Padre de la monumental ‘Akira’, de la película homónima, revolucionario del cómic japonés y flamante Gran Premio del Festival de Angulema; el autor que lo cambió todo, ambicioso y dispuesto a darle un giro al manga para que no volviera a ser el mismo jamás.
IMÁGENES: Wikimedia Commons / Tokyo Movie Shinsha / Katusuhiro Otomo
El manga japonés ha tenido muchos genios creadores, pero para los occidentales que devoran sus creaciones como si fueran caramelos hay tres maestros: Osamu Tezuka, Hayao Miyazaki y Katsuhiro Otomo. Los dos primeros fueron pilares de la posguerra, nacidos antes de la caída del imperio japonés en la Segunda Guerra Mundial, si bien Miyazaki alcanzaría la plenitud casi en paralelo a Otomo, que, para quien todavía no lo sepa, es el padre de ese monstruo intercultural llamado ‘Akira’. Es imposible entender la adicción occidental por el manga (ya es el primer mercado directo de las editoriales japonesas, por delante incluso del pozo sin fondo del mercado nipón) sin concebir aquel manga de finales de los años 80 y la película revolucionaria del mismo nombre. Toda una generación (incluyendo al que suscribe) se sintió subyugada por aquella mezcla de distopía, violencia, religión y filosofía budista de fondo de ‘Akira’ (1988), que reventó las puertas entre civilizaciones con aquel duelo nocturno entre moteros y la frase “Neo-Tokio está a punto de explotar”.
En enero pasado Otomo fue galardonado con el Gran Premio del Festival de Angulema, un honor pionero para un japonés. Es a medida de su proyección en Occidente: el mayor festival europeo, el templo donde se ha acunado todo el talento del viejo mundo en el cómic, desde Hergé a Hugo Pratt pasando por los nuevos valores españoles, abierto de par en par para él. Después de todo Occidente le debe a Katsuhiro Otomo dos bien grandes: la primera, fue decisivo para introducir el manga y su versión en pantalla, el anime, definitivamente en la cultura popular occidental. La segunda deuda es con su inmenso talento y haber contribuido, junto con Miyazaki, a darle una modernidad definitiva al cómic japonés y convertirlo en, quizás, el más ambicioso argumentalmente junto con el europeo. Otomo ya recibió la Orden de Caballero de Las Letras de Francia en 2005. Es además el primer japonés que lo consigue. Antes sólo Akira Toriyama (creador de Dragon Ball) había recibido un premio parecido, el Especial en 2012, bajo una catarata de críticas. Compitió nada menos que con otro monstruo, Alan Moore (guionista de ‘Watchmen’ y ‘V de Vendetta’).
La carrera de Otomo ha estado ligada siempre a dos obras gráficas primordiales (y casi únicas), ‘Domu’ (‘Pesadillas’) y ‘Akira’. La primera anticipó a la segunda, casi en una continuación expandida del universo de violencia, caos social y distopía futurista que son las marcas de fábrica de Otomo. ‘Domu’ (1980-1981) une a un anciano con Etsuko, una niña con poderes extransensoriales, todo en un bloque de apartamentos que recuerda al que fue hogar de Otomo en su juventud y donde se une criminalidad con parasicología. Esta historia corta, junto con muchas otras escritas para diversas publicaciones dieron espacio y respeto a Otomo en el gremio, el suficiente para abrir camino a su segunda y definitiva obra.
En ‘Akira’ el autor sintetizó todo lo anterior y lo expandió: el manga japonés de los 70 (sucio, realista, excesivo y crítico) terminó engarzado con su capacidad para fusionar la ciencia-ficción de Stanley Kubrick y el legado de ‘Easy Rider’. ‘Akira’ se desarrolla en Neo-Tokio en el año 2030, una nueva ciudad de posguerra nuclear, empobrecida, ultraviolenta y donde la corrupción campa a sus anchas. En medio de ese ambiente surge Akira, el mito de un niño cobaya que recuerda a un Buda artificial y depositario de una energía divina que lee cómo funciona el universo y lo maneja. Las sectas religiosas que crecen al calor de la pobreza y la violencia lo usan como un fantasma contra el orden establecido, como un icono para la resurrección de Japón tras el desastre.
