Escapada al norte, a una ciudad que une cultura con el olor a salitre del mar como pocas.

Gijón es y no es. Una forma de ser, también una forma de no ser, de dejarse llevar. Una ciudad abierta al mar, que pareces haber visto un millón de veces en tantas otras. Es un puerto del norte, suena a muy visto. Suena a Bilbao, a San Sebastián, a La Coruña, incluso a Vigo. En el fondo, decían los marineros ingleses, todos los puertos se parecen, en todos huele a salitre, a barco humeante, a cajas amontonadas. En todos viven esos seres que dejan a las palomas, las ratas con alas, a la altura de un pequeño inconveniente. Las gaviotas son una forma superior de maldad, son blancas carroñeras, listas e intrépidas, que te miran desde las farolas, desde las cabeceras de las sillas, esperando a que te distraigas con las almendras o el maní y se lo puedan comer ellas. O un bocadillo inocente en manos de un niño todavía más ingenuo y que agarra sin agarrar, mira sin mirar, embebido en su mente blanda, hasta que una gaviota cruza la playa de San Lorenzo con el olfato de un halcón y se lleva el premio entre los lloros infantiles.

Gijón es un destino del norte como muchos otros: tiene un encanto que se debe en parte a ese frontal de cara al mar, a su antiguo rostro burgués y de la vieja época industrial. Fue una de las privilegiadas de tiempos anteriores, cuando tener industria era la máxima aspiración de un pueblo. No como ahora, que todos parecen querer vivir del sector servicios. ¿Quién construye? Gijón no, sólo vive de la inercia del motor industrial, pero vende muy cara su piel. Es una ciudad de gente abierta y que vive ensimismada en su puerto, en su pedacito de mar, en su vieja península donde Chillida hizo su escultura imposible frente a un viento todavía más imposible, el ‘Elogio del Horizonte’. Gijón es, y no es.

Un plan B: no hay dinero para Bilbao, ni para esa Donosti o Donostia o Sanse o como puñetas la quieran llamar; Avilés es rara, La Coruña queda lejos y Vigo sigue teniendo ese aroma a ciudad de obreros. Es perfecta para una escapada, perfecta para perderse, para divertirse, para callejear, para perderse, para encontrar decenas de librerías, para seguir los paso de Jovellanos, para apuntar hacia un mamotreto increíble de origen franquista pero que adopta una forma diferente en función de dónde se mire. La vieja Universidad Laboral, “la Laboral” para los nativos, a secas, es el pozo de raros lugares: desde fuera parece una copia más oscura de El Escorial; una vez que se cruza la gran puerta y se ven las obras de remodelación, tiene un raro aspecto que pareces haber visto antes. ¿Dónde será? Gijón es y no es, se parece y no: la entrada de La Laboral recuerda a el Louvre y su pirámide de acceso. Luego sales al gran patio y te parece estar en un rinconcito de Italia. Si se mira hacia la iglesia y la fachada del teatro, parece el centro de la península itálica, con ese deje barroco y renacentista a un tiempo; luego, si miras desde la iglesia hacia la entrada, el mismo patio parece un afrancesado ministerio parisino. Saltas, subes a la gran torre del reloj, y visto todo desde arriba, rememoras el Trinity College del viejo “Oxbridge” que ha marcado a fuego la memoria colectiva.

Otro lugar: los inmensos campos verdes salpicados de casas. Gijón siempre recuerda, una y otra vez, a otros sitios, pero nunca eres capaz de fijar en la memoria, en la cabeza, la verdadera identidad de la ciudad. Dicen que son más modernos, más abiertos, más progresistas, más vitalistas, que sus paisanos de Oviedo. Siempre es fácil definirse frente a otros; pero también es la peor manera. Es mejor definir a Gijón por lo positivo que la hace diferente: justo todo lo que he dicho, además de una promesa, la de que algún día ya no será el plan B, sino el A. Queda mucho por hacer, y parece que lo saben. Un lugar para volver, una y otra vez, para ver la evolución y, quizás, quedarse a vivir.