Murió ayer pero la onda expansiva de la muerte de Oliver Sacks es tan grande que merece la pena esperarle: después de todo fue un buen ejemplo de esa Tercera Cultura que iluminará este siglo y los siguientes, la fusión de Ciencia y Artes.
Y por artes hay que incluir también las Humanidades, esa bruma difusa que unifica pensamiento filosófico y literatura que nos ilumina el camino del progreso, o de la expresión emocional. Oliver Sacks fue un buen ejemplo de esa fusión: como han dicho algunos, fue un científico medio pero un gran divulgador y escritor. Tuvo tiempo de despedirse: sabía que le quedaban meses de vida y lo comunicó en una larga carta publicada en el New York Times. Al final murió como deberíamos hacerlo todos: de viejos, sabiéndolo con tiempo y arreglando los asuntos antes de irse. Pero dejando atrás el morbo por la muerte, lo que hay que hacer en un buen obituario es celebrar la vida. Para los creyentes queda el consuelo de la fe resumido en un proverbio egipcio (luego se lo copiaron los cristianos descaradamente), “la muerte no es el final, es sólo el principio”.
Oliver Sacks fue un neurólogo destacado pero no de la élite, que sin embargo extendió su vida de forma natural hacia la literatura. Los saltos y puentes entre ciencia, letras y arte no suelen ser preparados, hay que tener cierta predisposición interna a hacerlos y Sacks llevaba dentro al escritor que creó ‘Despertares’, el célebre libro sobre su experiencia médica con pacientes catatónicos que luego sería adaptado al cine con Robert de Niro y Robin Williams. Fue mucho más famoso y tuvo más peso cultural en el mundo anglosajón que en el hispanohablante, pero eso no quita que este británico de nacimiento y norteamericano de adopción vital no tuviera influencia. Entre otros honores recibió la Orden del Imperio Británico en 2008 de manos de la reina Isabel de Inglaterra.
Sacks era londinense de origen pero desde 1965 vivió en Nueva York, y fue capaz de aplicar sus conocimientos científicos a la novela, con libros como el mencionado que inspiró ‘Despertares’ pero también ‘El hombre que confundió a su esposa con un sombrero’ y ‘La isla de los ciegos al color’, los dos inspirados en la neurología. Nacido en el seno de una familia judía británica muy conservadora, con cuatro hermanos, aprendió desde muy niño a amar la cultura y el conocimiento. La tradición judía ama tanto su religión como las letras, el pensamiento y la discusión, que forma parte de su propia identidad. Estaba casi predestinado. Su madre además fue de las primeras cirujanas que ejercieron en Inglaterra.
Oliver Sacks en la juventud de motero por California antes de regresar a Nueva York
Se libró de la Segunda Guerra Mundial por estar internado y fue después cuando se alejó de su religión para abrazar la ciencia y a sí mismo: al cumplir los 18 reconoció ser gay en una época en la que todavía era delito de cárcel o psiquiátrico, como le ocurrió a Alan Turing. Consecuencia: su propia madre le llamó “abominación” y deseó que no hubiera nacido. Fue la gota que colmó el vaso y le hizo abandonar la fe judía para ser él mismo y poder mirarse en el espejo. Siempre dijo que la religión tiene una capacidad inmensa para la intolerancia y la crueldad, algo que cimentó sus ideas por oposición. Frente a ese mundo Sacks se mostró siempre humano, cercano y conciliador, tolerante. Siempre tuvo un gesto para los que sufrían.
Abandonó Gran Bretaña a finales de los 50 para ejercer como médico en EEUU, donde encontró una sociedad mucho más abierta en muchos aspectos, más horizontal y donde hallaría el material humano para su vida paralela como escritor. Ejerció durante años en el Albert Einstein College of Medicine y el Beth Abraham Hospital pero dio muchas vueltas entre costa y costa. Precisamente su experiencia en este hospital con pacientes con encefalitis letárgica fue lo que le impulsó a escribir ‘Despertares’. Aunque el libro fue un éxito y le dio una nueva vida de fama y fortuna, nunca dejó de ejercer. Su profesión fue la fuente de la que manarían el resto de libros, muchos de ellos centrados en enfermedades neurológicas que él lanzaba al público convertidas en textos, como en el caso de ‘Un antropólogo en Marte’ sobre el síndrome de Tourette, el autismo, la esquizofrenia o la epilepsia.
Finalmente detalló lentamente su propia enfermedad como un último servicio a la causa de la Tercera Cultura, uniendo literatura y método científico y así poder dejar un último manuscrito que pudiera ayudar a otros.