Un artista que vive bajo vigilancia y sin poder salir de China, perseguido y vapuleado por un régimen autoritario que le teme y le maltrata a partes iguales.
A mediados de abril, en un teatro de Londres (Hampsted Theatre), un grupo de actores escenificó los 81 días en los que Ai Weiwei (1957) fue detenido, maltratado y forzado a confesar crímenes que no cometió por el régimen chino. Para darle más fuerza a la obra-alegato, se decidió que se emitiera online para que todo el mundo pudiera verla, también como un guiño al propio artista, vigilado y controlado en todo momento por el gobierno comunista de Pekín, que le considera un peligro público por sus continuas críticas y demandas de mayor libertad.
Hombre peculiar, mitad artista contemporáneo y mitad activista posmoderno, capaz de crear un “Gran Hermano” durante su arresto domiciliario para que todo el mundo pudiera ver cómo le trataban o de colgar en sucesivos post los nombres de los 5.000 muertos en el terremoto de Sichuán de 2008 por culpa de la mala construcción, a su vez derivada de la corrupción endémica que sacude China. Como él mismo dice en el documental sobre su obra y su lucha, “Trabajo como artista para resolver los problemas que la generación de mi padre no supo solucionar y para evitar que la de mi hijo tenga que luchar por ellos”.
Este reportaje cabalga pues entre dos mundos que, en China, se conectan entre sí, el del arte y la política, el del ansia de libertad y la lucha por conseguirla. Como consecuencia Ai Weiwei está en libertad condicional, tiene que hacer frente a una multa de 1,7 millones de euros por un crimen fiscal que no cometió y no puede salir del país porque no tiene pasaporte. El dinero lo conseguirá a través de donaciones de simpatizantes, amigos y del movimiento que genera su obra, que desde Londres a Alemania, EEUU y España ya traza el carisma de un artista contemporáneo que toca todos los palos: dibujo, escultura, instalaciones, videocreación o arquitectura, como atestigua su asesoramiento a Herzog & de Meuron para la construcción del estadio nacional Nido de Pájaro de las Olimpiadas de 2008. Porque Ai trabajó para el gobierno, sí, pero no por ello se calló. Igual que su padre, Ai Qing, el gran poeta chino a su vez represaliado por la Revolución Cultural de Mao cuando en China se castigaba a la gente por ser mayor y tener conocimientos.
En la obra de teatro de Howard Brenton queda muy claro el absurdo de un régimen que primero le encumbró y luego casi lo mata. A resultas de ese sube y baja quedó un artista que, a día de hoy, es el que mayor proyección internacional tiene (es decir, el más aceptado y querido en Occidente), aunque para muchos quizás es su lucha política la que le ha dado tanto poder en el oeste. El autor que en 2010 esparciera sobre el pavimento de la londinense Tate Modern cien millones de semillas de girasol elaboradas en porcelana como una forma de denunciar la alienación pero también el derecho a la individualidad frente a la masa (con lo que choca con la tradición asiática).
Ai Weiwei empezó ya mal: en 1981 el grupo artístico al que pertenecía, Xingxing, que promovía la experimentación y el individualismo (tabú en el régimen, porque el individuo piensa, no sigue órdenes). Con 22 años huyó a Nueva York, conoció el arte pop y el conceptualismo, vital en toda su carrera artística y que vertebra su forma de expresión. Regresó en 1990 y empezó su larga obra que culminaría en el estadio olímpico Nido de Pájaro. Sus esculturas, fotografías y performances grabadas se convirtieron en puro oro para el mercado del arte: la fama y la fortuna le llevaron a la Bienal de Venecia, al Documenta de Kassel y la Tate Modern. Volvió entonces a tener problemas con el régimen chino al usar su fama como un foco sobre los problemas del país.
Según el periodista, comisario de arte y crítico Javier Díaz Guardiola, se trata de un artista que unifica en su ser el respeto y conocimiento de la tradición china y la necesidad de individualidad y libertad actuales, un choque de trenes que también estructura la actualidad social de su país, a medio camino entre lo que se supone que debe ser China y en lo que, gobierne quien gobierne, va a transformarse. Ai Weiwei es minimalista, conceptualista y un reciclador incansable de sí mismo y de otras influencias, como Warhol y el arte pop o la visión de Duchamp. Su contacto con Occidente y el arte contemporáneo le convirtieron en un “bicho raro” capaz de expandirse a muchas disciplinas y aunar diferentes ideas en su obra. Pero sobre todo su arte se enhebra desde la lucha política, que de ser algo externo y tangencial se convierte en su trabajo en un elemento fundamental. Toda su carrera es un deseo y una llamada de atención continua sobre la libertad y las críticas a un mundo corrupto y absurdo. Una frase que apunta Guardiola del artista lo dice todo: “Es peligroso enfrentarse a las autoridades. Pero lo es más aún que nadie lo haga”.
Sunflower Seeds
En el CAAC de Sevilla expuso una versión reducida de su ‘Sunflower Seeds’ de 2009, cuando depositó cien millones de semillas de porcelana, iguales pero cada una diferente de las demás y obra de 1.600 artesanos tradicionales; en Sevilla “sólo” fueron tres millones. Que sean de girasol tiene un sentido peculiar, apunta Guardiola: es el fruto con el que en China simbolizaban a Mao, porque era sol y guía popular. Es decir, una forma conceptual de golpear al régimen chino. Esta obra fusiona mejor que ninguna ese pulso entre tradición y modernidad. ‘Descending Light’, uno de los farolillos ancestrales que en realidad es una lámpara que los imita, roja (por el régimen comunista) y que está caída en el suelo y agrietada, una forma de anunciar la caída de un sistema tiránico del rojo comunista a la realidad del suelo.
