierro abre las ventanillas antes de entrar. La tarde es tranquila para conducir, hay pocos vehículos, y el inspector gira el volante con lentitud en cada esquina. La luz del atardecer se demora en los edificios, se pega a los cristales intentando no desaparecer”.