El mundo (no sólo Europa u Occidente) celebra en 2020 el 250º aniversario de Ludwig van Beethoven, puede que el mayor compositor de la Historia de la Música por la importancia que tuvo en la transición del clasicismo a la modernidad. Una oportunidad para celebrar al músico que más conexión disfruta con toda la Humanidad, de los pocos que consiguen que cualquiera de nosotros tararee sus obras casi sin pensarlo. Beethoven, el mito, el hombre, el músico. Repasamos su vida, su creación y su importancia cultural.
IMAGEN: Beethoven Haus-Bonn / Wikimedia / Deutsche Grammophon / Decca / Warner
De la educación en el colegio, y de la cultura popular más o menos melómana, aprendimos que primero fue Haydn, luego Mozart y después Beethoven. Era la escala clásica por definición: el primero fue un clásico en toda regla, que ensanchó la música y la sacó de los estrechos marcos heredados del Barroco. El segundo revolucionó la composición, la puesta en escena y parecía a punto de romper todas las fronteras formales para dotar de vida un arte sometido en exceso a tradiciones y reglas. Pero la muerte ganó la partida. Con el fin de Amadeus se creó un vacío que con gusto rellenaron muchos otros, algunos incluso alumnos del propio Mozart. Pero hubo uno que destacó por encima de otros: un hombre temperamental, hosco, enfermizo, sordo y aprisionado por muchos temores psicológicos, pero que rompió para siempre con el pasado y lanzó la música a una libertad creativa teñida de romanticismo, voluntad, fuerza y nuevas formas. Curiosamente fue alumno de Haydn. Se llamaba Ludwig van Beethoven, y en 2020 se cumplen 250 años de su nacimiento.
El “divino” Beethoven tal y como fue canonizado secularmente en la película ‘La Naranja Mecánica’, es un santo y un icono, un emblema. Está en la misma categoría que Galileo Galilei, Leonardo da Vinci, Aristóteles o Shakespeare: en otro plano en el cual ha pasado de compositor y músico a símbolo de la creatividad humana, incluso a logo pop o un lugar común más allá de las generaciones. Cada generación que pasa adquiere la misma dimensión titánica. Ya en su funeral toda Viena le lloró: más de 20.000 personas acompañaron al féretro. De Haydn ya sólo se acuerdan los melómanos de pura cepa, los conservatorios, algunas discográficas con logos que parecen salidos del siglo XIX, Radio Clásica y poco más. Pero a Beethoven, como a Mozart, lo conocen hasta en el último rincón del mundo. Y si no basta con silbar algo suyo y verán la misma expresión en la gente, “ah, sí, la conozco…”. Su cara, como la de Mozart, está asociada a un par de pinturas concretas llenas de fuerza, y la leyenda del viejo sordo capaz de componer la Novena Sinfonía sólo es la guinda.
Grupo escultórico de Ottmar Hörl en Bonn en honor a Beethoven
Y como toda leyenda de la civilización oficial y también de la popular, su mitología asociada es igual de fascinante. Por ejemplo: cuando los Aliados desembarcaron en Normandía (también antes y después de ese día de junio de 1944 concretamente) se usaba como señal la transcripción de V en código morse, que, vaya coincidencia, es igual que el primer compás de la Quinta Sinfonía. De hecho, la BBC emitió esta pieza como parte del sistema de avisos radiofónicos encubiertos hacia las tropas Aliadas y los grupos de resistencia. Si oían la Quinta de Beethoven, con ese (corto, corto, corto, largo) inicial es que había trabajo contra los nazis, los cuales incluyeron al divino Ludwig en la lista de compositores útiles para el Tercer Reich, aunque les quedó un poco deslucido al lado del manoseado Wagner. Porque Beethoven era alemán, nacido en Bonn en 1770, pero fallecido y enterrado en Viena porque fue allí donde demostró todo su poder creativo y porque era la capital mundial de la música en su época. Como dijo Billy Wilder, “los austriacos han conseguido hacer creer a todo el mundo que Hitler era alemán y que Beethoven era austriaco”.
Beethoven fue un revolucionario político, volcánico seguidor de la Revolución Francesa y de Napoleón hasta que éste bombardeó Viena con él dentro; también un revolucionario personal con el talante de una tormenta contra los acantilados, un perfil que le habría pasar por ciclos de pobreza económica que sólo alimentaron su carácter hosco. Dejó escrito de su puño y letra esta frase: “La libertad, el progreso, es el objetivo en el mundo del arte, al igual que en la creación universal”. Su genio era descomunal: la aristocracia vienesa le llegó a ofrecer una pensión anual con tal de que no se fuera de Viena. Fue también supuesto alumno de Mozart con apenas 17 años (en realidad sólo se vieron una vez y no está confirmado que llegaran a coincidir realmente), y sobre todo un nómada. A pesar de que su vida se limita a la Bonn natal (que abandonó con 22 años) y Viena, no paró de mudarse una y otra vez. En Bonn se le registraron a su familia hasta cinco hogares diferentes, y a él ya libre, en la capital austríaca, un mínimo de 20 domicilios diferentes.
