El artista chino represaliado por el régimen político que gobierna su país desde los años 50 ha recuperado el pasaporte después de cuatro años, con lo que no podía salir de China. Hay que recordar que ha estado mucho tiempo en arresto domiciliario y sin poder salir del país y de su ciudad durante casi cinco años.
El creador del Estadio Nacional de Pekín, “El Nido”, empezó su calvario en 2011 cuando las autoridades chinas le requisaban su pasaporte por un proceso de fraude fiscal que se interpretó como una represalia por su activismo. Sus críticas a las violaciones de los derechos humanos en su país le han valido calificativos como los de “enemigo público” y “criminal”. Estuvo 81 días preso y al ser liberado se le prohibió salir de China, de su ciudad y durante un tiempo incluso estuvo bajo arresto domiciliario. La primera señal ha sido una foto suya con el nuevo pasaporte y una simple frase, “Hoy recogí el pasaporte”.
Parece que China abre la mano con el artista contemporáneo chino más célebre, al menos fuera de sus fronteras, si bien en el pasado Ai Weiwei gozó del favor del régimen y de los mecenas chinos. En España, su última exposición fue en el palacio de la Virreina de Barcelona, el pasado noviembre, con 42 obras, algunas inéditas. Entre sus últimos trabajos destaca la exposición que organizó en la antigua prisión de Alcatraz (San Francisco), que montó a distancia por la prohibición de salir del país. Ahora se podría abrir una nueva etapa aunque muchos defensores de derechos humanos dentro y fuera de China han advertido que podría ser una medida “cosmética” para maquillar la malísima reputación de libertades y derechos humanos del régimen en todo el mundo.
Pero es que Ai Weiwei no es como los demás. A mediados de abril de 2013, en un teatro de Londres (Hampsted Theatre), un grupo de actores escenificó los 81 días en los que Ai Weiwei (1957) fue detenido, maltratado y forzado a confesar crímenes que no cometió por el régimen chino. Para darle más fuerza a la obra-alegato, se decidió que se emitiera online para que todo el mundo pudiera verla, también como un guiño al propio artista, vigilado y controlado en todo momento por el gobierno comunista de Pekín, que le considera un peligro público por sus continuas críticas y demandas de mayor libertad.
Ai Weiwei con su nuevo pasaporte
Hombre peculiar, mitad artista contemporáneo y mitad activista posmoderno, capaz de crear un “Gran Hermano” durante su arresto domiciliario para que todo el mundo pudiera ver cómo le trataban o de colgar en sucesivos post los nombres de los 5.000 muertos en el terremoto de Sichuán de 2008 por culpa de la mala construcción, a su vez derivada de la corrupción endémica que sacude China. Como él mismo dice en el documental sobre su obra y su lucha, “Trabajo como artista para resolver los problemas que la generación de mi padre no supo solucionar y para evitar que la de mi hijo tenga que luchar por ellos”.
Un artista contemporáneo que toca todos los palos: dibujo, escultura, instalaciones, videocreación o arquitectura, como atestigua su asesoramiento a Herzog & de Meuron para la construcción del estadio nacional Nido de Pájaro de las Olimpiadas de 2008. Porque Ai trabajó para el gobierno, sí, pero no por ello se calló. Igual que su padre, Ai Qing, el gran poeta chino a su vez represaliado por la Revolución Cultural de Mao cuando en China se castigaba a la gente por ser mayor y tener conocimientos.
En la obra de teatro de Howard Brenton queda muy claro el absurdo de un régimen que primero le encumbró y luego casi lo mata. A resultas de ese sube y baja quedó un artista que, a día de hoy, es el que mayor proyección internacional tiene (es decir, el más aceptado y querido en Occidente), aunque para muchos quizás es su lucha política la que le ha dado tanto poder en el oeste. El autor que en 2010 esparciera sobre el pavimento de la londinense Tate Modern cien millones de semillas de girasol elaboradas en porcelana como una forma de denunciar la alienación pero también el derecho a la individualidad frente a la masa (con lo que choca con la tradición asiática).
