Kirk, nada menos que 103 años de vida, un arco biográfico tremendo desde la emigración del Este de Europa antisemita al estrellato de Hollywood, de los barrios pobres de la Costa Este de EEUU a la soleada California, de la nada (incluyendo cambio de nombre) de una familia judía rusa que huyó a la carrera de los progromos antisemitas a ser el penúltimo superviviente (aún sigue con vida Olivia de Havilland) de la Edad de Oro de la gran fábrica de sueños fatuos en las colinas de Los Ángeles.

Y de paso, forjar una dinastía, la de los Douglas, con su hijo Michael rompiendo el mito de que segundas partes nunca fueron buenas. El cual, por cierto, ha tenido más éxito con los premios que su padre, que a pesar de haber dado vida a una larga lista de personajes legendarios (entre ellos Espartaco) se ha ido de este mundo con un escueto Oscar honorífico, frente a los dos de su hijo. Fue su hijo Michael el que, con una frase, confirmó y despidió a su padre centenario: “Para el mundo es una leyenda, un actor de la época dorada del cine, un filántropo comprometido con la justicia y con las causas en las que creía, pero para mí, para Joel y para Peter era sencillamente Papá”.

Menudencias aparte, queda para la Historia popular y cinematográfica un catálogo de personajes que abarca varias décadas. Ahora, Issur Danielovitch Demsky, el verdadero nombre de Kirk, se ha despedido desde su casa en Beverly Hills. Atrás quedan vidas virtuales como la del coronel Dax de ‘Senderos de Gloria’, filmes como ‘El gran carnaval’, ‘El ídolo de barro’, ‘Cautivos del mal’, ‘Los valientes andan solos’, ‘Los vikingos’, ‘El loco del pelo rojo’, ‘Duelo de Titanes’, ‘20.000 leguas de viajes submarino’ y aquel grito de “Yo soy Espartaco” que ha sido mil veces reproducido y que encerró su lucha contra el marcarthysmo y por los derechos de guionistas, autores y actores en un tiempo donde la diferencia ideológica se pagaba mucho más que hoy.

Imaginen al hijo pobre de un trapero aún más pobre, que apenas tenía un caballo, una carreta y un modestísimo techo en la parte más mísera de Nueva York, donde en plena Primera Guerra Mundial nació Issur Danielovitch, vástago de inmigrantes judíos de Rusia. Era, por así decirlo, un intocable: hijo de una de las peores profesiones posibles, judío e inmigrante. Han pasado cien años y en la América de Trump seguiría siendo un pobre miserable. Además no pudo ser normal: tuvo que trabajar desde niño para poder sobrevivir y ayudar a una familia que necesitaba cada brazo posible para salir adelante. La leyenda asegura que fue repartidor de periódicos (muy cinematográfico) y parte del circo de los combates de lucha libre (muy novelesco).

También hizo lo que muchos en EEUU, pasar por el tamiz igualitario del Ejército. Al alistarse dejó atrás a Issur Danielovitch y se convirtió en Kirk Douglas, un nuevo yo que convirtió en su primer y más rentable personaje. Luchó en la Segunda Guerra Mundial y empezó a acumular puntos para encarnar un ejemplo del “sueño americano”, el del pobre diablo que no tiene nada y termina en la cumbre. Sin quererlo su vida es uno de los mayores ejemplos de propaganda norteamericana posible, el ejemplo perfecto (y escaso) de que las palabras esculpidas en la base de la Estatua de la Libertad en su Nueva York natal pueden, a veces, ser ciertas. Su carrera en el cine fue tan importante como sus múltiples pulsos con Hollywood, que le encumbró, le enriqueció pero contra quien tuvo que luchas varias veces para poder sobrevivir con dignidad.

Los Douglas: hijo y padre, Michael y Kirk (la foto es de 2012)

Por el camino hubo de todo: películas, peleas, dos matrimonios, cuatro hijos (uno tan famoso como él o más, y otro fallecido), un nieto preso en la cárcel por tráfico de drogas, un infarto, un accidente de avión, históricas donaciones benéficas, varias articulaciones nuevas y un pulso contra el tiempo que todavía dura. Kirk Douglas es un luchador incansable, desde el principio. Él mismo reconoció, hace años, que sólo entiende una forma de vivir: luchando. Ese mismo espíritu es lo que le ha llevado a sobreponerse a todo. Como los boxeadores, pistoleros o soldados que interpretó en el cine. Siempre tipos duros, como él tuvo que ser para luchar contra el destino de la pobreza y su propio padre, todavía más cafre que él. Lo compensó con la madre de película que tuvo, que siempre le arropó y le cuidó mientras pudo. Su biografía está llena de guiños a su madre, una constante empática ante la dureza del resto.

Ayudó sobre todo a doblegar una industria clásica basada en los grandes estudios que él mismo contribuyó a enterrar mientras le sacaba el máximo partido. Luchó por los marginados como él, que conoció la pobreza como pocos lo han hecho en EEUU, la de aquella América pre-imperio mundial que era mucho más ingenua y menos mezquina que la que ahora ha puesto a su antítesis en la Casa Blanca. Su siglo está lleno de momentos de cambio y giro, de secuencias en las que realmente besó la lona para volver a levantarse. El mismo habitante de las mansiones de California tuvo que provocar un arresto policial para poder dormir bajo techo y no helarse en la calle. Tuvo ayudas puntuales, por ejemplo la de Lauren Bacall, que en 1946 convenció a un productor para que le diera una oportunidad en el que sería su primer filme de peso, ‘El extraño amor de Martha Ivers’.

