Más de 30 ediciones, más de 30 oportunidades para la novela negra, una fiesta literaria como hay pocas y la misma sensación de alegría por su existencia, pero también la tristeza porque su futuro sigue siendo incierto. Vaya por delante nuestra admiración por el festival que más honor hace a la dimensión de lo festivo; sin embargo, el futuro se acerca y a pesar del éxito de convocatoria, no es despejado.
Entregar el Premio Hammett en la Semana Negra es uno de los puntos culminantes. Este año lo ganó David Llorente con ‘Madrid: frontera’, saludado por todos como uno de los grandes listones de calidad de esta edición y de este año. Un novelón con mucho recorrido y muchas esperanzas. Es una buena noticia para el género y para una fiesta que convierte a Gijón en una paradoja: un festival literario centrado en la novela negra (pero con anexos que van desde la poesía a la novela histórica o el fotoperiodismo) que discurre en paralelo a una gran feria popular que incluye stands de comida, noria, puestos de librerías, asociaciones cívicas o incluso partidos políticos y sindicatos. Y que este año tuvo más de 130 autores entre presentaciones, lecturas y colaboraciones. Un lujo que no se da en ningún otro lugar de España salvo en la Feria del Libro, que mueve más gente, pero quizás no tiene el espíritu ácrata y festivo que impregna la Semana Negra. Ese espíritu de que lo de Gijón es diferente.
Un festival que nació con los libros y que vive por y para ellos, por encima de una carcasa festiva que es el añadido expansivo y que en su momento fue la forma de diferenciarse del resto, pero también de sacar rédito económico. No obstante, no es suficiente. Como muchos otros eventos culturales, depende de las subvenciones públicas, que apuntalan un evento que a su vez genera una fiesta en la que todos parecen ganar. Al menos en apariencia, si bien un conocido escritor madrileño que estuvo durante el homenaje al fallecido poeta asturiano Ángel González dejó colgando una frase característica del evento: “Hay mucha gente, pero no veo a nadie con libros en las manos”. La Semana Negra es un milagro, y debe aguantar todo lo que pueda, pero también debe entender que los dos mundos, el cultural y el festivo, sólo se rozan, no se apuntalan.
La Semana Negra creció lo suficiente durante las dos décadas siguientes como para convertirse en un destino para muchos autores y editores. No obstante, los patrocinios privados escasean (la Ley de Mecenazgo no termina de llegar nunca, para mal de todos), la excesiva dependencia del dinero público ha permitido que algunos gobiernos locales o autonómicos en el pasado y el presente hicieran pequeñas vendettas ideológicas jugando con las subvenciones… Pero luego está la otra parte, que asegura que el ayuntamiento tiene menos fondos a repartir entre más y que las presiones, incluso desde partidos de izquierda, para volcar los fondos municipales en asuntos sociales. También está el largo pulso por un impago en el que el Ministerio de Hacienda anda por medio, una combinación terrible que casi hiere de muerte a la Semana Negra. Y que muy probablemente ha dañado su futuro. El problema es que es una audiencia fiel que, por mucho que crezca, nunca lo hará tanto como la avalancha humana que deambula por los puestos de la feria. Una vez más, todo el ímpetu de la gente del festival no puede con la dejadez de una sociedad que vive de espaldas a los libros.
El gran problema es que no hay transvase entre la masa de ciudadanos de Gijón y el festival literario: se crean dinámicas en las que los mismos repiten una y otra vez, que arrastran a más gente, por supuesto, porque la Semana Negra es como un imán, pero no crea suficiente audiencia cultural como para que se pudiera crear un fondo comercial que permitiera a los organizadores, con Ángel de la Calle a la cabeza, desarrollar el festival sin problemas. Y ahí está la clave: España no lee, España no gasta en libros, a España la cultura le da igual. Incluso hay desprecio por ella, y eso no lo salva ni las élites de un lado u otro. Si es que quedan lados reales, porque todas las ideologías terminan por crear el mismo cerco alrededor de los que piensan con libertad. Y contra los que escriben todavía más.
En un país que no ama los libros y que no lee es un milagro que siga en pie el festival, que haya sido capaz de crear imagen de marca. Tiene aún algo de artesanal, de comunidad selecta (incluso familiar y por lo tanto algo cerrada, aunque se mueva entre España y Latinoamérica) que se celebra a sí misma y que rompe gracias a que ha sido capaz de atraer a mucha gente. Los vínculos con el periodismo son una de las grandes claves de la supervivencia del festival, capaz de crear una ola de información estable antes y durante la Semana Negra. Un buen principio para una idea: abandonar ese limbo artesanal y apostarlo todo por la independencia económica. Porque por desgracia los vaivenes políticos en Gijón y Asturias pueden terminar por pasarle factura. “Hay que aguantar dos o tres años más” dijo una escritora y crítica literaria, dando a entender que las elecciones locales a la vista serían la solución.
Otros festivales tienen mucha organización: basta pensar en BCNegra o en Getafe Negro. Pero tienen una cosa que no tiene la fiesta gijonesa: es Madrid (y su lustroso foro urbano, caldo de cultivo de cientos de historias del género) y es Barcelona, las cunas de la tradición popular del género negro en este país. La maquinaria de siempre. Es vital que la Semana Negra sobreviva, para que la cultura literaria no sea dos dinamos centrales y el resto periferias. Gijón es la veterana, la fiesta que nació de forma casi espontánea, con una fuerza brutal y que la diferencia es ser flexible y abierta, no ser una vía de tren de raíles predeterminados. Eso tiene un precio que parecen pagar con gusto. Pero no les asegura el futuro.
