Centenario de la escuela revolucionaria que cambió la concepción del arte moderno, desde la arquitectura al diseño industrial, la escultura o la tipografía. La Escuela de la Bauhaus (1919-1933) sembró la modernidad actual, con la paradoja de que hoy tiene incluso más vigencia que cuando nació.
IMÁGENES: Wikimedia Commons / Bauhaus Dessau – Imagen de portada: Sede de Dessau de la Bauhaus
“Arquitectos, pintores, escultores: todos tenemos que convertirnos de nuevo en artesanos… la actividad del artista es sólo una versión más intensa de la actividad del artesano”. Con esta frase intentó Gropius, fundador y motor inicial, resumir el espíritu y la ideología interna de la Escuela de la Bauhaus, fundada el 1 de abril de 1919 y de la que se cumplieron 100 años el mes pasado. Como todos vivimos de excusas, bien vale ésta para esclarecer, comprender y determinar el verdadero alcance de aquella corriente estética que modernizó la visión global de la arquitectura y el arte en el siglo XX. Lo hicieron además mediante la pedagogía: más que movimiento artístico al uso de las Vanguardias, fueron un centro de estudio, enseñanza y desarrollo pedagógico que incubó a varias generaciones de futuros creadores que cambiarían todo a partir de sus tres centros consecutivos en Weimar, Dessau y Berlín. El experimento duró hasta 1933, cuando los nazis aplicaron el rodillo ideológico y destruyeron la escuela.
Sobre todo fue un experimento, brillante y pionero, que duró más de lo que muchos creyeron, y que quiso invertirlo todo. Para empezar por su propio nombre: en alemán el concepto “construir una casa” se define como ‘hausbau’; los fundadores decidieron invertirlo para representar desde lo más simbólico la necesidad de cambiarlo todo para mejorarlo, de darle la vuelta al devenir del arte. De ahí emanó el ‘Bauhaus’. No sólo era una tarea de inversión de términos, también de recuperación del legado anterior. La escuela fue un intento deliberado de arte democrático, colaborativo y racionalista, surgido de la fusión de la Academia del Arte con la Escuela de Artes Aplicadas, una experiencia fundada en el principio de la colaboración fluida entre maestros y alumnos con el fin de desarrollar teorías y prácticas más avanzadas. Pretendía la unidad cultural completa como base de la civilización moderna. Para eso abrazó el funcionalismo como una de sus señas de identidad: todo tenía que ser puro, claro, funcional y sencillo para que fuera útil y aplicable. La belleza por la función.
‘Wassily Chair’ (Marcel Breuer)
Aquella escuela, además de con Gropius (que coordinó el ‘Manifiesto Bauhaus’ en 1923), brilló con la luz de Mies van der Rohe, Van Doesburg, Schlemmer, Feininger, Mondrian, Klee (que escribiría ‘Bosquejos pedagógicos’ en 1925 para la escuela), Kandinsky o Moholy-Nagy o Albers. Todos ellos estuvieron vinculados como profesores o directores, aportaron textos, teorías, ideas, que engrosaron el corpus racionalista de la Bauhaus, que tuvo siempre el doble mérito de querer recuperar el modo artesano en el arte y aplicar además un racionalismo puro en el que encajarían muy bien los arquitectos y pintores como Kandinsky. Éste Kandinsky aceptó enseñar pintura en 1922 en la Bauhaus, e imparte teoría de la forma, diseño analítico y el célebre curso preliminar y dirige el taller de pintura mural; será fiel hasta 1933, año del cierre definitivo. En esos años ayuda a la escuela y a su carrera al completar su “teoría de la forma”, que hilvanará por escrito en ‘Punto y línea sobre plano’ en 1926, dentro de la bibliografía propia de la Bauhaus.
Kandinsky fue uno más de la larga lista de colaboradores y maestros artesanos que pasaron por la escuela; cada uno de ellos aportaba su visión y conocimiento, la experiencia, transformando las clases en talleres que abarcaban casi todas las áreas: escultura, forja de metales, carpintería, pintura mural, cerámica, tipografía, textil, diseño gráfico, fotografía, teatro… En una primera fase (1919-1925) la escuela ocupa un edificio en Weimar a la espera de que terminar la nueva construcción de Gropius en Dessau; allí se trasladan en 1925, pero en 1928 el fundador abandona la dirección, que años más tarde terminará en manos de Mies van der Rohe, el gran arquitecto del siglo XX. Los nazis acusan a la institución de subversión, que se disuelve en 1933. Parte de la misma recalaría en EEUU, en la Bauhaus de Chicago (desde 1937), dirigida por Moholy-Nagy, que se había enrolado como profesor en 1922. Uno más de una larga lista que ya molestó desde el principio.
