Como un guiño reivindicativo de lo más difícil de todo (ser diverso y múltiple en un mundo-guardería que tiende a lo monocromático), el Premio Cervantes de 2019, el mayor galardón de las Letras en lengua española (más de 400 millones de hablantes nativos, ojo) ha ido a parar a un autor catalán bilingüe que hace gala de ser un Jano literario de dos idiomas que también es arquitecto. Y además, poeta.

Cataluña, tierra y patria de magníficos escritores que usaron indistintamente los dos idiomas que la suerte les ha dado (pobres aquellos que sólo tengan una lengua), ya tiene otro nombre en el panteón de ilustres: Joan Margarit, uno de esos bardos nacionales que tienen tanto talento como lectores en su patria natal y que se suma así a la lista en la que figuran Juan Goytisolo, Eduardo Mendoza, Juan Marsé o Ana María Matute. Pero con una diferencia: Margarit compone versos tanto en catalán como en castellano, de tal manera que es un autor español global que le habla a dos culturas, dos pueblos y que reparte talento por igual. Estilísticamente rechaza las corrientes poéticas y se concentra, como buen arquitecto que es (con estudio propio), en la construcción lingüística, dominador del verso libre y de tono descarnado. Concibe la tarea del poeta como la de un práctico que da cobertura emocional al lector, “construyendo estructuras sólidas” con pocas palabras y máxima exactitud.

A esa condición lírica se le une ese poder dual. En unos tiempos en los que unos y otros se tiran de los pelos como en una pelea de guardería, destaca el gesto casi político de premiar a un puente entre orillas, y que ya ha dicho claramente que no piensa dejar de honrar el castellano con su vida y obra, y mucho menos el catalán. Nacido en Sanaüja (Lleida) hace 81 años, hijo de un arquitecto y una maestra, le tocó en (mala) suerte educarse en una posguerra franquista en la que se enseñaba en castellano y el catalán quedaba para la intimidad y que era reprimido en público (él mismo cuenta en su autobiografía que llegaron a darle capone en los 40 por hablar en catalán en un bar). Lejos de odiar el castellano como reacción, se apoderó del idioma y lo hizo suyo, “porque no tenía la culpa” de lo que el franquismo hizo con la lengua española.

En ese ambiente asfixiante y mediocre (que en parte ha generado la reacción nacionalista posterior) nació un poeta que usaba el castellano porque si no, jamás saldría adelante. De hecho fue tan eficiente el cepo lingüístico que sus primeros años fueron castellanohablantes, con el idioma loable de Pla en el cajón sentimental. Ya en los 60 llegaron ‘Cantos para la coral de un hombre solo’ (con prólogo de Camilo José Cela), a los que siguieron otros más (‘Crónica’ en 1975 y ‘Predicación para un bárbaro’ en 1979), todos en castellano. En paralelo siguió con su otra vida práctica que todo escritor debe tener. En su caso como arquitecto, como en la construcción del Mercado de Vitoria en 1977, la rehabilitación de la fábrica Aymerich de Tarrasa como Museo de la Ciencia y la Técnica, su colaboración en las obras del anillo olímpico de Montjuïc.

Tuvo que esperar a los años 80 para que su alma recuperara la otra faz de la moneda, animado por otros autores catalanes, que veían un desperdicio que sólo se expresara en castellano. En 1981 llegó ‘L’ombra d’altra mar’, el punto de partida para la reivindicación de la gloria bilingüe que hace pupa entre los cavernarios: a los lectores españolistas que lo ven como un “indepe” más (se le ha acusado de ello por su insistencia en el diálogo entre parte so pena de terminar desnortados todos), y entre los independentistas, que ni siquiera han tenido el buen gusto de felicitarle oficialmente. Al final, entre Caribdis y Escila siempre caen los héroes y los talentosos, como Margarit, que acumula ya más de una veintena de premios, incluyendo nacionales, hispanoamericanos e internacionales. Entre sus mejores libros aparecen los tardíos de madurez, ya en este siglo, como ‘Estació de França’ (1999), ‘Càlcul d’estructures’ (2006), ‘Casa de Misericòrdia’ (2007), ‘Un hivern fascinant ‘(2017).