Viñedos y monasterios dominan un paisaje en constante cambio y rendido al poder de las estaciones. Siempre las montañas al fondo y, bajo los pies, una tierra rojiza llena de piedras. Una hemorragia de ríos cauterizados por álamos y chopos que llevan sus secretos al Ebro y de éste a un mar que se sabe lejano.

Fotos: Pablo J. Casal

Valles que provocan una falsa sensación de inmovilidad, pues en pocos sitios cambia tanto el paisaje. El carácter de La Rioja es voluble como el de un niño, tan pronto esplende en verdes vivos o arde en los fuegos rojos y amarillos del otoño, como se enfurruña y muestra su vientre seco que hieren desnudos troncos retorcidos. Este humor tornadizo se debe a los cambios que las estaciones provocan en los viñedos que dominan las colinas, pero no sólo, también al color irreal del cereal crecido y a su ausencia tras la siega, que deja desnudos los campos. La vida en La Rioja tiene una cadencia pausada porque de nada sirve acelerarse si la fruta no está en sazón, ya habrá tiempo de agachar el lomo durante días interminables para obtener el premio que la naturaleza reserva. Igual que el vino no gusta de prisas, pues su elaboración lleva su tiempo e incluso para algunos quedan años por delante para dormir en silencio, los riojanos tampoco y eso se nota hasta al pedir un café.

La tranquilidad de sus pueblos, de las plazas de guijarros y las iglesias, se rompe en otros lugares en los que el barullo es la esencia. Un enjambre ocioso recorre cada noche la calle Laurel o la de San Juan en Logroño. Bulliciosos y felices zánganos que toman vinos con tapas de champiñones a la plancha o ‘zapatillas’ de jamón. En la capital riojana se funde la calma de las ciudades pequeñas con el jaranero encuentro con el vecino en los bares, donde se busca el codo a codo que no es posible durante la rutina laboral del día.

Acompañado por el Ebro, a cuyas orillas hay paseos que hacen fluir el pensamiento, Logroño es también paso del Camino de Santiago. Peregrinos con cojera y grandes mochilas cruzan cada día sus calles y son parte de los rostros de la ciudad. La joven peregrina francesa que viene de Roncesvalles y recorre Ruavieja siente que la historia está grabada en cada piedra de la calzada. Todos los caminantes que han estado ahí son el mismo caminante, unidos por algo difícil de comprender. Otra muchacha rubia, tal vez alemana o británica, pasará por el mismo sitio al día siguiente y así los días se repiten a sí mismos. Los viajeros, vengan de donde vengan, llevarán en sus ojos la misma sucesión de imágenes: las torres gemelas de la concatedral de Santa María de la Redonda; la chimenea de la antigua fábrica de tabacos, ahora inútil y hermoso tronco de ladrillo rojo en medio de dos casas, y el refugio de los arcos de la calle Portales.

Cata durante una visita a la bodega de David Moreno; museo de la Cultura del Vino en Briones y la veleta de las Bodegas Muga en Haro (Pablo J. Casal)

Salir de Logroño, buscando la amplitud del cielo que protege a La Rioja, es entrar directamente en alguna bodega. Hay más de 1.200 en un territorio en el que se aprovecha cada metro de terreno y que de manera forzosa tiene que continuar en regiones próximas, en este caso en la Rioja Alavesa, al otro lado del Ebro, donde Frank O. Gehry ha dejado el sello de su arquitectura luminosa en el hotel de Marqués de Riscal.

Las bodegas riojanas ofrecen muchas posibilidades de visita, desde las grandes firmas a otras más modestas y familiares, pero quizás la mejor opción es comenzar por el Museo de la Cultura del Vino, levantado en Briones por las bodegas Dinastía Vivanco. Desde el cuidado de la viña a la elaboración del tapón de corcho de las botellas, todos los elementos que confluyen en la actividad riojana por excelencia están representados en este espacio. Para el visitante curioso procura una experiencia que bien puede llegar a las dos horas, tal es la cantidad de información que ofrece: los tipos de uva y los aperos para la labor agrícola, la fabricación de los toneles y los olores del vino y así mil cosas más, hasta concluir con la colección más completa y singular de sacacorchos que existe.

A menos de diez kilómetros de Briones, es imprescindible la visita a la localidad principal de la Rioja Alta: Haro, y a las bodegas centenarias del Barrio de la Estación. Su florecimiento estuvo marcado por dos coincidencias más o menos felices: la llegada del ferrocarril y la desesperación de los bodegueros franceses, que echaron mano de los vinos riojanos para cubrir los desastres que la filoxera causaba en sus viñedos.

Arca que contiene los restos de San Millán, en el monasterio de Yuso

Arca que contiene los restos de San Millán, en el monasterio de Yuso (Pablo J. Casal)

Y, después de tanto vino, el frescor y recogimiento de un monasterio quizás no sea mala idea. En La Rioja hay donde elegir, pero conocer los de San Millán de la Cogolla: Yuso y Suso, es el mejor punto de partida. Declarados Patrimonio de la Humanidad y refugiados entre montañas de silencio boscoso, son además el escenario en el que un desconocido monje redactó las famosas Glosas Emilianenses, consideradas durante años la primera manifestación escrita del castellano, aunque después ganarían el puesto otros textos como los Cartularios de Valpuesta. Merece la pena la interesante visita guiada por el enorme monasterio de Yuso que, a pesar de sus orígenes medievales, nos lleva al esplendor monacal de los siglos XVII y XVIII. Después se puede ir, caminando monte arriba si se quiere, a la tumba del ermitaño San Millán en el monasterio de Suso, cuyos orígenes se han datado en el siglo VI. La vida de este santo la contaría, seis siglos después, Gonzalo de Berceo, principal representante del Mester de Clerecía.

Para completar la ruta de los monasterios riojanos, además de a los de Cañas y Valvanera, hay que ir a Nájera para descubrir el de Santa María la Real, lleno de sepulcros espectrales. El Panteón Real, el Panteón de los Infantes y el Panteón de los Duques de Nájera, con su iluminación peliculera y su sucesión de tumbas, adensan el aire de la iglesia del monasterio a pesar de sus altos muros góticos. La sensación se suma a la que producen las figuras decapitadas del Claustro de los Caballeros, cuyas cabezas fueron arrancadas por su uso como dianas de tiro para los soldados franceses durante la Guerra de la Independencia.

La sillería del coro superior del templo ha perdido importantes piezas con el abandono del monasterio tras la desamortización, pero merece una detallada visita. Sus tallas de pecados, demonios y enfermedades como la peste puede que aparezcan después en nuestras pesadillas. Pero el viajero no debe preocuparse porque, por mucho que se aleje en el espacio y en el tiempo, La Rioja sólo ocupará lugar entre los mejores sueños.

Figura orante en el Panteón Real

Figura orante en el Panteón Real (Pablo J. Casal)

Monasterio de Suso (finales del siglo VI) y detalle de la sillería del coro del monasterio de Santa María la Real de Nájera (Pablo J. Casal)

Hotel de las bodegas Marqués de Riscal diseñado por el arquitecto Frank O. Gehry

Hotel de las bodegas Marqués de Riscal diseñado por el arquitecto Frank O. Gehry (Pablo J. Casal)