Pero sobre todo fue un puente transitorio entre el clasicismo que Mozart había llevado a la extenuación formal y el romanticismo sinfónico posterior que dominaría gran parte del siglo XIX. Fue, por así decirlo, el último clásico y el primer moderno. Quédense con esta imagen, porque es quizás la que mejor le define. Este salto (que no fue único de Beethoven pero sí que marcó el paso) cristalizó en lo que se conoce como “Fase Heroica” en su madurez creativa. Porque Beethoven es épico, tanto en la grandilocuencia sinfónica y coral como en los formatos más pequeños, su música es como una tormenta perfecta que incluso desborda cuando es más contenida (como en la Sonata Claro de Luna). Para la posteridad quedan la Sinfonía Heroica, la Novena Sinfonía (en especial el cuarto movimiento con su añadido coral, inserción pionera en su tiempo), la Quinta Sinfonía, su ópera ‘Fidelio’ y el recurso continuo a la figura del héroe contra la opresión.
Y todo eso con una sordera creciente que le aisló del mundo. La peor maldición posible para un músico. En 1813 Johann Nepomuk Mälzel construyó una trompeta de metal para el compositor (que tenía que colgarse de la cabeza), no tanto para que pudiera escuchar como para “sentir”: un extremo en su oreja y la otra apoyada en el piano donde tocaba, de tal forma que el metal transmitía las vibraciones de cada nota y él podía asimilar mentalmente su sonido y seguir componiendo. Así de cruel fue el destino, y así compuso, sordo, la Novena. A partir de 1802 la enfermedad (no sólo la auditiva) le acecha, le golpea. Sufrió migrañas, reumatismo, gota, problemas de visión, neumonía, ictericia e incluso crónicas dolencias estomacales que le provocaron cólicos y diarreas intermitentemente.
Portada de la Sinfonía Heroica
Al sufrimiento físico contrapone un genio creciente. Son los años de sus mejores obras, de su fama y su relativa fortuna bajo el ala de la aristocracia vienesa que le adora y le protege a pesar de su mal humor y sus arranques de ira. En el Testamento de Heiligenstadt, que redacta siendo aún treintañero, ronda incluso la idea del suicidio: un músico sordo es una inutilidad, venía a decir. De hecho parece querer despedirse y dejar negro sobre blanco sus ideas y su vida. Irónicamente vivió hasta los 56 años y este “testamento” prematuro sólo se halló después de que muriera. A partir de 1813 compone mucho menos, son años de crisis psicológica y doméstica, en especial con su familia, pero también los más importantes, porque en ellos termina de fraguar ese estilo beethoviano inconfundible que apreciamos en las ‘Variaciones Diabelli’, en las últimas sonatas para piano que compuso y los cuartetos de cuerda, pero sobre todo en la Novena Sinfonía, una obra tan íntima como telúrica.
Resulta cruel que una de las obras más humanas y épicas, con una fuerza que hace levantar de las butacas a los espectadores, fuera compuesta por un hombre enfermo, aislado y sordo. Pero a pesar de todo nunca abandonó ese trasfondo humanista. Cuando le llegó el momento había alcanzado ya una madurez creativa cortada de raíz por la muerte. Sólo cabe imaginar qué habría creado de haber vivido diez años más, o veinte más, si tenemos en cuenta que los últimos cuartetos de cuerda son determinantes y muestran elementos pioneros que le acercan más a la música del siglo XX que a su tiempo, del cual él ya estaba muy por delante. Ese talento para romper las fronteras generacionales es lo que le convierte en un icono, romper el tiempo y que dos siglos y medio después de su muerte, y casi 200 años después de su funeral, todo el que tenga oídos pueda regocijarse en su obra.
De Bonn a Viena
La familia de Ludwig llegó desde Flandes dos generaciones antes de que él naciera en Bonn el 16 de diciembre de 1770. Su abuelo era músico de corte de la villa y su padre siguió el mismo camino, por lo que se asentaron en la ciudad. Ludwig fue el segundo de los siete hijos de los Von Beethoven, pero sólo tres sobrevivieron. El pequeño no fue exactamente un genio precoz como Mozart, pero sí un buen músico de gran futuro. Empezó a tocar con 7 años y con el doble ya cobró por su música. Con 22 años se trasladó a la que sería su ciudad hasta la muerte, Viena. Allí fraguó como compositor, pianista y luminaria en una ciudad que era una de las metrópolis culturales del mundo. Con 30 años ya empezó a tener problemas de sordera; desesperado, redactó el Testamento de Heiligenstadt, donde parece despedirse del mundo y rondó la idea del suicidio. Con 45 años (le quedaban once de vida) ya estaba totalmente sordo. Se comunicaba con el mundo a gritos, señalando, con notas en papel, pero dado su fuerte carácter y voluntad no dejó de trabajar y nunca terminó de cumplir su impulso suicida.
