El museo madrileño ha buscado sitio para uno de los mayores creadores artísticos, y de los más difíciles de encasillar o encuadrar, del siglo XX, Balthus. Una de las exposiciones del año en España.
Imagen de portada: ‘La partida de naipes’ (1948)
La retrospectiva sobre Balthus (19 de febrero – 26 de mayo), quizás una de las citas más importantes en cuanto a exhibición de arte en los próximos doce meses, organizada por el Thyssen junto a la Fondation Beyeler en Riehen / Basilea con el fin de traer al público español las claves del artista de nombre real Balthasar Klossowski de Rola (1908-2001), reducido a un apodo derivado y que fue uno de los grandes maestros del siglo XX. La muestra reúne obras clave de todas las etapas de su carrera desde la década de 1920. Tan particular en su estilo que es difícil etiquetarlo correctamente, porque como todo gran creador que se precie, hizo varios saltos estéticos pero mantuvo siempre una firma inconfundible.
Vanguardista de primera línea, tan adorado como denostado en muchos círculos, bebió del pasado (Caravaggio, Courbet, Poussin, Piero della Francesca) y de su propio tiempo de ruptura y revolución artística. Porque lo primero que hay que aprender de Balthus es que mientras el resto avanzaba en un sentido, él iba por otro. Único e individual en su creación. Pocas épocas son tan inestables y creativas como esa primera mitad del siglo XX en la que Balthus se definió como artista, una libertad total creativa que le definió toda su vida. No se dejó atrapar nunca por nada ni por nadie.
‘The Mountain’ (1936-37)
Dos ejemplos: en su obra hubo siempre una mezcla muy personal, una imagen a veces incluso naïf que no era tal, sino producto de su necesidad de expresarse de otras formas, que le entroncó con movimientos como la Neue Sachlichketi o incluso la tradición de la ilustración literaria. Por definirle de una manera “popular”, Balthus fue el primer posmoderno cuando la propia modernidad todavía estaba fraguándose. Una aparente contradicción que no es tal: simplemente fue más allá que el resto. Todo esto tiene mucho que ver con lo que es su verdadero corpus artístico, llevándole la contraria a todos, desde la expresión a la temática (mezclando inocencia y erotismo, un tema cada vez más tabú en este siglo y que le ha dado problemas con la corrección política a muchos museos).
Balthus creó una vía personal de arte figurativo (no abstracto o deconstructivo, como muchos otros en su tiempo) totalmente diferente al resto; si el lugar común dice que todo artista que triunfa es aquel que consigue hacer de su estilo un sello inconfundible, con él llegó el mejor ejemplo de esta idea. Las etiquetas no le cabían a Balthus: su estética pictórica era de formas perfectas y delimitadas, una figuración directa que recuerda a los antiguos pintores pero que se aleja por completo de ellos al mismo tiempo, porque fue capaz de calzar el surrealismo dentro de ese lenguaje. Era la contradicción deliberada hecha arte: imágenes simples cargadas de elementos oníricos y eróticos.
‘The Golden Fruit’ (1958)
‘Thérèse’ (1938)