Otomo se convertía así en un icono de ese otro cómic japonés tan diferente a la mezcla de fantasía infantilizada y sexualizada, hiperviolencia y planos imposibles que son ya comunes. Se distanció también de Miyazaki, imbuido de su particular forma de creación, mezcla de ecologismo, esperanza, humanismo, feminismo encubierto y transmisión de valores positivos que le ha convertido en otro faro cultural. Frente a la necesaria y justificada bondad de Miyazaki (‘El viaje de Chihiro’, ‘La princesa Mononoke’ o ‘Mi vecino Totoro’ son tres buenos ejemplos) estaba el reverso tenebrista y desasosegante de Otomo. Tal fue él éxito de su proyecto que retrasó el final de la serie de manga para poder hacer la película, que tiene un final y un desarrollo diferente al del cómic. ‘Akira’ es un mundo que conectó a la primera con Occidente: a fin de cuentas bebe de muchas fuentes que nosotros consideramos propias. Se trata de una historia ciberpunk mezclada con religiosidad oriental: algo así como una versión todavía más siniestra de ‘Blade Runner’ sin su gusto esteticista.
Otomo y su gran creación, ‘Akira’
Otomo dio rienda suelta a sus ideas: drogas, violencia, crimen, fanatismo religioso, paro, una sociedad rota y bajo el peso de un gobierno despótico. En la película todo gira en torno a tres puntos: por un lado la sombra de Akira, el niño-dios, y el tándem Kaneda-Tetsuo, dos jóvenes sin estudios ni futuro y miembros de la banda de motoristas The Capsules. El primero es fuerte, decidido y experimentado. El segundo siempre es un segundón, introvertido y débil que vive a la sombra del primero. Durante un enfrentamiento con la banda rival de los Clowns Tetsuo casi atropella a un niño con todo el aspecto que correspondería a un anciano. En realidad es parte de un experimento militar, una cobaya humana fallida. Los militares secuestran a Tetsuo y experimentan con él, ya que ha visto al niño-anciano y no pueden dejarle libre. Tetsuo se convierte en otro niño-dios, pero no está mentalmente preparado para sumir tanto poder y se convierte en un problema, un ser vengativo y demente incapaz de controlarse y que conecta con Akira, el único acierto de los experimentos. En paralelo Kaneda intenta encontrarle.
Aquí es donde Otomo se separó de su propio manga, ya que centra toda su atención en Tetsuo. En el manga (culminado dos años después del filme, en 1990) hay mucho más espacio para personajes como Nezu, Kay y Ryu, líderes de la resistencia contra el gobierno militar. Se explica mucho mejor el personaje de Akira, que fue en realidad el causante de la explosión que destruyó el antiguo Tokio al alcanzar la categoría de divinidad por los experimentos y su poder psíquico. Ese poder busca Tetsuo, adorado como un nuevo dios en el manga, y en el camino se enfrenta a Kaneda, al gobierno e inicia su autodestrucción. El cuerpo de Akira, criogenizado, está bajo el estadio olímpico que también sirve de escenario final de la película. Al ser liberados los pedazos restantes Akira regresa con todo su poder. La separación entre ambos caminos se debe al desfase de tiempo que utilizó Otomo, que dio prioridad a la película frente al cómic.
