Año 1980, la editorial Bom­piani publica un libro de 533 páginas con el registro mun­dial ISBN 88-452-0705-6 con el título ‘Il nome della rosa’; empezaba la vida de todo un clásico capaz de fusionar géneros y recuperar otros.

Pasarían dos años antes de que Ricardo Pochtar tradujera para Lumen su versión en español. Para entonces la marea del éxi­to de la novela preferida por los menores de 40 años en toda Europa ya era una realidad que luego se convertiría, en 1986, en una película de Jean-Jacques Annaud, con Sean Connery en plena madurez y un todavía adolescente Christian Slater. Que tendría incluso una segunda vida en forma de videojuego primitivo y legendario para el mundo del ocio electrónico (‘Asesinato en la Abadía’), una adaptación teatral que fue vista en el Teatro Apolo de Madrid (con Juan José Ballesta como Adso de Melk y Juan Fernández como Guillermo de Baskerville, dirigida y adaptada por Garbi Losada y José Antonio Vitoria) e incluso una existencia más en forma de serie de televisión. La obra pudo verse hasta el 30 de marzo pasado.

Es una más de las muchas vidas paralelas que ha tenido la que es, quizás, una de las mejores novelas que hayan salido de Europa en mucho tiempo, no tanto por su calidad literaria trascendental (que la tiene) sino por su impacto cultural, popular e incluso formal, ya que gracias a esta obra de Umberto Eco, a la sazón uno de los mejores filósofos del lenguaje vivos, renació el gusto popular por la novela negra y la histórica, que fueron fusionadas con acierto en este texto de más de 500 páginas en las que Eco, en ocasiones, es incapaz de reprimir al filósofo que lleva dentro (por ejemplo con la discusión entre los jerarcas eclesiásticos y los franciscanos, donde la narración se hace densa, intelectual y se aleja del argumento novelesco).

Sean Connery, el eterno Guillermo de Baskerville en la memoria visual de los lectores

Una novela clave para entender el auge de la literatura histórica en Euro­pa y todo lo relacionado con el simbolismo religioso que muchos años más tarde alguien mucho menos capacitado (Dan Brown) recogió, a su manera, para sus novelas. Por poner un ejemplo conocido por todos. Porque si el plano y mediocre Dan Brown le debe algo a alguien, sin duda ése es Umberto Eco, que no ha alcanzado la gloria del Parnaso como otros pero que esculpió a golpe de tecla su nombre en la literatura oc­cidental. También Eco le debe más de una vida del gato a su obra a Jean Jacques Annaud, que adaptó en 1986 la novela al cine y le dio una forma visual y física que se ha acrecentado con los años. Sean Connery como Guillermo de Baskerville y un jovencísimo Christian Slater como Adso de Melk dieron buena cuenta de una novela que relanzó a Annaud, a Connery y que logró nada menos que 16 premios internacionales. Contó además con actores sólidos como Michael Lonsdale, F. Murray Abraham o Ron Perlman (Salvatore). Pero sobre todo, creó una imagen clásica: puede cambiar Adso de cara, pero Baskerville siempre será Sean Connery.

Ambientada en un monasterio perdido del norte de Italia en pleno siglo XIV, la novela cuenta la investigación del franciscano fray Guillermo de Baskerville, acompañado de su pupilo Adso de Melk, a par­tir de una serie de terribles ase­sinatos que tienen un final ya épico y famoso. Sólo un detalle para quien no haya leído la no­vela: háganlo, y si no, es mejor que no sigan leyendo. Nunca se mezclaron con tanta clase filo­sofía, liberalismo, género negro e historia; Eco, ese semiótico con alma de cuentista, perpetró un auténtico “homenaje literario” a escritores como Borges, Arthur Conan Doyle, la lista entera de escolásticos y buena parte del alma del Renacimiento que su país, Italia, construiría un siglo después. Treinta años de éxito, de fieles lectores que le siguie­ron luego en ‘El péndulo de Foucoult’ y ‘Baudolino’, otras dos novelas que se sumergen en el mismo ambiente pero con re­sultado desigual (inconmensurablemente densa la primera, pura aventura fantástica la segunda).

Portadas El nombre de la rosa

La portada original, la nueva y el cartel de la película de 1986

No ha vuelto mister Eco a hacer algo como ‘El nombre de la rosa’, con esa finezza absoluta en las palabras y el lenguaje, jamás nadie supo fusionar el desarrollo teológico y filosófico con la novela poli­cíaca. Fue el hombre que bajó del púlpito el intelectualismo y lo democratizó para todos en forma literaria, para bien, o para mal. Brutal, tanto como para impactar a toda una gene­ración y parte de la siguiente. Ese Salvatore desfigurado que introduce las herejías idealistas que luego degenerarían en el protestantismo, el pulso entre el enfermizo catolicismo oficial y el subterráneo, más auténtico y liberal que ninguno. Y en el eje de todo, un libro perdido que no existió: el segundo li­bro de la Poética de Aristóte­les, centrada en la comedia, y que al ser leído por los monjes les inducía a una risa sin fin. Era el humor lo que les mata­ba, pues cuanto más reían más leían… y hasta aquí puede leer, para dejar de fondo la clave de todo.

Palpita subterránea toda la teoría escolástica de Guiller­mo de Ockham, filósofo clave de la Baja Edad Media que dio los primeros pasos hacia el ra­cionalismo empírico de los si­glos XVI y XVII, y que sirvió de germen a Eco para crear al personaje de Guillermo de Baskerville, que toma a su vez el apellido de una célebre no­vela iniciática de Conan-Doyle y conserva la nacionalidad in­glesa. Y en una segunda línea inferior, una crítica demoledo­ra contra ese fanatismo religio­so que no permite reír porque “la risa significa que no tienen miedo, que no viven en el te­mor absoluto a Dios”, y por lo tanto podrían desobedecer a la Iglesia. Una y otra vez los dos personajes, maestro (Guiller­mo) y alumno (Adso de Melk).

Las críticas hacia ‘El nombre de la rosa’, que ha envejecido con una elegancia absoluta, podrían ir encaminadas a que Eco se pierde hacia la mitad del texto en disquisiciones filosóficas que pierden al lector que no tenga ni idea de filosofía medieval o antigua; en el debate que se ce­lebra entre obispos y francisca­nos es muy fácil hundirse entre mares de conceptos y palabras. Pero luego quedan las descrip­ciones, la escena de la biblioteca laberíntica, de la despensa con esa rosa humana que hace un hombre a Adso, las alucinaciones increíbles del monje homosexual en el cementerio, los diálogos entre Guillermo y Adso, y tam­bién la aparición final de Jorge de Burgos… Deliciosamente sublime para quien pueda leér­sela entera y comprender todos los guiños internos, al más puro estilo borgiano, que hace Eco. Uno de los clásicos contemporáneos.

Sean Connery y C. Slater en la adaptación al cine

Imagen de la adaptación teatral, con Juan José Ballesta como Adso de Melk

Abadía El Nombre de la Rosa

Reconstrucción virtual de la abadía de la novela y un diagrama del laberinto de la Biblioteca