Hace 1.700 años un terremoto devastador en el norte de África, que se sintió desde Cádiz hasta Alejandría, de un extremo al otro del arco sur, generó un tsunami tan grande que se tragó Neápolis, una rica ciudad costera romana que basaba su prosperidad en la producción de garo, un alimento clave en la dieta romana.
En la historia del Imperio Romano no hay peor augurio que un desastre natural y una ciudad. No es la primera vez, ni la última, que la Naturaleza enfurecida se lleva por delante maravillas romanas. Le tocó a Palmira, engullida por el desierto y la sequedad que llegó con el cambio climático lento pero irremediable que desecó Oriente Medio hace siglos (sí, fue mucho más verde y fértil que hoy, bastante más); luego a Pompeya y los alrededores, devorada por la furia del Vesubio. Y luego a Neápolis, cuentan que todavía más rica que Pompeya. Y la lista de joyas de la civilización humana caídas a los pies de la Naturaleza es larga: si nos retrotraemos un poco más podemos llegar hasta Thera, la isla-estado del Egeo, a caballo entre la cultura minoica y la micénica, que literalmente fue engullida por el volcán que albergaba en su bahía natural y que provocó un tsunami tan grande que barrió desde Ática y la costa de Jonia hasta Egipto. De hecho su desgracia, cuentan los historiadores, fue el germen de la posterior leyenda de la Atlántida.
El mismo juego, el mismo resultado: los humanos construyen ciudades cada vez más complejas y sofisticadas, la Naturaleza las destruye luego las reconstruimos. Eso es ahora: hace 1.700 años un terremoto combinado con un tsunami era suficiente para borrar cualquier sociedad humana para siempre. Es el caso de Neápolis: si bien sobrevivió en ruinas y posteriormente volvió a ser habitada, nunca se recuperó, no alcanzó el volumen de población y comercio que tuvo antes del desastre. Además la geología cambió: la costa retrocedió por el movimiento físico y las ruinas quedaron engullidas por el mar. A poca profundidad los arqueólogos submarinistas descubrieron los restos; la huella de que la tragedia contada por el historiador romano Amiano Marcelino era cierta: el mar se la tragó como a una Atlántida real.
La zona estuvo poblada incluso en época bizantina hasta la llegada de la otra oleada, la del Islam, que se expandió por el norte de África. Sin embargo para entonces lo que quedaba de Neápolis era poco menos que una aldea que en su mayor parte había sido construida después del desastre, porque la verdadera ciudad era ahora reino de los peces y las algas. En total son cerca de 20 ha sumergidas que abarcan lo que era la base de la antigua ciudad, a la que incluso han sido capaces de poner fecha de defunción: el 21 de julio del año 365 d.C. Ese día el tsunami posterior al terremoto la sepultó. Terminaban así varios siglos de intensa vida comercial como nudo económico de la costa de la antigua tierra púnica, y sobre todo como el mayor centro productor de garo, una pasta hecha con pescado salado que era uno de los elementos básicos de la dieta romana junto con el aceite de oliva y el trigo.
La misión arqueológica mixta entre investigadores tunecinos e italianos buscó en la costa cercana a Nabeul, una localidad actual en la costa tunecina. Lo que encontraron fueron los restos de una ciudad mucho más antigua que la mayoría de las que hay hoy en Europa: Neápolis ya existía en la época pretérita de Roma, cuando se disputó el control del Mediterráneo con Cartago. Se sabe que primero apoyaron a sus socios cartagineses, con los que la población local probablemente estaba emparentada; sin embargo a partir de la Tercera Guerra Púnica (entre el 149 y el 146 a.C.) cambió de bando a tiempo y se alió con Roma. Gracias a eso se salvó y obtuvo el favor romano para el futuro, lo que le valió existir durante otros cinco siglos más. El garo fue la base, junto con la distribución del pescado en salazón, de esa prosperidad cortada de raíz por la Naturaleza.
Podríamos especular qué habría pasado si hubiera sobrevivido. Muchas otras ciudades grandes y poderosas han sido engullidas por el tiempo hasta desaparecer. Por ejemplo Babilonia: pocas hay más antiguas y ricas, pero también ella se esfumó por el paso de los siglos. Sin embargo a Neápolis la engulló el mar. Tan fuerte fue el desastre que el yacimiento acotado bajo el agua está ahora a 200 metros de la costa moderna, lo que da cierta idea de la virulencia del desplome y enterramiento marino que sufrió la ciudad. Tanto que los arqueólogos invirtieron siete años de trabajo para despojar el hecho histórico de la leyenda; tuvieron que acudir a las fuentes documentales romanas, principalmente Amiano Marcelino, pero también a las más antiguas helénicas de Tucídides, que ya escribió sobre Neápolis en el siglo V a. C.
Lo que han encontrado, a salvo de la erosión de la superficie, pero carcomida por el mar, es una red de calles y edificios que atestiguan que la ciudad creció por y para la economía del mar, especialmente la producción del garo: en las ruinas han localizado más de 200 tanques de almacenamiento de garo y del otro manjar, el pescado en salazón (un producto que se producía en toda Europa, Oriente Medio y África, desde Noruega a Egipto, uno de esos pilares de la dieta humana que aseguraba la prosperidad). Por lo demás ahora ya sólo son calles para los peces y especies que viven en las aguas de poca profundidad cercanas a la costa.