El de la playa de La Llana fue su primer romance con esa arena fina, ese azul intenso, horizonte limpio con esas olas suaves, agua de agradable temperatura, limpio de hoteles, vacío de barcos, lleno de sueños.

Por Angélica Corral (texto y fotos)

La primera vez que vio el mar no había cumplido los trece años, pero no fue lo que esperaba, ni lo que había visto por televisión, ni tampoco en las postales que le enviaba cada verano su amiga del alma. Siempre había relacionado el mar con el calor y aquel día de primavera hacia frío, estaba nublado y la playa era de esas artificiales con un paseo marítimo ence­mentado de los que roban sin clemencia lo que no es suyo. Era el Mediterráneo de la costa malagueña donde, por casualidades del destino, nunca volvió.

Sí vio otros medite­rráneos, ya más crecidita, en días de sol y calor, con cielos azules y olas más parecidas a las de las postales de su amiga. Su primer baño en condiciones se lo dio en el mar Menor, del que le moles­ taba únicamente su horizonte cerrado. En días claros se adivinaba sin mucho esfuerzo la barrera de hoteles de La Manga, que también visitó para encontrarse con un mar abierto y movido, éste ya sin horizonte, de un azul más intenso y con algo más de profundidad que la playa de San Javier, la que está más cerca de la base aérea.

La barrera de hoteles de La Manga ponía freno a su imaginación por eso buscó hasta que encontró la playa de La Llana, rayando casi con Alicante, a la que había que acceder caminando entre du­nas al menos quince minutos largos. Fue su primer roman­ce con esas olas suaves, esa agua de agradable tempera­tura, esa arena fina, ese azul intenso, ese horizonte limpio de hoteles, vacío de barcos, lleno de sueños. El amor duró catorce años, el tiem­po que sus padres tardaron en cambiar el Renault 5 sin cinturones y un viaje de más de siete horas por un Megane y vacaciones en un balneario medicinal a menos de dos horas de casa. Pero entonces, tras más de dos décadas en­ganchada a la calidez medite­rránea, probó otros destinos y volvió a enamorarse.

Lo hizo del Cantábri­co verde jade un día lluvioso de julio con bandera roja en un pueblo del norte de España. Lo hizo de las aguas cristalinas y tranquilas de las calas de la costa gallega de O Grove; de las color caribeño de la isla pontevedresa de Ons, de las celestes en la de Arousa; de las aguas géli­das de Aveiro, centelleantes como diamantes un día de sol, siniestras y espumosas un día de temporal, pero siempre, siempre gélidas; lo hizo del mar de la costa portuguesa del Algarve o de la playa do Salgado, junto al pueblo luso de Nazaré. Filtreó, tonteó, probó y a la postre se quedó con el Atlán­tico gaditano, con ese mar inmenso que acaricia o bate una costa que por suerte aun conserva sitios vírgenes, tan vírgenes como su mirada la primera vez que vio el mar.

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