Pero nada pasa sin dejar huella: se volvió tremendamente huraño y hosco, taciturno e irascible, hasta el punto de que los vieneses le apodaron La Bestia. De vez en cuando se dejaba acompañar por sus amigos, como el mismísimo Goethe, que admiraba a Beethoven de la forma que lo hacemos hoy con nuestra banda favorita. La aristocracia, ante sus problemas, optó por hacer caja de compensación y desde 1809 llegó a disfrutar de una pensión anual privada con la única condición de que se quedara en Viena y siguiera trabajando. Pero en 1827, el 26 de marzo, su cuerpo ya no pudo más y con apenas 56 años la cirrosis que le acechó junto con el resto de sus múltiples enfermedades (desde los cólicos crónicos a la neumonía y el reuma) fue el último golpe. A su entierro acudieron desde nobles de la Corte imperial a vieneses comunes, y más de 20.000 personas acudieron al sepelio. Pero su cuerpo no está en el viejo cementerio, sino en el Zentralfriedhof de Viena, donde lo colocaron junto a muchos otros genios de la música: Schubert, Brahms, la familia Strauss, Salieri, Gluck, Schönberg, un elegante cenotafio de Mozart, Stolz, Von Suppé y Wolf.
Lo mejor (quizás) de Beethoven
Elegir lo mejor de Beethoven es casi un sacrilegio. Todo es bueno, incluso en su etapa inicial en la que el genio aún no brillaba con tanta fuerza. Para muestra un botón: Deutsche Grammophon y Decca, quizás los dos mejores sellos discográficos clásicos, han hecho una joint venture llamada ‘The New Complete Edition Beethoven’ con lo mejor de sus catálogos. Es un buen principio para conocer al maestro de Bonn. Elegir es muy subjetivo a margen de un puñado de obras concretas, así que intentaremos ser lo más objetivos posibles. Entre las obras para piano destacan la Sonata Patética, la Sonata Claro de Luna, las revolucionarias Sonata Appassionata y Sonata Waldstein, más el Concierto para piano nº5 “Emperador”; igualmente el Concierto para piano nº1 en do mayor Op.15 y el nº3 de 1801. Eso sin olvidar las ‘Variaciones Diabelli’ o esa pieza casi pop que es ‘Para Elisa’. Hay que incluir también la Sonata Kreutzer para violín, el Cuarteto de cuerda nº14 Op. 131, la Missa Solemnis (que él consideró su obra más elegante), las Oberturas de ‘Egmont’ y ‘Coriolano’, la ópera ‘Fidelio’ (la única que compuso).
Entre las composiciones orquestales destacan la Sinfonía “Heroica” (la Tercera, en Mi mayor), la Quinta Sinfonía (en Do menor, legendaria como pocas, de una fuerza arrolladora y unitaria a partir de un motivo rítmico general que se repite sucesivamente), la Sexta Sinfonía o “Pastoral” (en Fa mayor, antagónica a la anterior, marcada por el lirismo campestre), la Séptima Sinfonía (en La mayor) y por supuesto la Novena Sinfonía con su lírico cuarto movimiento coral, la ‘Oda a la Alegría’ sobre un poema de Schiller. Respecto a los cuartetos de cuerda, siempre se ha creído que fueron el formato preferido, los que exhiben la transición de Beethoven en todas sus etapas. Especial atención a los seis cuartetos finales, compuestos entre 1824 y 1827 (de hecho murió mientras componía uno). Muestran a un compositor más lírico, profundo y revolucionario que nunca, capaz incluso de anticiparse al siglo XX.
Fiesta nacional en Alemania por el aniversario
Aunque en España ya se han realizado un puñado de conciertos con Beethoven como leitmotiv antes de que el coronavirus diera al traste con casi todo, es en Alemania donde se ha convertido en asunto de Estado la celebración (también pendiente de la pandemia y las cuarentenas): más de 800 eventos, muchos de ellos en Bonn, que incluyen conciertos, exposiciones, festivales, ballet, teatro, congresos, ferias para niños e incluso rutas turísticas (además de las renovadas en Bonn y Viena) alrededor de la vida y la obra de Ludwig. Todo bajo las siglas BTHVN, el apellido sin vocales que representan en alemán los ítems de la celebración: B de “bürger” (ciudadano en alemán, por haber sido un decidido seguidor de la libertad personal y la igualdad), T de “tonkünster” (compositor), H de “humanist”, V de “visionär” (visionario y revolucionario musical) y N de “natur” (porque fue de los primeros, ya en la corriente romántica, en celebrar la naturaleza como motor universal). En ambos países, además, hay un motivo doble: la casualidad ha querido que coincidan los 250 años de Ludwig con el 75º aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. Viena, por ejemplo, celebrará la Fest der Freude 2020 fusionando ambos motivos pero con Beethoven como fuste; y en casi todos los teatros de Austria se representará ‘Fidelio’, la única ópera del divino Ludwig.
‘Beethoven FS II 390’ (Andy Warhol)
Sello alemán de 1970
Tumba de Beethoven en el Zentralfriedhof de Viena