Mañana 9 de junio el Museo Guggenheim abre sus salas para una retrospectiva que dará que hablar, porque el objetivo es Jeff Koons, a medio camino entre la genialidad y el marketing comercial puro y duro. Hoy mismo ha sido la presentación para la exposición que abre sus puertas mañana. 

 

Por cada guiño, sonrisa o alabanza que recibe Jeff Koons hay alguien que protesta por el grado de mercantilismo que ha alcanzado su obra, y él mismo. Un ejemplo: Manuel Vicent en El País hace no mucho (febrero de este año), donde lo diseccionaba con muy mala leche y no exento de razones. Pero es un artista peculiar: la sorpresa forma parte de su existencia tanto como las técnicas. Eso sí, tiene en su haber más que cumplida la primera regla de todo artista que quiera destacar y hacer carrera: tener una marca propia, un estilo único, algo que le diferencia del resto. Es un icono al que hacer una buena retrospectiva, y el Museo Guggenheim ejercerá de pedagogo para las masas con Koons del 9 de junio al 27 de septiembre. Una ocasión perfecta para echar un vistazo a un artista que deambula como un saltimbanqui entre la mercadotecnia de sí mismo y el arte. Un creador capaz de convertir cualquier cosa kitsch en arte.

La exposición es en realidad una maratón: fue creada, después de muchos años de trabajo, discusiones y pulsos con el artista, por el Whitney Museum of American Art de Nueva York, principal garante de la obra de Koons, en colaboración con el Centre Pompidou de París (a donde viajará en noviembre de este año), y el Museo Guggenheim Bilbao. El propio Guggenheim de Nueva York, la casa madre, intentó lo mismo en los años 90, cuando Koons llevaba más de una década reconvirtiendo los objetos pop del mundo moderno en nuevo arte reconstruido; pero se estrelló contra los listones de calidad y formato expositivo que impone Koons a sus obras. Puede hacerlo, es el dueño, pero el Guggenheim neoyorquino tiró la toalla cuando vio la factura de la exposición. Porque Koons se exige (y exige) mucho: ha tardado 20 años en terminar una obra, ‘Play-Doh’, sólo porque no daba con el material que necesitaba para imitar la plastilina. Es un pequeño ejemplo de cómo funciona su mente. O de cómo juega con su propia imagen pública, que también hay mucho de eso. Por ejemplo estuvo casado con Cicciolina, y la reconvirtió en un objeto más de su carrera.

Jeff Koons

Como le definió el director del Whitney Museum, Koons es “el Andy Warhol de su tiempo”, que es decir mucho. Su trabajo consiste, como en la mayoría de los artistas contemporáneos ligados de alguna manera con el pop art, en la reinterpretación (apropiación, deconstrucción y nueva simbolización) de los objetos cotidianos, como los perros hechos por globos por cualquier animador de una feria de fin de semana. Pero algo tan sencillo se maximiza cuando pasa por la mente de Koons. Warhol hizo lo mismo con las latas de sopa y los negativos fotográficos, así que ¿por qué no repetir la jugada pero con otros resultados? Porque los artistas se parecen pero no son iguales. Koons, por ejemplo, utiliza los retoques estéticos para reconvertir lo cotidiano en suntuoso lujo que entra por los ojos, de tal manera que hace el juego a las ansias sociales de prosperidad, por materialista y consumista que ésta sea.

Koons hace mutaciones simbólicas de los objetos, desde un globo a una aspiradora, un muñeco de Popeye (que luego vendió por 28 millones de dólares) o una colchoneta, da igual, el resultado son obras que terminan por simbolizar el propio arte contemporáneo y la imagen de marca, donde Koons es en sí mismo una obra de arte. Es el artista total, muy criticado por puristas, puritanos del arte y por la máquina mediática, pero también, al mismo tiempo, santificado porque ha conseguido lo que todo ego de artista sueña: ser un símbolo millonario de sí mismo. Gracias a esa proyección global de su arte y su persona alcanza el estatus que tiene hoy. Por eso es tan importante Koons: es una metáfora perfecta de cómo es el arte contemporáneo en estos tiempos, y sobre todo un espejo de la sociedad, frívola, desmedida, infantilmente ridícula en su fe religiosa por los objetos de consumo que Koons reconvierte en arte supremo que esa misma sociedad compra y devora extendiendo cheques infinitos. Es como Warhol o Dalí, un embudo de arte y ambición humana. Y nada delirante sino muy bien pensada.

