La osteoporosis es una condena de la vejez, o incluso antes, pero sobre todo es la consecuencia de que nuestros huesos se recubran con menos capas de calcio. La razón es sencilla: la agricultura nos hizo sedentarios, y a cambio de la civilización tuvimos huesos más frágiles.

Un reciente estudio a dos bandas, Europa y EEUU, en el que se analizaron los fósiles y la composición ósea de restos humanos demuestra que esa vinculación de progreso y dieta asegurada tuvo como resultado esqueletos más frágiles. Cuando se usa la palabra “frágil” hay que tener en cuenta que el hueso humano es una de las estructuras más resistentes que existen, pero que la diferencia está en cómo era cuando simplemente éramos humanos cazadores. En ese tiempo primitivo todo era más hostil y duro: corríamos, recibíamos golpes, resistíamos, luchábamos… Nuestra biología, y la propia evolución, respondieron al mayor estrés óseo: acumular más capas de calcio alrededor para fortalecerlos, de tal forma que éramos más pesados y con esqueletos más fuertes. Al cambiar de dieta y vivir en pueblos y ciudades la presión física se redujo, y por lo tanto la necesidad de acumular capas de calcio.

El estudio, publicado a principios de mes en Proceedings of the National Academy of Sciences, empezó en 2008 centrándose en Europa por una sencilla razón: los yacimientos están controlados, se sabe cuáles fueron las variaciones genéticas en estos miles de años y sobre todo Europa ha estado poblada de forma continuada durante mucho más tiempo. Es decir, que los cambios anatómicos son producto de la forma de vida más que a un cambio genético importante (casi todas las oleadas de migración sobre Europa han sido de pueblos indoeuropeos, con excepción de pequeñas bolsas residuales de otros orígenes). Al tener controlado el origen genético se puede aislar mejor el componente ambiental en las variaciones.

Los resultados son muy peculiares. En 33.000 años (el arco de tiempo que se ha utilizado para el análisis) la vida ha cambiado mucho, pasando de grupos de no más de 20 o 30 miembros que vagaban por una Europa salvaje poblada de grandes carnívoros e inmensos rebaños de herbívoros a ciudades gigantescas de más de 9 millones de personas. Ese cambio ha afectado a la alimentación de una manera peculiar: ahora somos más grandes y pesados, pero nuestros huesos son más finos y ligeros, justo lo contrario que hace 33.000 años, cuando éramos más bajitos, delgados pero con huesos más fuertes. En el análisis se centraron sobre todo en brazos y piernas, las extremidades cuyos huesos sufren mayores impactos y presión. También porque la diferencia de fuerza que necesitan las piernas (caminar, correr, saltar) es mayor que los brazos. De esa forma no sólo se comparaban épocas sino también el grado de uso de las piernas (es decir, si hacemos más ejercicio diario o no).

El resultado es asombroso: se detectaron diferencias incluso entre el Mesolítico (10.000 años de antigüedad) y la época romana. Es decir, que ya entonces, en un mundo que seguía siendo muy hostil y arbitrario, se había reducido el grosor. Los huesos de las piernas eran más ligeros y finos, pero no los de los brazos, lo que se explicaría porque el ciudadano romano (o los libertos, o los esclavos) seguían trabajando el campo de manera masiva. Pero cuando se compara con los restos de personas del siglo XIX y XX el salto ya es total: tanto los huesos de las piernas como de los brazos son más ligeros. Del estudio salió otra conclusión, esta vez sobre la gente que hace deporte: el grosor de los huesos entre un joven atleta y un humano del Paleolítico es casi la misma, es decir, que los jugadores de fútbol, baloncesto o tenis son anatómicamente más semejantes a un primitivo humano que huía de una manada de lobos hace 15.000 años que al resto.