‘Akira’: la revolución del anime sobre una moto roja
‘Akira’ cambió muchas cosas en el anime japonés. Para empezar la apariencia asiática de los personajes. En el manga y anime desde tiempo atrás los personajes siempre parecían occidentales, de grandes ojos claros y una fisonomía que nada tiene que ver con el biotipo japonés. Osamu Tezuka influyó mucho a la hora de crear este tipo de perfiles. Pero con Otomo eso ya no sería así: la película muestra personajes de rasgos mucho más cercanos a los nipones, desde el color del pelo a las expresiones. También hubo un antes y un después a la hora del doblaje: ‘Akira’ fue la primera en la que la forma de moverse la boca se ajustaba a la dicción del guión original. Todavía hoy se hace lo de siempre: en animación hay cuatro movimientos para la boca, y por ahí pasa todo el diálogo. Aquí fue al revés: Otomo, director de la película, decidió adaptar el dibujo al texto, no al revés. Otomo aumentó el presupuesto para darle mayor calidad y detalle. Todavía hoy es el anime más prolífico en pequeños detalles que se haya hecho.
El presupuesto para realizar la película se disparó tanto que hubo que tirar de coproducción: nació el “Comité Akira”, fusión temporal de los estudios y productoras más fuertes de Japón en aquel momento: Kodansha, Mainichi Broadcasting System, Bandai, Hakuhodo, Toho, Tokyo Movie Shinsha, Laserdisc Corporation y Sumitomo Corporation. Al final Otomo acumulo más de 160.000 fragmentos de celuloide para poder completar el filme, donde incluso se permitió el lujo de experimentar con el sonido no pregrabado: el ruido de la legendaria moto roja de Kaneda es una mezcla del motor de un caza con el de una Harley-Davidson. Y como colofón, la banda sonora de Shoji Yamashiro, que todavía hoy retumba en la memoria de muchos, con los tambores japoneses que acompañan a la primera carrera en la moto roja extensible de Kaneda para enseñar al espectador Neo-Tokio.
Las tres influencias de Katsuhiro Otomo
Resumir una vida siempre es complicado. La de Otomo no es una excepción, pero se le puede constreñir levemente con tres puntos vitales que le cambiaron la vida y empujaron a hacer lo que hizo: primero, su juventud coincidió con los turbulentos años 70 de Japón, cuando entraba en crisis el modelo de desarrollismo de posguerra y se fraguaba el país industrial de los 80 y en crisis lánguida de los 90. Segundo: la influencia que tuvo en él el cine occidental de aquella época, desde ‘Easy rider’ a Stanley Kubrick o la ciencia-ficción distópica en auge gracias a escritores como Philip K. Dick. Tercero: otra influencia más, la del cómic noir americano y europeo, así como la producción manga de los estudios Mushi y Toei Doga, o de autores como el mencionado maestro Osamu Tezuka. Todo esto define a Otomo, nacido en 1954 en la prefectura de Miyagi, dibujante, guionista, director de anime y figura cultural japonesa de primer orden, formado e influenciado por la civilización asiática y occidental a partes iguales y embudo creativo que supo darle otra vuelta de tuerca más mientras Miyazaki hacia lo propio desde Studio Ghibli.
Su debut fue en 1973 (con apenas 19 años) con ‘Jyu-seï’ (‘A gun report’), y desde entonces hizo historias cortas para hacerse un hueco en el competitivo mundo editorial japonés. Su primer paso a lo grande fue ‘Domu’ (‘Pesadillas’) entre 1980 y 1982, anticipo virulento de ‘Akira’ con el que ganó el SF Grand Prix a la mejor obra de ciencia-ficción si bien el trasfondo es el terror psicológico donde ya aparecían dos de las fuentes de las que bebería Akira: violencia social y parasicología. Nada más terminar la publicación de ‘Domu’ empezó con ‘Akira’, más de 2.000 páginas que le llevaría el resto de la década de los 80 que le llevaría, además, a ser también guionista y director de anime (traslación en animación del manga). Fue él quien dirigió en 1988 (antes de terminar el propio manga) la versión de animación, una auténtica patada en la puerta de Occidente. Después de ‘Akira’ Otomo no se ha prodigado mucho, quizás por el enorme peso de esas dos creaciones de los 80. Se convirtió en director de animación (firmó ‘Steamboy’ en 2005, por ejemplo) y guionista por cuenta ajena, en ilustrador y diseñador gráfico. Como si ya hubiera hecho por el manga todo lo que podía hacer.