No obstante, y es una opinión, quizás un cambio hacia una organización independiente económicamente sea su horizonte, sin ayudas públicas que, aunque puedan ser bien intencionadas en un principio (siempre hay que dar el beneficio de la duda al ayuntamiento gijonés, la diana contra la que todos disparan, porque no habría peor vendetta que negar subvención alguna) terminan por lastrar un evento que podría ser mucho más de lo que es. Para eso habría que rediseñarlo, darle una nueva vida, distinta, quizás reseteándolo. Pero entonces perdería justo lo que hace a la Semana Negra diferente, en palabras de otra escritora leonesa presente: es fiesta, es falta de corsés, el caldo de cultivo de la literatura. El resto son añadidos.
Los ganadores de los premios de este año: de izquierda a derecha, Miguel Barrero, Sofía Rhei, José María Espinar y David Llorente
Y quién mejor que su fundador, Paco Ignacio Taibo II, un mexicano universal, para definir el concepto de lo que es la Semana Negra, y que reproducimos literalmente:
“Hace veinticinco años parecía que el mundo era inmenso, incomprensible, bipolar y relativamente sencillo dentro de su complejidad. La literatura era el único material sólido que permitía ahondar en ese laberinto. Nosotros, aquellos nosotros, estábamos inventando un festival de nuevo tipo. Eso era lo único que sabíamos, el nombre: de nuevo tipo. O sea, que se podía mezclar. ¿Qué? Todo. Aprendíamos haciendo.
La fiesta y la cultura no estaban reñidas. Se podía montar una especie de Disneylandia para niños trotskistas siempre y cuando tuviera una sólida columna vertebral. La literatura de género se había vuelto el refugio de la literatura, a punto de desvanecerse en una curiosa fusión entre el experimentalismo formal y Vogue. La vanguardia había muerto. ¡Viva la retaguardia!, aquel lugar donde nos ocultábamos para poder ver mejor, observar más, contar mejor. ¿Y cabe el circo? Cabe. Todo era una extraña mezcla de filosofía ecléctica y amor por el detalle práctico y minúsculo. Aprendíamos de los decorados de Hollywood y de la estética del polar francés, de Mayakovsky, Brecht, Hikmet y de la space-opera. No andábamos muy descaminados.
Éramos irreverentes porque no teníamos academia. Y porque la reverencia, ese acto de arrodillarse para subir la escalera del sistema, no se nos daba bien. Y éramos muy de izquierdas en el viejo sentido de reivindicar la contaminación de lo social en todas las esquinas de la vida cotidiana. Decíamos cosas maravillosas, como «tenemos que hacer un festival donde las ancianitas progres se sientan como en casa y los adolescentes inteligentes se sientan fuera de ella».
Lo mismo recogíamos jabón para una epidemia de sarna en Cuba, que reivindicábamos a un escritor español al que nadie quería (excepto una docena escasa de lectores); simultáneamente comprábamos camellos para los saharauis y le dábamos oxígeno a un escritor al que Hollywood estaba estrangulando por la vía de ofrecerle casa en las colinas y robarle el alma.
En Gijón llovía. Casi siempre llovía. Agua y críticas desaforadas, absurdas, roñosas, pedestres, neandertales, que para poco servían excepto para repletarnos de energía, también roñosa y maligna. Mientras tanto, lidiábamos con el descubrimiento de las grandes ciudades como ejes narrativos, como habían explicado mal Cela y bien Carlos Fuentes. Redescubríamos y discutíamos la perestroika y hacíamos sesiones de baile de salón con maestros de tango. Poníamos sobre la mesa la crítica paralela al fundamentalismo y al imperio. Reivindicábamos el cómic como un arte narrativo, y la ciencia ficción como el nuevo espejo de Alicia que devolvía la mirada realista gracias a la fantasía.
Éramos conscientemente efímeros y estábamos convencidos de que la eternidad es un sueño fascista. Y nos divertíamos mucho. Y nos seguimos divirtiendo. Contra viento y marea. Contra presupuesto y censura. Contra ortodoxia y banalidad. Contra moda y presión mercantil. Fuimos el refugio de todos los autores perseguidos, de periodistas heréticos, de todos los experimentos de género, de todos los lectores insatisfechos, de varios defenestrados por la industria editorial; dimos casa y hogar a más de un millar de escritores. Mostramos que igualdad y fraternidad y, sobre todo, libertad, no murieron con la Revolución francesa. Fuimos y somos la isla a la que acudieron los náufragos. Y reunimos tanto talento, que hoy, al paso de los años, asusta”.
Premios de la Semana Negra 2017
Premio Dashiel Hammett a la mejor novela de género negro
‘Madrid: frontera’ (David Llorente)
Premio Memorial Silverio Cañada a la mejor primera novela de género negro
‘El peso del alma’ (José María Espinar)
Premio Rodolfo Walsh a la mejor obra de no ficción de género negro
‘La tinta del calamar’ (Miguel Barrero)
Premio Espartaco a la mejor novela histórica
‘El impresor de Venecia’ (Javier Azpeitia)
Premio Celsius a la mejor novela de ciencia ficción y fantasía
‘Róndola’ (Sofía Rhei)