Pintor a medio camino entre Dios y la Corte, entre el poder de la Iglesia a la que sirvió fielmente y de los poderosos del viejo Imperio Español, un mercenario (en el buen sentido) de la paleta convertido en una de las cimas del Barroco español. El Thyssen-Bornemisza retoma la exhibición de los clásicos.

La exposición ‘Zurbarán: una nueva mirada’ (9 de junio – 19 de septiembre) ofrecerá a los visitantes un recorrido por la producción del artista extremeño desde sus primeros encargos hasta las obras claves de su periodo de madurez; otra mirada a la figura prominente del Siglo de Oro pictórico junto con Velázquez (del que fue coetáneo y amigo) y Murillo, gracias sobre todo a cuadros recuperados e inéditos en España. En el catálogo de la exposición se advierte sobre todo el tema religioso y el retrato, consecuencia de sus dos vidas bajo mecenas bien distintos: el poder eclesiástico y el poder aristocrático. Sus cuadros estarán “enfrentados” con los de muchos de sus discípulos, como su hijo Juan. En total siete salas del museo para poder abordar un tema que podría aburrir y que, probablemente, a más de uno le recordará las clases y libros del instituto. Pero detrás de Zurbarán había algo más.

A cada autor hay que ponerlo en su contexto. El de Zurbarán era aquel siglo XVII forjado a golpe de misa y espada en una España que parecía más el Tíbet católico de los enemigos de la Reforma que un país organizado. Quien más poder tenía era, además de la Corte, la Iglesia. Y un artista, para prosperar, debía servir a uno de los dos poderes reales en aquella España sin burguesía. Por eso el universo pictórico de Zurbarán está llano de santos, santas, frailes (las órdenes religiosas eran las verdaderas protectoras del pintor), retratos del poder y la mitología clásica revisitada como tema recurrente con fin moralizante. Era muy propio del Renacimiento y el Barroco utilizar los mitos y leyendas grecolatinos para usarlos como lecciones morales, recordatorios. Era una de las pocas escapadas permitidas para pintores que todavía no habían roto lazos con la sociedad, algo que no harían hasta mediado el siglo XIX.

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Entre tanto, los maestros y genios de la paleta como Zurbarán tenían que buscar excusas para exhibir su potencial y sus ideas artísticas. En su caso fue imprescindible el uso del color. Como viene a demostrar esta exposición, Zurbarán se agarró al color, a las texturas del mismo y la imaginación. A lo largo de los 63 óleos de la muestra podemos ver sus piezas y las de sus discípulos reunidas como un abanico en el que se muestra el potencial que tuvo Zurbarán, en su tiempo y en el efecto de los demás. Cada maestro influye a los siguientes, sucesivamente, como una larga cadena. Según los organizadores de la muestra, como Guillermo Solana, Zurbarán influyó en pintores como Manet o el realismo del siglo XX. Para organizarla el Thyssen-Bornemisza ha contado con la colaboración de su competidor/aliado, el Museo del Prado, que estuvo tentado de hacerse con este proyecto expositivo.

La muestra incide una y otra vez en desmontar el mito del pintor religioso, espiritual y algo “meapilas”. Fue hijo de su tiempo, sin más, y entre un encargo de subsistencia y otro tuvo tiempo para recrearse en el poder evocador del color, usado como algo más que un elemento, más bien como el motor de su poderosa imaginación pictórica y el gusto por el detalle. Un realismo llevado al máximo nivel mientras que Velázquez terminó sus días anticipando el impresionismo con cuadros de pinceladas rápidas y mínimas. Zurbarán en cambio hacia incluso los pespuntes de los trajes de los personajes. Y las posturas: ojos al cielo, manos abiertas, brazos en cruz, todos a punto de entrar en éxtasis, en posiciones extrañas, escorzos y mantos, muchos mantos.

Francisco de Zurbarán (1598-1664) pasó de Badajoz a Madrid pasando por Sevilla con su talento. El mismo tránsito hizo también de unos principios prometedores en la escuela italiana del claroscuro hacia otra posición más vívida, donde el color y la potencia espiritual lo eran todo. Fue uno de los grandes de la Contrarreforma, místico donde los haya y alejado del realismo humano (que no del pictórico) y entregado al arte de dotar de trascendencia espiritual a personajes, momentos y situaciones. No hay que olvidar que uno de sus mejores cuadros, ‘Cristo en la Cruz’ (1629), le valió fama, sueldo y casa en Sevilla por gracia de los Dominicos y el concejo local.

Zurbarán expo 2015