Como Mao, pero con el arte, Ai Weiwei pretende destruir el viejo mundo, pero mientras aquel tiranizaba él ironiza con piezas como Pillar 7 y 11, Bubble son ejemplos de ello. Y dando un paso más, algo que en China fue muy criticado, utilizó viejas piezas prehistóricas (que en realidad eran fakes hechos ex profeso) para destrozarlas y “tunearlas” de tal forma que, como dice Díaz Guardiola, “critica el cinismo por la preocupación por la desaparición de un único ejemplar, cuando a diario el sistema destruye cientos, sino que pone el acento sobre su precio en el mercado”. La otra gran obra que ha sido mil veces fotografiada y reproducida es ‘El fantasma de Gu bajando de la montaña’, una instalación escultórica compuesta por 96 vasijas (95 después de que el visitante rompiera una) y que reproducen de forma fragmentada una misma imagen que obliga al espectador a moverse alrededor del todo para fusionar las partes. De esta forma cae de nuevo en su propia temática: el todo fragmentado en piezas solitarias que luchan por hacerse visibles al ser vistas como un todo.
En resumen, Ai Weiwei oscila siempre en torno a la dualidad tradición-modernidad, todo-partes, colectividad-individualidad, visibilidad y lucha política por tener más libertad, la cual a su vez es indispensable para poder crecer y mejorar. Un artista y activista en los que una dimensión y otra van de la mano, se confunden. Mientras en Europa y EEUU el activismo político en democracia es más crítica del sistema desde posiciones a veces muy propias de un burgués, aquí tenemos a un gran Buda paciente y luchador que usa el arte como arma, es decir, la inteligencia. Un artista a tener en cuenta, quizás el más visible pero también sólo la punta del iceberg de un gigante de mil millones y pico de almas que lucha por ser otra cosa, si su gobierno autoritario se lo permite.
El pulso con el gobierno chino
Hablar de Ai Weiwei es imposible sin su dimensión política, más responsable, comprometida y casi suicida que la de cualquier otro artista contemporáneo de Occidente, donde la democracia hace que los actos de rebeldía sean más estéticos que éticos. Y como casi todo en China, con una doble dimensión: el arte es usado por el régimen como una carta amable con la que jugar en el panorama internacional, pero cuando el arte se le rebela lo convierte en una diana de sus iras. El ejemplo está en que Weiwei fue asesor de la construcción del estadio nacional de Pekín para los Juegos Olímpicos, el Nido de Pájaro (en la foto superior); trabajó al servicio del régimen pero en cuanto abrió la boca para denunciar situaciones le cayó encima el puño de la represión silenciosa que se ejerce en China. Su pesadilla empezó en la pasada década, cuando criticó abiertamente la falta de libertades y los malos trabajos de construcción popular y pública en el país. En 2009 tuvo que ser operado de urgencia después de que la Policía le golpeara en la cabeza por denunciar el derrumbe masivo de escuelas en el terremoto de Sichuan por su construcción con materiales de mala calidad.
Arremetió contra la corrupción del Partido Comunista Chino y las autoridades le metieron en el saco de activistas. Sin embargo su fama, su reputación y carrera artística le libraron de ser directamente tirado en un barracón en un campo de trabajos forzados. A cambio le encerraron en casa sine die cuando se enteró de que el régimen quería derribar su estudio de trabajo. Eso fue en 2010. Organizó una cena con otros artistas y el castigo fue convertir su casa en una jaula mientras él veía volar el millón de dólares que había costado su estudio, en gran medido financiado por la venta de obras y por trabajos para el propio régimen. En abril de 2011 desapareció, detenido por agentes del gobierno, y reapareció el 22 de junio de ese año bajo fianza y acusado de evasión de impuestos. No sólo no se acobardó, sino que utilizó Twitter y su red de amigos para denunciar lo que había sufrido y visto en las cárceles chinas.
El documental sobre su vida, ‘Weiwei never sorry’
‘Ai Weiwei: Never sorry’ es un documental de 2012 escrito y dirigido por Alyson Klayman alrededor de la figura del artista y activista chino al que ya pocas cosas, salvo quizás una paliza en un callejón, le puede hacer ya el gobierno chino. El documental narra detalladamente el periplo personal del artista como crítico de un régimen que une comunismo y capitalismo para crear una dictadura moderna corrupta y que le ha perseguido, detenido, acusado falsamente y controlado de todas las formas imaginables. El documental gira a su alrededor, pero él siempre aparece como una persona ajena, con testimonios de amigos y colaboradores. El documental, que recibió el premio especial de Sundance en 2012, sigue los pasos del artista antes de su detención, cuando Klayman le conoció alrededor de los Juegos Olímpicos de 2008, le presenta en la instalación de su obra en Munich y la famosa exposición de los cien millones de pipas de porcelana en la Tate Modern de Kondres. Por la pantalla desfilan todos los que pueden hablar de él con conocimiento de causa, desde su madre hasta el galerista de Nueva York que se fijó en su obra por primera vez, y no se autocensura a la hora de hablar de por qué Ai Weiwei está en su actual situación: sus críticas al gobierno por la corrupción y cómo el pueblo paga las consecuencias. El documental es el gran testimonio audiovisual del artista, especialmente escandalizado por los efectos del terremoto de Sichuan, el principio de su particular guerra contra su propio gobierno.