Betelgeuse es una gigante roja de temperatura superficial relativamente baja de la constelación de Orión que en los últimos 50 años ha disminuido de brillo muy deprisa, candidata a una supernova “inminente” en términos astronómicos y a la que ya le pronostican un funeral en forma de supernova.

Lo más importante: está a 643 años luz, a suficiente distancia como para que la futura supernova de este monstruo inmenso hinchado durante cientos de miles de años porque está en su fase final como estrella. Según los cálculos astronómicos, cualquier suceso de este tipo que se encontrara a menos de 60 o 50 años luz podría suponer un problema para la Tierra, por lo que estamos relativamente seguros, aunque de producirse esa supernova (uno de los fenómenos físicos de mayor tensión y productividad energética y material) podríamos incluso verla a simple vista una vez la luz de la explosión llegara a la Tierra. Otro tema serían los materiales liberados al espacio en todas direcciones y que podrían llegar al Sistema Solar, pero no antes de seis millones de años en el futuro.

Durante semanas se ha especulado con una inminente supernova, pero en realidad hay que redimensionar distancias y tiempos: está demasiado lejos como para que nos afecte de forma inmediata, media y determinante; y una estrella no genera esa tensión con rapidez a escala humana, sino astronómica. El cálculo más catastrófico habla de que en 100.000 años podría llegar el final: para la Humanidad es casi toda su historia biológica como Homo Sapiens, pero para el Universo es un periodo de tiempo muy corto. Los más atrevidos aseguran que es inminente y que antes de 2100 podríamos asistir a esa gran explosión.

Betelgeuse ha agotado su combustible de hidrógeno y ha pasado a la fase de sobredimensión que genera las supergigantes rojas, aunque su naturaleza como “pulsante” implica que ha pasado por anteriores fases de crecimiento y reducción de su masa. Actualmente es 600 veces más grande que el Sol, con un diámetro de 1,5 millones de km (el de la Tierra es de 12.742 km), una temperatura superficial de 3.000 grados Kelvin (más de 2.700º C, muy baja comparado con el millón de grados de la corona solar de nuestra estrella) y una forma cambiante: además de reducir un 15% su tamaño en varias décadas, ha adoptado una forma ovalada, puede que por tensiones internas o externas.

Uno de los síntomas más claros de su muerte cercana es que se ha oscurecido progresivamente desde hace 50 años de observaciones monitorizadas, y la sospecha es que está rodeada ya de una gran nebulosa de polvo y materiales que la propia estrella ha expulsado. Ese polvo cegaría gran parte de su brillo, y apunta a un futuro nada halagüeño, ya que es la fase previa al final. De producirse hoy mismo la supernova nuestros descendientes verían una gran luz en el cielo comparable a la Luna llena, visible tanto de día como de noche, como tener un segundo Sol. Y no sería efímero, perduraría durante meses y alteraría a la fauna nocturna y los ciclos naturales.