Los clásicos siempre ganan: especialmente en el mundo de las letras y si son del siglo XX. Noemí G. Sabugal, periodista y escritora, autora de ‘El asesinato de Sócrates’ y habitual de la Semana Negra de Gijón, analiza la figura de Dashiell Hammett, quizás el más comprometido y original de los escritores de serie negra.
Siempre es un buen momento para escribir algo sobre Hammett. No se necesitan excusas y este año que se cumple medio siglo de su muerte, aún menos. Hammett creó todo un universo para la novela negra, la diseñó tal y como aún hoy la conocemos. Lo que él hizo era algo nuevo, no se trataba del juego de Cluedo de la novela policíaca precedente -Christie y demás-, una especie de rompecabezas en el que finalmente todo encajaba según unas pistas más o menos lógicas. No. Nada encaja en las novelas de Hammett porque, aunque se resuelva el caso, el mundo que expone sigue sin hacerlo.
El juego de Hammett es distinto, mucho más sucio y oscuro: se trata de la realidad. Las obras de Hammett desnudan esa realidad, la denuncian, le dejan las vergüenzas al aire y sin embargo no son sus protagonistas ángeles de doradas alas que barren toda la basura donde le corresponde. Ellos también están metidos en este gran vertedero del mundo, la sociedad tal y como la hemos creado. Lo que Hammett nos tira a la cara -por si no nos habíamos dado cuenta- es que todos somos culpables de lo que ocurre y que participamos en ello directa o indirectamente. Incluso los detectives de Hammett -el agente sin nombre de la Continental, Sam Spade, Nick y Nora Charles- se alían con el mal si es necesario, son crueles incluso, pero siempre cumplen. Tipos manchados pero honestos, como su creador.
Fue Hammett quien mostró que la novela del crimen no debía quedarse en el salón de té, sino que debía echar un vistazo alrededor, ver qué encontraba. Y lo que halló, sin duda, es parte de la negrura de lo contado. Fue Hammett quien se esforzó en mostrar que la oscuridad estaba en todas partes, que nada diferenciaba al industrial o político corrupto del chulo de los bajos fondos, nada al asesino de la gran casa del que venía del arroyo. El mal, en definitiva, se extiende tan fácilmente como la gripe y es igual de común.
Él mismo era una muestra de esta ambivalencia que todos tenemos entre los dos polos: voluntario en las dos guerras mundiales, defensor del derecho del voto de los negros, firmante de una petición dirigida a Roosevelt para que se revocara el pacto de no intervención de los EEUU contra el golpe dado contra la II República española “para que aquellos que no aceptan ni el fascismo ni el nazismo tengan una oportunidad de luchar por sus vidas”; el que apoyó los programas de acogida de refugiados políticos y alzó la voz contra el despido de trabajadores estatales por su orientación ideológica. Y, a la vez, un borracho, un pésimo marido y un depredador sexual.
No hacen falta excusas para hablar de Hammett, decíamos. Y, si hicieran, podemos citar el descubrimiento hace sólo unos meses de quince relatos inéditos en un archivo de la Universidad de Texas o la publicación de los dos libros más recientes sobre nuestro amigo: Todos los casos de Sam Spade, editado por RBA, e Interrogatorios, de Errata Naturae. Si el primero nos trae, juntas en un solo volumen, las cuatro obras sobre el sarcástico Spade: los relatos Demasiados han vivido, Solo pueden colgarte una vez, Un tal Samuel Spade, además de extraordinaria El halcón maltés; el segundo es la edición inédita de los interrogatorios judiciales que sufrió por la caza de brujas en un Estados Unidos en plena paranoia contra el comunismo. Y, aunque este último libro no nos da un gran conocimiento sobre Hammett -no hay una extensa biografía, cartas, cosas así-, sí sirve para mostrarnos al gran tipo que fue. Un tipo leal con lo que creía.
Que el FBI le pisara los talones por su pertenencia al Partido Comunista y que al final fuera enviado a prisión por sus ideas no le hizo renunciar a ellas. Y pagó un alto precio, ya que el cobarde Hollywood, que tanto había sacado de su talento, le puso en la lista negra y dejó de contar con él, lo que le llevaría -junto con una deuda con la hacienda pública- a declararse insolvente. Tal era la monomanía de las autoridades estadounidenses hacia Hammett que las 278 páginas del archivo del escritor que tenía el FBI -completado durante más de 25 años- se cierran con el informe de un agente que llamó al cementerio para verificar su muerte. Así, al más puro estilo Gila.
Y, sin embargo, Hammett no perdió su cáustico sentido del humor ni aún en los peores momentos. Como cuando el célebre senador McCarthy le acosa por la presencia de sus novelas en las bibliotecas del Departamento de Estado (nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores), lo que conllevaría la posterior retirada de las mismas.
McCarthy: Le haré una pregunta más: señor Hammett, si usted estuviera gastando, como estamos haciendo nosotros, más de cien millones de dólares al año en un Programa de Información con la supuesta finalidad de combatir el comunismo, y si usted estuviera a cargo de ese programa para combatir el comunismo, ¿compraría las obras de unos setenta y cinco autores comunistas, las distribuiría por todo el mundo, con nuestro sello oficial de aprobación estampado en esas obras? ¿O prefiere no responder a la pregunta?
Hammett: Bueno, creo -por supuesto no lo sé- que si estuviera combatiendo el comunismo, no creo que dejara que la gente leyese libro alguno.
Pues eso, genial.