Uno de los flecos que la lógica de Darwin no supo encuadrar bien en su Teoría de la Evolución, que no por ello deja de ser certera, es por qué algunos animales tienen cornamenta o adornos extravagantes cuando ésta puede ser incluso un lastre para su supervivencia. La respuesta es sencilla: el sexo es el motor.

Tres casos sencillos que pueden concretar la explicación: el toro, el ciervo y el pavo real. El primero tiene cuernos no muy voluminosos y que, según se ha podido observar por su comportamiento, los usa tanto para defenderse (o pelear con otros machos) como para, incluso, golpear algún obstáculo y moverlo. Hasta ahí no hay problema. Tiene su lógica: un herbívoro desarrolla una prótesis natural defensiva ante la falta de dientes, garras u otras armas naturales. El problema llega con los otros dos.

¿Por qué el ciervo desarrolla una cornamenta tan aparatosa que, por ejemplo, no le permite escapar bosque a través cuando lo persiguen depredadores? ¿O por qué el pavo real desarrolla un plumaje tan vistoso y aparentemente inútil para la defensa, que le hacen visible desde lejos para otros depredadores y que incluso le puede dificultar movimientos? Charles Darwin nunca pudo llegar a entender por qué. Si era por motivos reproductivos (llamar la atención de las hembras) el coste podía ser más alto que el beneficio.

Ahora un equipo de la Northwestern University (publicado en Proceedings de la Royal Society) puede haber dado con la clave evolutiva que explica un fenómeno que es común a casi todos los órdenes biológicos: en las aves suele concretarse en el plumaje u otros adornos (como las llamativas bolsas de color intenso que se hinchan con aire), en muchos mamíferos herbívoros con cornamentas, y también incluso entre los insectos, como en el caso de los escarabajos. También se da entre los peces: algunos desarrollan una piel mucho más brillante que incluso les convierte en presas fáciles para los depredadores. Para encontrar la solución crearon un modelo matemático explicativo de por qué la genética les empuja hacia esa vía.

Este modelo explica que en estas especies los machos evolucionarán a través de su descendencia en la tensión entre la selección natural y la sexual: esto es, entre dos subespecies de la misma familia, la pugna se hace entre los ejemplares llamativos y los que no lo son, y que por tanto reducen el coste evolutivo. Porque una cosa está clara, si la evolución natural les ha hecho conservar esos “adornos” es por alguna razón. La pugna entre machos se decanta: los más llamativos se aseguran la reproducción frente a los menos exuberantes, de tal manera que lo que empieza como una particularidad individual termina, con el paso del tiempo evolutivo, convertido en un rasgo más de la especie o incluso dividiendo una especie en dos subespecies.

Así que la cuestión es en realidad sexual: los machos evolucionan, gastan enormes cantidades de “energía genética” (si se permite la expresión) para proyectar en las hembras la idea de que son más grandes, más exuberantes y aptos para la reproducción. De esa forma, como consiguen mejores resultados en la búsqueda de pareja, sus genes alterados se transmiten sin oposición y se perpetúan, marcando las diferencias. De esa forma lo que empezó como una variación minoritaria termina por ser general.