El cuadro ‘Easyfun lips’ y una de sus esculturas de perros-globo  

Tiene otra ventaja, y esta no le va a gustar al artista comprometido actual: sus obras pueden ser asimiladas por el público no entendido a la primera. La virtud mediática y sociológica de Koons es que sus creaciones no tienen ese aire de inaccesibilidad que suelen tener otras piezas. Vamos a poner un ejemplo: a un lado un cuadro de Miró, que aparte de su calidad y simbología artística muy poca gente del común puede entender y apreciar; al otro el Popeye gigante y reluciente reinterpretado, que es apreciado al primer vistazo, que deslumbra y que conecta con la psique del observador que no tienen ni idea de arte contemporáneo. Koons ya ha ganado: tiene la atención del público, de los medios.

Y eso se traduce en relevancia, influencia y (¡magia!) dinero. Sus obras no sólo son apreciables al primer parpadeo, también tienen lecturas secundarias plagadas de referencias culturales que ayudan al artista a meterse en la cabeza de los espectadores. Hace el mismo juego que el pop art, el surrealismo o la fotografía contemporánea: lanza referencias que cada mente reconstruye y establece por separado para llegar al mismo punto, de tal manera que Koons siempre gana. Y siempre tiene el reconocimiento que busca, tanto de la crítica como del público, que parece estar esperando, como en una serie de televisión, lo que ocurrirá en el siguiente episodio. Pues en Bilbao tendrán otro, y muy grande.

La célebre escultura del perro que está frente al Guggenheim de Bilbao

Koons, el revienta récords de ventas

En 2013 un perro gigante hecho de globos de color naranja metalizado batió el récord de precio más alto por una escultura: 58 millones de dólares. ‘Ballon Dog (orange)’ forma parte, además, de la exposición que se podrá ver en el Guggenheim. Pero no es algo nuevo para él: ha superado tres veces las subastas de sus obras por encima de los 20 millones de dólares, lo que le pone a la altura de Van Gogh, Picasso o Warhol a la hora de extender facturas. Pero ellos tres están muertos, y Koons muy vivo. Tiene 59 años, aparenta muchos menos y tiene dos ideas fijas en la cabeza: sus obras deben tener el máximo nivel de calidad (lo que multiplica los gastos en material y las neurosis a la hora de exponer) y dejar que la máquina virtual del mercado del arte contemporáneo siga su curso. Que vendiera en una subasta de Christie’s por semejante precio una obra no es nada. Sólo la cumbre de esa modalidad de artista-empresa que ha consagrado el tiempo presente y que alcanzó las cotas más altas cuando las vacas eran gordas.

La cuestión es que hoy en Occidente las vacas andan a régimen, pero no entre los ricos y menos todavía entre los opulentos millonarios árabes y chinos, dispuestos a pagar lo que sea. Y no es un lugar común, es la realidad: la crisis económica voló por los aires el mercado del arte dominado por Occidente, y la caída de los coleccionistas de este lado del mundo abrió las puertas a los asiáticos y orientales que empezaron a ocupar el espacio vacío. Después de caer casi un 48% entre 2009 y 2010, en 2014 se alcanzó un pico delirante de 1.500 millones de euros en ventas gracias a la globalización de la demanda. Y no sólo han subido los precios, también la cantidad: entre 2004 y 2014 hubo un salto del 100% en volumen de piezas a la venta. Conclusión: el arte vende (mucho) y Koons es el rey.