El tópico habla de una ciudad permisiva con toques de lujuria; la realidad responde con una ciudad-girasol que vive buscando el sol y donde todo es más bohemio y amable de lo que parece. Ofrecemos un viaje diferente, vivido a través de los ojos de una viajera observadora
FOTOS: El Corso / Gobierno de Países Bajos
Nada mejor que un tópico para arruinar una ciudad. Y nada más útil que la luminosa realidad para tumbar los falsos mitos que le han caído como un rosario de perlas a la ciudad más populosa de los Países Bajos, Amsterdam, tipificada como la Meca del sexo consentido, la prostitución legalizada, el consumo de drogas abierto y la juerga sin fin. Ya no cuela. O por lo menos el tópico cae ante una realidad que gira alrededor del Sol: los ciudadanos de Amsterdam adoran la luz, castigados como están por escamotearle el cielo la tan adorada luz que en otros países como España está asegurada y por triplicado. Hay dos Amsterdam: la del invierno, de cielos de plomo, con la humanidad refugiada en el caótico pastel de casas, donde todo es plata, gris marengo y ausencia. Y la de la primavera cíclica y el verano; entonces el Sol asoma y los holandeses se echan a la calle para llenar cada barcaza de los canales, cada terracita, cada calle, cada rincón, para poder recibir la luz y vivirla al máximo. Así es como la define nuestra viajera anónima, que ejerce de ojos y juez de Amsterdam en estas líneas.
Cuando algo escasea se adora como una leyenda, y los ciudadanos de Amsterdam idolatran al dios-sol. Ejemplo, un chiste muy popular: “¿Qué tal te fue el verano?”. Respuesta: “Pues no sé, ese fin de semana no estuve”. El verano es un suspiro que hay que aprovechar al máximo, y el resto del año un invierno brumoso alargado. Y todos viven obsesionados con la meteorología: la obsesión nacional en la que todo el mundo tiene la app en los móviles para saber cuándo llueve, dónde llueve, cuál será el pico de intensidad y así poder elegir el mejor momento para salir. Una ciudad y un país que vive mirando al cielo una y otra vez antes de cualquier movimiento. Una de las razones, quizás, sea que ir en bici por la vida cuando el suelo es una pista de patinaje obliga a ser un obseso del clima. Una ciudad sobre dos ruedas, donde todo se explica a golpe de pedal y paraguas a la espera de la luz.
Creen que es una jungla de lujuria y perversión y “en realidad es una ciudad estética y hermosa, y la gente es muy amable, no es lo que se creen. La vida es sencilla… no es la sensación de una gran ciudad” dice la viajera-guía por la ciudad de los canales, que apunta hacia esa leyenda. Es cierto, existe el Barrio Rojo, y los coffe-shop, pero la realidad se retuerce tras algunos cambios de leyes. Para empezar los extranjeros ya no pueden comprar en los coffe-shop, y en Amsterdam la prostitución está regulada, de tal forma que el poder final se desplaza hacia ellas más que hacia ellos.
Cuenta una viajera que ha acudido a la ciudad cuando es gris plata invernal y cuando el sol reluce en el cielo, y que es nuestra particular guía, que aparentemente, por lo que el ojo viajero puede intuir y pensar al otro lado de los cristales, es que ellas negocian y ellas eligen, y que tras los escaparates donde bailan y se exhiben ante las calles debe de existir una organización que no se ve pero se intuye. En el Barrio Rojo, varias calles concretas que están bien delimitadas, las casas son también expositores de carne humana que tiene cierto control sobre la situación. Familias de turistas pasean por las calles “porque es un sitio al que hay que ir si estás en Amsterdam, al menos una vez, como el Museo Van Gogh o los canales”; las familias se mezclan con hombres mucho más discretos que esperan, pacientemente, a que el nubarrón de turistas se esfume para poder dar el paso, negociar y entrar.
Las dos realidades distorsionadas de Amsterdam: coffe shops y el Barrio Rojo
Amsterdam impresiona sobre todo por un perfecto caos ordenado, la sensación de antigüedad bohemia que se une a la uniformidad estética de siglos de acumulación de casas que se sostienen unas a otras mientras el tiempo las curva. Unidas todas por la base, pero cuanto más viejas son, más achaques parecen tener: algunas se inclinan hacia la izquierda, otras hacia la derecha, y otras hacia delante. Cada una hacia un sector, levemente, pero lo justo para darle una sensación extraña.
“Pero Amsterdam es rematadamente hermosa, como pocas, no da la sensación de ser una gran ciudad como Londres, París o Madrid, donde los edificios son altos y majestuosos. Es preciosa sin poseer esa magnificencia, y todo gira alrededor de los canales y los puentes” relata la viajera, que repite varias veces la impresión personal de que la ciudad entera es como un girasol ante la luz. Cuando sale el astro las calles se llenan de gente que abarrota las terrazas de las calles, porque cada rayo de Sol debe aprovecharse. Se añora lo que no se tiene, y Países Bajos es un país de tonos grises donde aman y adoran la luz, esa presencia que es la reina en toda la pintura flamenca. Por su falta.