Para entender el devenir, y sobre todo el final, de la Bauhaus hay que comprender lo que supuso su irrupción en una Alemania derrotada, caótica y amargada, a las puertas de una posguerra demencial marcada por el resquemor del Tratado de Versalles, el racismo, el antisemitismo y el ajuste de cuentas de una sociedad que se creía la cúspide humana y que en los años 20 sucumbiría a la ruina y la barbarie. En Weimar, capital de la nueva y efímera república alemana, temblaron cuando observaron aquella peregrinación de profesores y alumnos que permitían a las mujeres estudiar y que incluso reclutaban extranjeros. El arte, siempre sospechoso de izquierdismo y subversión del orden tradicional, era un problema en aquella Alemania conservadora. En realidad el viejo imperio siempre había sido muy conservador, pero ahora ya no contaba ni con la gloria ni la industria superior que les había dado lustre. Frente al miedo, la ilusión; los fundadores y alumnos querían crear “la nueva estructura del futuro, que un día se elevará hacia las alturas”. No había límites. El cataclismo absoluto de la Gran Guerra había hecho tabla rasa y allí estaba la Bauhaus para construir el nuevo futuro.
De aquella hace muchos años. Un siglo casi, aunque el verdadero empuje de la Bauhaus, y la forja de su particular leyenda artística, correspondería al periodo de 1922 a 1928, cuando consiguieron asentar incluso el simbolismo de la propia escuela. Hoy todos recuerdan la casa-fábrica de Dessau, pero en realidad durante muchos años ocuparon en Weimar un elegante edificio art-nouveau donde repetían a grandes rasgos las herencias del artesano centroeuropeo de la mencionada Escuela de Artes Aplicadas fundada en la ciudad el siglo anterior. Al no estar atada a un genio o dos con sus visiones revolucionarias (al estilo del surrealismo), la Bauhaus tuvo que madurar para ejercer una presión y cambio reales en el arte. Es más, casi podríamos decir que es hoy, en 2019, cuando más fuerza tiene el legado de la Bauhaus, en un mundo donde muchos de sus ideales ya se han cumplido o son factibles. Basta echar un vistazo al arte hoy para entenderlo, desde la nueva arquitectura a esa ‘Tercera Cultura’ que intenta fusionar ciencia, tecnología y arte en un solo corpus. Algo que ya intentaron en la Bauhaus y que no entendieron sus contemporáneos.
‘Ballet triádico’ (Oskar Schlemmer, 1926)
En 1925 estaban ya en Weimar muy cansados del ir y venir continuos de artistas, ideólogos y visionarios. La presión política y social de una región particularmente conservadora y tradicional empujaron a Gropius y compañía hacia Dessau, primera etapa de un largo viaje de peregrinación que les llevaría incluso a Chicago años después, cuando la Bauhaus ya era una ruina humeante. Fue allí, en el corazón industrial alemán, donde más sentido tuvo la escuela, lejos ya de esa otra Alemania ruralizada que apenas había cambiado desde el siglo XVIII. Cerca de la escuela, ya moderna y con ese aspecto de fábrica que la hacía tan diferente, se construyeron los bloques de apartamentos donde vivieron los jefes y profesores. Sólo hay que imaginar cómo serían los cafés vespertinos entre Kandinsky, Klee, Gropius o Albers para darse cuenta de la mina de oro cultural que tenía Alemania, y que fue lapidada por el fascismo. En 1932, con la sede de Dessau cerrada por el ayuntamiento ante la presión nazi, emigró por segunda vez a Berlín, a un viejo edificio de la telefónica donde apenas aguantó nueve meses. La victoria nazi en 1933 finiquitó su existencia.
El exilio fue una extirpación brutal de talento. Alemania nunca se ha recuperado de aquella tormenta, nunca ha vuelto a brillar culturalmente como entonces. Y probablemente no lo hará más. La Bauhaus, como aquel París de la locura de las Vanguardias, fue producto de un ecosistema humano muy concreto; una vez alteradas las circunstancias no se repite el resultado ni con todo el tesón posible. Irónicamente la marcha al exilio permitió a la Bauhaus desperdigar sus ideales por todo el mundo, desde EEUU y Brasil a China. Especialmente fuerte fue en el primero, donde el urbanismo norteamericano encontró en la Bauhaus un aliado perfecto para su futurismo rampante. Europa era territorio ya trillado e inamovible, pero Norteamérica era una tierra abierta y casi virgen para la arquitectura: Moholy-Nagy se convirtió en jefe en Chicago con grandes resultados urbanísticos, mientras que Gropius repitió éxito docente en la Universidad de Yale, cuya influencia podemos ver incluso en arquitectos como Norman Foster, que siempre ha señalado a la Bauhaus como fuente de conocimiento e inspiración.
