El Museo Guggenheim inaugura este fin de semana un curioso cruce de carreteras en pintura: a un lado el iconoclasta que fabricó sus propios símbolos y que quiso dejar un rastro muy peculiar en el arte del siglo XX, Francis Bacon, y al otro la gran historia del arte español entre el siglo XVII y el XX. Una mezcla que tiene su origen en el amor desmedido que tenía Bacon por España.
IMÁGENES: Wikimedia Commons
Francis Bacon fue un iconoclasta que a su vez construyó algunos de los mayores iconos contemporáneos del arte. Un hombre muy peculiar, atormentado emotivo o bien un calculador que supo forjar una estética tan única que es totalmente reconocible entre el resto, y con diferencia. Una de sus frases que mejor resumen era una en la que ansiaba ser como un pintor-caracol, es decir, que sus obras fueran el rastro húmedo de babas sobre la naturaleza humana. Creía que el ser humano, en todas sus contradicciones y características poliédricas, debía pasar por el arte dejando ese rastro. Su pintura era en realidad un intento de construir esas babas, como si él mismo fuera el caracol de la metáfora. Visitó el pasado para reconstruirlo y lanzarlo de nuevo al futuro ya cambiado. Fue un genio ambiguo y de psique entre lo consciente y lo inconsciente, de origen irlandés y vida británica con saltos al resto del mundo cuya vida deambuló por multitud de obras, visiones y países.
Uno de los que más visitó, y en el que murió por cierto, fue España. Le ataba algo profundo a una cultura totalmente diferente de la suya. O quizás no tanto. Puede que reconociera su propio camino personal en el tormento y deformidad de las muchas obras que conoció en sus visitas al Museo del Prado. Precisamente esa es la excusa que tenemos para hablar de él, la exposición ‘Francis Bacon. De Picasso a Velázquez’ – Museo Guggenheim (30 de septiembre – 8 de enero 2017), creada a partir de ese amor por la pintura española, la cual copió, deconstruyó y reconstruyó ya deformada por su visión particular. Uno de sus cuadros más obsesivos (los repetía una y otra vez con variaciones múltiples) fue el retrato del papa Inocencio X que pintó Velázquez en 1650 y que ya es uno de sus muchos legados más que reconocibles. Será una muestra contextualizada por el diálogo entre Bacon y los otros autores elegidos, una forma de profundizar en la impronta que las culturas francesa y española dejaron en la obra de Bacon.
‘El papa Inocencio X de Veláquez’ (detalle)
Curiosamente decidió ser pintor después de ver una exposición de Picasso en París. Y España fue el país en el que moriría en 1992 después de una larga vida de estilo deconstructivo obsesivo. Es uno de los mejores creadores de arte figurativo y de esa línea basada en la deformación pictórica para darle un nuevo sentido psicológico a la obra (figuración-desfiguración). El genio era un francófilo convencido (lector voraz de Balzac, Baudelaire, Proust, Racine, apasionado seguidor de las obras de los impresionistas franceses, Seurat, Matisse, o de antiguos maestros como Ingres) y gran experto en maestros como Velázquez, al que trastocó, reconstruyó y relanzó en nuevos formatos durante su vida. Para botón de muestra esa obsesión repetitiva por Inocencio X, que él convirtió en una salvaje y progresivamente neurótica serie de cuadros que ya son una de sus grandes señas de identidad. En total fueron más de cincuenta piezas alrededor de este retrato que vio en directo en los años 50 en Italia y que luego deconstruyó y reconstruyó casi “patológicamente”. También se basó en obras de El Greco, Zurbarán o Goya, cuyos cuadros Bacon conoció en directo en el Museo del Prado.
De hecho gran parte de esa fascinación se explica a través de la gran pinacoteca madrileña. Bacon viajaba a España una y otra vez con la misma intención: visitar sus galerías, incluso en privado. Llegó su obsesión hasta el punto de que logró hacer visitas a la institución cuando no había gente deambulando por ella y así poder observar mejor la materia visual de la que se alimentaba para hacer luego muchas de sus obras. Y den entro todos los posibles artistas españoles sin duda su tótem fue Picasso, al que consideraba la mayor fuerza creadora nunca surgida en Occidente. Fue, por así decirlo, su primer y único gran maestro: él recogió el testigo de una de las muchas vías abiertas por Picasso, la desfiguración, que en el malagueño era un paso hacia la creación de su universo lleno de vida y fuerza, y en Bacon la puerta hacia ese mundo extraño y aberrante que tan nervioso puso a tanta gente, incapaz de entender aquellos pequeños infiernos (fíjense bien en las series que hizo sobre Inocencio X y verán los paralelismos con gran parte del terror psicológico de lo que llevamos de siglo…) que salían de su caótico estudio que parecía una proyección de su mente: saturada, barroca, desordenada pero con un gran sentido único.