Vista general de la ciudad
Es una ciudad tranquila, limpia y ordenada donde todo lo tiranizan las bicicletas. “La gente que gobierna las ciudades en Holanda es la gente que monta en bici”. Los peatones y los coches viven esquivando a los ciclistas, que son los que marcan el movimiento y la pauta, la parte alta de la peculiar cadena trófica. Los demás, a verlas venir. “La sensación de caos viene del poder de las bicicletas, porque están por todas partes, y al final siempre estás evitando gente”. Quizás el “aire despistado” lo dé el gran poder de las dos ruedas, algo que se contrapone al tono monocromático desde el punto de vista estético de Amsterdam, donde destacan dos o tres edificios por su diferencia (la biblioteca, la catedral, los museos y la gran plaza pasto de los turistas).
El resto parece encerrado en un frasco esencial con la etiqueta “holandés 100%” que alimenta el mito de las casas de fachadas estrechas y de diferentes tonos, siempre pastel que van desde el blanco crema hasta el color teja, el marrón o el caoba; edificios que van directos a la retina y donde la estrechez es tal que muchas tienen un gran gancho en la parte alta porque hacer una mudanza por el interior es un imposible. Holanda es pequeña, y las ciudades aprovechan hasta el último metro cuadrado. Y la altura y ancho va en función del dinero de la gente que construyó la casa: poco dinero, casa baja y estrecha, más dinero, más plantas y un poco de ensanche.
El “King’s Day” en Amsterdam: toda la ciudad se echa a la calle y los canales
Pero el tono monocromático termina en la arquitectura: la gente es diferente. “En meses no he visto en este país una pelea, supongo que habrá de todo, pero hay que buscarlo para encontrarlo”. Una ciudad donde la seguridad y la limpieza son constantes, y sobre todo donde el mestizaje es continuo: holandesas rubias junto a asiáticos, gente de padre alemán y madre latinoamericana, turcos, africanos, y decenas de holandeses que son mestizos de mestizos, desde Yakarta a Surinam pasando por los polder de toda la vida de la costa. Una mezcolanza completa. “Son amables, educados, te ayudan por la calle si tienes problemas… y esa sensación continua de que allí todo es diferente, que la gente es abierta culturalmente. Y allí todo el mundo habla inglés, saben que deben abrirse a los demás porque son un país pequeño”.
Esa sensación de apertura y tolerancia es común a toda Holanda, pero luego hay detalles que se escapan, como el relativo éxito (todavía menor) de un partido político anti musulmán y del creciente hastío de una parte del electorado con los inmigrantes. Algo muy holandés, pero que destaca en Amsterdam, mucho más europea que cualquiera, y donde el efecto capital-oasis que marca también a Londres o Berlín se repite una vez más en los canales donde en el día del rey (King’s Day internacional) aparecen decenas de barcazas, propias o alquiladas, donde la gente se reúne para la fiesta alrededor de birras y música al tiempo que la nave se desliza lentamente por la maraña de agua. Viva el sol, viva Amsterdam cuando lo tiene.
Imprescindibles de Amsterdam
Aparte de lo obvio, la vida urbana alrededor de los canales y el arte del callejeo, Amsterdam tiene una serie de puntos imprescindibles que el viajero no debe evitar. Desde luego el primero es el grupo de museos: el Rijksmuseum (frente al cual está el célebre eslogan “I am Amsterdam” frente al que todo el mundo se hace una foto, o sobre él, o bajo él), el Stedelijk Museum y el Museum het Rembrandthuis, esto es, la casa musealizada del mayor artista del país, Rembrandt; aunque la competencia de Van Gogh es dura gracias a su propio museo, con la mayor colección de pinturas de Van Gogh. También existe una sucursal del Museo Madame Tussaud (original de Londres) en Amsterdam, además del Filmmuseum, uno de los mejores museos dedicados al cine de Europa. Dentro de los espacios también es imprescindible la Casa Ana Frank, lugar de peregrinaje en la ciudad que es la verdadera casa de la cronista improvisada y trágica de la persecución de los judíos en Holanda por los nazis.
Fuera aparecen lugares peculiares como el Concertgebouw, la fábrica de Heineken que es quizás un punto donde siempre hay gente, como peregrinos hacia los botellines verdes, el Hortus Botanicus (uno de los jardines botánicos más antiguos del mundo, que data de 1660 y que cuenta en su colección la planta de café de la que se sacó el esqueje para las plantaciones de América), y otro punto verde, el Mercado de las Flores, lo cual en Holanda tiene cierta lógica. Surge con fuerza la gran plaza Dam, el corazón urbano donde se apelotona el pasado: el Palacio Real y una de las tres grandes iglesias de la ciudad, la Nieuwe Kerk. Aparte están la Oude Kerk (siglo XIV), y la Westerkerk, el punto de visión más imponente de Amsterdam. Y por supuesto el Barrio Rojo (obvio) y el otro gran cuadrado abierto, el Leidseplein, alrededor del cual aparecen bares, teatros, restaurantes y puntos de artistas callejeros.
Plaza del Dam
La Westerkerk
La postal perfecta: bicis y canales