Pero su primera “patada en la puerta” de Hollywood fue en 1949, cuando aprovechó su experiencia pugilística y su físico forjado a golpes para interpretar ‘El ídolo de barro’, un filme marginal sobre un boxeador que anticipó a Rocky en décadas. Tuvo una nominación al Oscar y fue un éxito. Ya entonces tenía un método propio: el personaje es el rey, se apodera de él, Kirk desaparece y surgen los roles que tiene que interpretar. Es una posesión completa. El mejor ejemplo son los boxeadores, los pistoleros, el Espartaco de Kubrick que le dio fuerzas para enfrentarse al Capitolio y obligar a los guionistas proscritos por comunistas (como Dalton Trumbo) a aparecer en los títulos de crédito. Fue una de las muchas veces que Douglas demostró que estaba hecho de otro material que el resto. No todos tenían la capacidad para rebelarse de esa forma contra la industria y el gobierno.

‘Espartaco’ y ‘Senderos de Gloria’, sus dos filmes con Stanley Kubrick

Dos ejemplos fueron las colaboraciones que hizo con Vincent Minelli y Stanley Kubrick a finales de los 50: primero la película legendaria que casi se lo lleva por delante, que no fue una de guantes de boxeo o balas, sino ‘El loco del pelo rojo’ (1956), donde literalmente terminó al borde de la locura propia. Y luego ‘Senderos de gloria’ (1957), que casi acaba con él por la complicada personalidad del director y la situación política en aquel momento. Es conocida la pelea física (con todas las de perder del pobre Stanley) durante el rodaje de este filme cuando el genio reescribió el guión sin consultar con nadie. En ambas Douglas exhibió el enorme talento que le caracterizó siempre, un buen actor neoyorquino educado en las tablas de interpretación de la Gran Manzana y que le permitió responder al desafío de dos directores exigentes. Y a pesar de que estaba convencido de que Kubrick era “un capullo”, luchó contra viento y marea para contratarle como director de Espartaco.

Y ese pulso continuo no desapareció ni siquiera con compañeros habituales como Burt Lancaster, con quien tuvo relaciones de respeto-desprecio como ha habido pocas: literalmente se “puteaban” el uno al otro e intentaban quedar por encima. Aún así hicieron siete películas juntos. A su lado creó parte de la leyenda del western en el cine, donde incluso superaba en habilidades físicas al resto (una vez más, esa forja de boxeador y luchador le benefició). Fue su gran oportunidad para hacer taquilla, caja y beneficio. Era un imán para los espectadores, que cuando no veían su nombre en el reparto preferían volver a verle a él en una película anterior. Ese éxito le permitió agarrar el martillo y la caja de clavos para el ataúd de Hollywood. Hay que intentar entender un detalle: la gran fábrica del cine no fue como es ahora, donde los actores y actrices pueden tener un gran poder de decisión.

Hubo un tiempo en el que firmaban contratos de esclavitud laboral que no soportarían la inspección de trabajo de ningún país. En ellos estaban obligados a hacer las películas que les ofrecieran, sin rechistar y con sueldos bastante más bajos de lo que se podría pensar. Mientras durara el éxito estarías arriba, como replicaras o llevaras la contraria te enterrarían en vida. Hollywood funcionaba entonces de manera parecida a una mafia. Quien se salía del guión era represaliado. Pero Kirk Douglas era distinto. No dudó ni un segundo en poner los pies dentro y fuera una y otra vez. Por ejemplo se negó a firmar los contratos de siete años habituales. Le intentaron meter en el congelador, pero era una estrella sin complejos, con el apoyo del público, así que fundó su productora Bryna (en honor a su madre) y trabajó para sí mismo.

Tres personajes icónicos en tres filmes históricos: ‘Ídolo de barro’, ‘El loco del pelo rojo’ y ‘Los vikingos’, que ayudaron a Kirk Douglas a asentarse como la estrella masculina de los 50 y 60

Fruto de aquella rebelión fue su amistad con otra centenaria, Olivia de Havilland, que fue un poco más lejos que Douglas: hundió en los tribunales a la Warner Brothers y propició que se anulara, a nivel federal, el sistema de contratos de actores, actrices e incluso directores. Resultado: Hollywood no volvería a ser el mismo, y en su funeral bailaron todos, especialmente Douglas, que hizo un uso exclusivo de su libertad creativa y del mismo instinto que le llevó a apostar por ‘Ídolo de barro’, Minelli, Billy Wilder, Kubrick o Dalton Trumbo, con el que tuvo quizás el mayor momento de solidaridad que se ha dado en Hollywood. El famoso final de la película, cuando todos los esclavos gritan “Yo soy Espartaco” para evitar que lo ajusticien, fue una idea compartida que necesitaba ver la luz. Era una forma de romper las cadenas del oscurantismo y la represión de las listas negras de la agobiante década conservadora que fueron los 50. Douglas se peleó con medio mundo para lograr que saliera adelante y que Trumbo firmara y dejara el anonimato proscrito.

Años más tarde, cuando ya anunciaba la longeva vejez, volvió a demostrar que era un tipo de fino olfato creativo: le regaló a su hijo Michael un bombón llamado ‘Alguien voló sobre el nido del cuco’, una obra de teatro de éxito que el vástago consiguió producir y llevar a lo más alto, porque le dio a Michael su primer Oscar con apenas 31 años, cuando era un secundario de ‘Las calles de San Francisco’. Fue el inicio de una carrera tan meteórica como la de su padre. Fue, por así decirlo, un acto de nepotismo bien calculado porque Michael Douglas ha demostrado ser un buen hijo de nivel para Kirk. Eso no quitó amargos golpes: perdió en 2004 a su hijo Eric Douglas cuando éste apenas tenía 46 años por una sobredosis, y su nieto Cameron salió hace un par de años de la cárcel por posesión y tráfico de drogas. Con 103 años cierra el telón un mito de los que ya no habrá más. Issur ha muerto.