‘Tres estudios para un retrato de Lucian Freud’
Sin embargo Bacon jamás se adscribió a movimiento alguno: era simplemente él mismo, transitando del arte neofigurativo de posguerra de sus inicios al existencialismo o incluso el expresionismo. Tocaba muchos palos para luego hacerlos converger todos sobre sus cuadros. La razón de su inclasificable carrera está en él mismo y en un par de detalles muy concretos de su psique: era un gran disimulador. Bacon renunció a pertenecer a ninguna idea salvo a las suyas mismas. Podía elegir elementos, pero nunca se zambullía en ellos por completo. En realidad lo que hacía era trazar enormes sumideros psicológicos en los que lograba atrapar al espectador, incitándole a observar algo deformado que en realidad era una de las muchas variaciones posibles sobre una imagen. Bacon quería reflejar todo lo humano, con su inmensa violencia y toda su belleza, fusionadas, unidas. Diseccionaba personajes para lanzarlos de nuevo sobre las pinturas.
Nunca llegó a tener estudios superiores pero su cultura era muy extensa y logró ser un autodidacta en muchos aspectos, hasta el punto de ser capaz de doblar muchas conversaciones a su favor. Su condición de homosexual en una época en la que todavía era un acto criminal en la inmensa mayoría de países tuvo mucho que ver, quizás, con la capacidad para ser discreto hacia fuera y deliberadamente caótico hacia dentro. Cultivó siempre una imagen muy concreta, por lo que es difícil saber hasta qué punto Bacon era el creador de iconos desgarrados o simplemente un histrión que jugaba con el espectador. Y todavía lo hace. Basta observar sus cuadros para darse cuenta de las múltiples posibilidades que ofrece cada uno. No hay dos iguales.
‘Tres estudios para un retrato de Henrietta Moraes’
La vida turbulenta y discreta de Francis Bacon
Nacido en Dublín en 1909 y fallecido en Madrid en 1992, fue un pintor con muchas caras y vidas: irlandés, británico, afrancesado e hispanófilo impenitente. Destacó en el arte neofigurativo de la posguerra, cargado de grandes dosis expresionistas y de unas motivaciones temáticas, además de estéticas, que le convirtieron en un artista-isla: se relacionaba con muchos pero nunca tendía puentes firmes. Él mismo era su movimiento artístico. Gracias a eso se convirtió en un referente del arte del siglo XX. Tuvo una infancia solitaria de niño enfermizo que daría paso a una juventud anodina como decorador en Londres. De ahí nacería su vivo interés por la pintura en los años 20, época en la que conoció de cerca los círculos artísticos de Berlín y París. Allí conecta con el movimiento expresionista y con Picasso, al que tomaría como referente.
Sin embargo queda muy poco de aquellos años: Bacon destruía toda obra creada por él que no tuviera un nivel digno. Apenas quedan piezas anteriores al final de la Segunda Guerra Mundial. Él fue su propio verdugo. Sería a partir de la segunda mitad de los 40 cuando arranca su verdadera carrera artística, con más de 45 años. La primera pieza maestra: ‘Tres estudios de figura en la base de una crucifixión’, de 1944, y que reúne todo lo que fue Bacon. Allí reside la desfiguración: deformaciones y alteraciones hasta un nivel no conocido antes del expresionismo, cuerpos mutilados, órganos atrofiados y anomalías para conformar toda la violencia subyacente del ser humano, la realidad inhumana y torturada del individuo en el mundo actual.
A partir de ahí empezó una larga carrera como artista cotizado, polémico pero icónico al mismo tiempo y que vivió en el plano sentimental entre hombres que parecían salidos de sus propia carrera. Esto se explica a través de las relaciones sentimentales más firmes que tuvo: del autodestructivo y violento Peter Lacy (nada recomendable como compañero de viajes por su violencia) pasó al depresivo y suicida George Dyer, para luego “sentar la cabeza”, ya maduro, con John Edwards. Entre los tres acumularon muchos años de modelos directos o indirectos de la obra de un hombre muy discreto pero con una vida privada que parecía una montaña rusa. Murió, ya anciano, en una de sus estancias en Madrid.
‘Three Studies for Figures at the Base of a Crucifixion’ (1944)
‘Study for the Head of a Screaming Pope’ (1952)
‘Tríptico’ (1976)