Nueva oportunidad para conocer a un artista muy diferente; ‘On the table’ un recorrido completo por la vida y obra del artista a través de diversas piezas y materiales.
No está nada mal para un artista mundialmente conocido y al mismo tiempo rehén de su propio gobierno. El hecho de que no pueda salir de su casa, cercado y prisionero político en modo blando del régimen chino no evita que Occidente le haga olas. Por ejemplo ‘On the table’, en La Virreina Centre de la Imatge de Barcelona desde el 4 de noviembre. Una muestra que reúne diferentes itinerarios que invitan a abordar los temas fundamentales de la obra de Ai Weiwei como la multidisciplinariedad, el inconformismo, la disidencia y la condición mediática. En total son más de cuarenta piezas entre fotografías, vídeos, instalaciones, maquetas, esculturas, proyectos de diseño gráfico, publicaciones y música. ‘On the table’ traza un camino global de Weiwei, desde su paso por el Nueva York de los años 80 en el que se impregnó de lo contemporáneo hasta su situación actual como disidente vigilado y encapsulado por el gobierno de Pekín, que le considera un elemento peligroso e influyente.
Su obra se funde con su militancia en la denuncia de la falta de libertades en China; en el recorrido de la exposición es posible descubrir obras inéditas en diálogo con otras que ya se han convertido en iconos globales. Son objetos e imágenes cargados de sentido que reflejan la vida y la experiencia de Ai Weiwei. Aparecen las primeras series fotográficas de los 80 y 90 de Nueva York y Pekín respectivamente, o piezas más recientes como ‘Cao’, ‘Untitled (Ai Weiwei Studio Table)’ y ‘Untitled (Ai Weiwei Studio Chairs, Qing Dynasty, Qianlong)’. Todas las obras son “operaciones que trascienden formatos y disciplinas, infiltrándose y circulando también por redes sociales y ámbitos relacionados con la cultura popular”, como asevera el centro que las acogerá este invierno, que también expondrá pozas inéditas e instalaciones específicas con motivo de la muestra diseñadas por él mismo.
Hombre peculiar, mitad artista contemporáneo y mitad activista posmoderno, capaz de crear un “Gran Hermano” durante su arresto domiciliario para que todo el mundo pudiera ver cómo le trataban o de colgar en sucesivos post los nombres de los 5.000 muertos en el terremoto de Sichuán de 2008 por culpa de la mala construcción, a su vez derivada de la corrupción endémica que sacude China. Como él mismo dice en el documental sobre su obra y su lucha, “Trabajo como artista para resolver los problemas que la generación de mi padre no supo solucionar y para evitar que la de mi hijo tenga que luchar por ellos”.
Como consecuencia Ai Weiwei está en libertad condicional, tiene que hacer frente a una multa de 1,7 millones de euros por un crimen fiscal que no cometió y no puede salir del país porque no tiene pasaporte. El dinero lo conseguirá a través de donaciones de simpatizantes, amigos y del movimiento que genera su obra, que desde Londres a Alemania, EEUU y España ya traza el carisma de un artista contemporáneo que toca todos los palos: dibujo, escultura, instalaciones, videocreación o arquitectura, como atestigua su asesoramiento a Herzog & de Meuron para la construcción del estadio nacional Nido de Pájaro de las Olimpiadas de 2008. Porque Ai trabajó para el gobierno, sí, pero no por ello se calló. Igual que su padre, Ai Qing, el gran poeta chino a su vez represaliado por la Revolución Cultural de Mao cuando en China se castigaba a la gente por ser mayor y tener conocimientos.
Ai Weiwei empezó ya mal: en 1981 el grupo artístico al que pertenecía, Xingxing, que promovía la experimentación y el individualismo (tabú en el régimen, porque el individuo piensa, no sigue órdenes). Con 22 años huyó a Nueva York, conoció el arte pop y el conceptualismo, vital en toda su carrera artística y que vertebra su forma de expresión. Regresó en 1990 y empezó su larga obra que culminaría en el estadio olímpico Nido de Pájaro. Sus esculturas, fotografías y performances grabadas se convirtieron en puro oro para el mercado del arte: la fama y la fortuna le llevaron a la Bienal de Venecia, al Documenta de Kassel y la Tate Modern. Volvió entonces a tener problemas con el régimen chino al usar su fama como un foco sobre los problemas del país.
Según el periodista, comisario de arte y crítico Javier Díaz Guardiola, se trata de un artista que unifica en su ser el respeto y conocimiento de la tradición china y la necesidad de individualidad y libertad actuales, un choque de trenes que también estructura la actualidad social de su país, a medio camino entre lo que se supone que debe ser China y en lo que, gobierne quien gobierne, va a transformarse. Ai Weiwei es minimalista, conceptualista y un reciclador incansable de sí mismo y de otras influencias, como Warhol y el arte pop o la visión de Duchamp.
Su contacto con Occidente y el arte contemporáneo le convirtieron en un “bicho raro” capaz de expandirse a muchas disciplinas y aunar diferentes ideas en su obra. Pero sobre todo su arte se enhebra desde la lucha política, que de ser algo externo y tangencial se convierte en su trabajo en un elemento fundamental. Toda su carrera es un deseo y una llamada de atención continua sobre la libertad y las críticas a un mundo corrupto y absurdo. Una frase que apunta Guardiola del artista lo dice todo: “Es peligroso enfrentarse a las autoridades. Pero lo es más aún que nadie lo haga”.
En resumen, Ai Weiwei oscila siempre en torno a la dualidad tradición-modernidad, todo-partes, colectividad-individualidad, visibilidad y lucha política por tener más libertad, la cual a su vez es indispensable para poder crecer y mejorar. Un artista y activista en los que una dimensión y otra van de la mano, se confunden. Mientras en Europa y EEUU el activismo político en democracia es más crítica del sistema desde posiciones a veces muy propias de un burgués, aquí tenemos a un gran Buda paciente y luchador que usa el arte como arma, es decir, la inteligencia. Un artista a tener en cuenta, quizás el más visible pero también sólo la punta del iceberg de un gigante de mil millones y pico de almas que lucha por ser otra cosa, si su gobierno autoritario se lo permite.