El escritor Ray Bradbury nos dejó el pasado 6 de junio. Noemí Sabugal, autora de ‘El asesinato de Sócrates’ y ‘Al acecho’ (de próxima edición como novela ganadora del XXXI Premio Felipe Trigo), recuerda en este artículo la obra de un creador fundamental para la historia de la literatura.

 

Deslumbramiento. Eso fue lo que me ocurrió la primera vez que leí a Bradbury. No es algo que me pase a menudo. Pero sí con Bradbury. Tal vez ese deslumbramiento, ese estado de inmanencia, esa saturación sensorial, estuvieron reforzados por lo inesperado. Porque desde luego que no me esperaba algo así.

El libro iniciático fue ‘Crónicas marcianas’. A mí el tema de los marcianos no me interesaba ni poco ni mucho, igual que ahora, pero desde las primeras líneas descubrí que aquello no era lo que había previsto. Esa prosa limpia y poética, hipnótica, esa soledad de enormes espacios ignorados, ese sentimiento de vacío, de preguntas sin responder, no era para nada lo que yo había relacionado con el tema marciano.

No me gustan las comparaciones, pero encontré en Bradbury a un Rulfo cósmico, un tipo que parecía hablarnos de seres de ojos amarillos y naves espaciales y lunas mellizas y, sin embargo, lo hacía de nuestro desamparo y nuestros miedos, de nuestras frustraciones, de tristezas indefinibles, de la muerte y la nada. A partir de ahí ya me dio igual de qué escribía Bradbury, el tema no importaba. Porque el tema siempre era el mismo: nosotros. Y esos son los escritores que me gustan.

 

Ray Bradbury 

Para quien no conozca aún a Bradbury (porque acabe de nacer o en efecto haya llegado de otro planeta o hace poco recuperó el sentido de la vista), sepa que la red de redes (o ciberespacio, precisamente el único espacio que nunca le interesó demasiado) está lleno de información sobre él. También las bibliotecas están repletas de sus libros. Baste decir que Bradbury fue un grafómano, un auténtico enfermo de literatura, que escribió ininterrumpidamente durante setenta años hasta crear más de 500 obras de todos los géneros (cuento, novelas, poesía, teatro). También un hombre casado durante medio siglo con la misma mujer, Maggie, y un apasionado de los gatos que escribía en un despacho situado en el sótano de su casa en Los Ángeles, donde nunca tuvo ordenador. Con eso ya está todo dicho. Lo demás, el mundo maravilloso e irrepetible de este demiurgo genial, está en sus libros.

En ‘Fahrenheit 451’ diseccionó la estupidez humana, la opresión y la asfixia del poder y la parálisis colectiva (en tiempos éstos de parálisis y asfixia colectivas). La novela, cuyo título remite a la temperatura a la que arde el papel, nos sitúa en una sociedad distópica en la que los libros están prohibidos y el cuerpo de bomberos es el encargado de quemar los pocos que aún esconden un puñado de subversivos lectores. He ahí la pesadilla y el vacío. Y en ‘El vino del estío’ nos llevó a nuestra infancia, al asombro por la vida. También nos recordó que ‘La muerte es un asunto solitario’.

 

Pero son sin duda sus numerosos cuentos el alimento nutricio de esa adicción que Bradbury provoca. El Ícaro Montgolfier Wright de ‘Remedio para melancólicos’, fusión de todas las fantasías de los hombres por el vuelo, o Ylla, la marciana de sus ‘Crónicas’ que sueña con un humano porque su matrimonio ya no es feliz, o la pareja de ‘El hombre ilustrado’ que se da las buenas noches como siempre, y hasta comprueba que ha cerrado los grifos como siempre, aunque sea ‘La última noche del mundo’. Bradbury quiso robar los secretos del astro que nos da vida en ‘Las doradas manzanas del sol’, y nos mostró el dolor de la pérdida en el magnífico cuento ‘El lago’, incluido en ‘El país de octubre’, cuyo protagonista recuerda la muerte, ahogada, de su primer y único amor, una niña rubia, con trenzas, de doce años.

“Escribir es una forma de supervivencia”, afirmó en ‘Zen en el arte de escribir’. Añado: leer a Bradbury es una forma de supervivencia. Y, a pesar de sus cientos de cuentos, nunca se termina de conocer su universo. Siempre está en expansión. Y persiste una sensación de que algo se escapa, de que las cosas no acaban de encajar. Como en la vida. Porque sé que ya he estado adonde Bradbury me lleva, pero lo había olvidado.

Autógrafo de Ray Bradbury (fechado en 1983)