Y esa expansión alcanzó incluso al diseño industrial. Pongamos un ejemplo: Apple. Quizás el iPhone sea un buen ejemplo del leitmotiv de la Bauhaus, donde la forma obedece a la sencillez de uso, la accesibilidad y la solución de problemas, donde la pureza formal bebe del uso que le dará luego el individuo. Lo que hoy nos parece lógico y evidente entonces era una revolución. Es muy posible que las obsesiones estéticas de Steve Jobs provengan de esa misma enseñanza, heredada de forma generacional en la posguerra y que se expandieron por EEUU a partir de los exiliados. También hoy, en Alemania, los lander, ayuntamientos y ministerios federales rinden homenaje correctivo y reparador: los perseguidos y denostados hoy son un orgullo. También hoy existe en Dessau una institución parecida, la Bauhaus Dessau, una fundación que existe en paralelo al Bauhaus Museum de Weimar, y en la capital federal está en obras de ampliación el Bauhaus-Archiv. La Universidad de Weimar incluso se cambió el nombre añadiendo Bauhaus para dejar claro que son los herederos de aquella escuela cuyos valores son más modernos que nunca: cambiar y recalibrar para encontrar nuevas soluciones a desafíos igual de nuevos. Nada es fijo o estanco, todo cambia.
Logo de la Bauhaus (Schlemmer, 1922)
La manía persecutoria del nazismo contra la Bauhaus
Los nazis despreciaban todo aquello que no entendían o que no comulgaba con sus delirantes ideas y creencias. Una ideología capaz de la cuadratura del círculo y considerar rivales (y por lo tanto enemigos a exterminar) desde los Evangelios a la Bauhaus, en las antípodas de casi todo. Casi desde el principio fueron un objetivo a eliminar: la presión fue constante, y creciente, hasta el punto de definirles como “arte degenerado”. La pureza simbólica y funcional de la Bauhaus (líneas geométricas, espacios limpios, luz diáfana, la función como base de todo) no tenía consideraciones ideológicas, a no ser que los nazis apuntaran a las ideas de los profesores y alumnos. Para ellos la escuela era un nido de subversivos de todo tipo que sólo podía contaminar Alemania. Lo más siniestro y truculento es que muchos de ellos consiguieron incluso seguir trabajando con el nazismo, porque como bien apuntaba la propia escuela, ellos sólo crearon arte funcional moderno que no tenía ideología por sí mismo. O quizás sí: era una institución democrática, colaborativa. Quizás ése era el principal peligro que intuyeron los nazis, que aplastaron todo lo que se les puso delante, la cultura alemana incluida, que jamás se recuperaría de aquellos años.
Gropius, el visionario fundador
Nacido en 1883, fallecido en 1969, fue arquitecto y veterano de las horribles trincheras de la Primera Guerra Mundial, donde bajo el sufrimiento, el horror y el caos, fantaseó como una revolución pedagógica y transformadora. Uno de sus mantras explicaría muy bien la Bauhaus: “La forma sigue a la función”, es decir, la estética del arte debía basarse en el uso que se le daba al objeto o espacio en sí. Una piedra de base perfecta para lo que hoy es el diseño industrial. Gropius estaba marcado por su tradición familiar: hijo y nieto de arquitectos, siguió el mismo camino desde el principio, cuando trabajó en Munich junto a Peter Behrens antes de la Gran Guerra, donde ya se le vinculó con la arquitectura industrial, su gran obsesión profesional. Su primera gran obra, definitoria y que sería el chispazo inicial de la Bauhaus posterior, fue el edificio de la fábrica de Fagus en Alfeld: espacios abiertos, techos y paredes acristaladas que maximizaban la luz, geometría aplicada en el diseño. Después aplicaría esos mismos conceptos a la construcción de viviendas, marcando una línea de trabajo que hoy es ya casi omnipresente. En 1934 marchó al exilio, primero a Gran Bretaña, para luego emigrar a EEUU antes incluso de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Enseñó en Harvard, institución a partir de la cual crearía en la posguerra el TAC, formado por un grupo de jóvenes arquitectos bajo su magisterio, inculcando en ellos los valores de la Bauhaus.
‘En blanco II’ (Kandinsky, 1923)
Tipografía Bauhaus