Ai Weiwei empezó ya mal: en 1981 el grupo artístico al que pertenecía, Xingxing, que promovía la experimentación y el individualismo (tabú en el régimen, porque el individuo piensa, no sigue órdenes). Con 22 años huyó a Nueva York, conoció el arte pop y el conceptualismo, vital en toda su carrera artística y que vertebra su forma de expresión. Regresó en 1990 y empezó su larga obra que culminaría en el estadio olímpico Nido de Pájaro. Sus esculturas, fotografías y performances grabadas se convirtieron en puro oro para el mercado del arte: la fama y la fortuna le llevaron a la Bienal de Venecia, al Documenta de Kassel y la Tate Modern. Volvió entonces a tener problemas con el régimen chino al usar su fama como un foco sobre los problemas del país.
Según el periodista, comisario de arte y crítico Javier Díaz Guardiola, se trata de un artista que unifica en su ser el respeto y conocimiento de la tradición china y la necesidad de individualidad y libertad actuales, un choque de trenes que también estructura la actualidad social de su país, a medio camino entre lo que se supone que debe ser China y en lo que, gobierne quien gobierne, va a transformarse. Ai Weiwei es minimalista, conceptualista y un reciclador incansable de sí mismo y de otras influencias, como Warhol y el arte pop o la visión de Duchamp. Su contacto con Occidente y el arte contemporáneo le convirtieron en un “bicho raro” capaz de expandirse a muchas disciplinas y aunar diferentes ideas en su obra. Pero sobre todo su arte se enhebra desde la lucha política, que de ser algo externo y tangencial se convierte en su trabajo en un elemento fundamental. Toda su carrera es un deseo y una llamada de atención continua sobre la libertad y las críticas a un mundo corrupto y absurdo. Una frase que apunta Guardiola del artista lo dice todo: “Es peligroso enfrentarse a las autoridades. Pero lo es más aún que nadie lo haga”.
‘Sunflower seeds’, una de las instalaciones más famosas de Ai Weiwei
Como Mao, pero con el arte, Ai Weiwei pretende destruir el viejo mundo, pero mientras aquel tiranizaba él ironiza con piezas como Pillar 7 y 11, Bubble son ejemplos de ello. Y dando un paso más, algo que en China fue muy criticado, utilizó viejas piezas prehistóricas (que en realidad eran fakes hechos ex profeso) para destrozarlas y “tunearlas” de tal forma que, como dice Díaz Guardiola, “critica el cinismo por la preocupación por la desaparición de un único ejemplar, cuando a diario el sistema destruye cientos, sino que pone el acento sobre su precio en el mercado”. La otra gran obra que ha sido mil veces fotografiada y reproducida es ‘El fantasma de Gu bajando de la montaña’, una instalación escultórica compuesta por 96 vasijas (95 después de que el visitante rompiera una) y que reproducen de forma fragmentada una misma imagen que obliga al espectador a moverse alrededor del todo para fusionar las partes. De esta forma cae de nuevo en su propia temática: el todo fragmentado en piezas solitarias que luchan por hacerse visibles al ser vistas como un todo.
En resumen, Ai Weiwei oscila siempre en torno a la dualidad tradición-modernidad, todo-partes, colectividad-individualidad, visibilidad y lucha política por tener más libertad, la cual a su vez es indispensable para poder crecer y mejorar. Un artista y activista en los que una dimensión y otra van de la mano, se confunden. Mientras en Europa y EEUU el activismo político en democracia es más crítica del sistema desde posiciones a veces muy propias de un burgués, aquí tenemos a un gran Buda paciente y luchador que usa el arte como arma, es decir, la inteligencia. Un artista a tener en cuenta, quizás el más visible pero también sólo la punta del iceberg de un gigante de mil millones y pico de almas que lucha por ser otra cosa, si su gobierno autoritario se lo permite.