Estilizado, reivindicativo, regateador, extraño y extranjero en un Imperio que le encorsetó pero al mismo tiempo le dio cancha para poder ser él mismo, así era El Greco.
Llegó de Creta con sus problemas de visión y su particular estilo, con esos colores cenicientos y las figuras estiradas hacia el Cielo, con sus regates a la Inquisición española, siempre atenta a quien se saliera de los raíles de la tradición, y aún así marcó una época en el arte de aquel Imperio español condenado al fracaso político y la excelencia artística. Este año se celebran los 400 años de su fallecimiento, y es una oportunidad de oro para conocer mejor a un pintor iconoclasta y extraño, tan diferente al resto que dejó una huella y un estilo inimitable.
El Greco aterrizó en España en 1577. Por entonces era rey, verdugo y Sol un tal Felipe II y sus primeros encargos fueron en Toledo, una ciudad que quedaría unida para siempre a su nombre y su obra. Allí pintó ‘El expolio de Cristo’ y ‘El martirio de San Mauricio’: la Iglesia y la Corona pagaban y el estilo gore del arte católico siempre ha sido una marca de fábrica. El primero está en El Prado y el segundo en El Escorial, dos de los destinos preferidos de muchas de sus obras. También en Toledo están sus obras para el retablo de Santo Domingo el Antiguo, diseminadas por medio mundo, desde San Petersburgo al propio Toledo, que conserva tres piezas que son visita obligada. También en la vieja ciudad imperial conoció El Greco de cerca la hospitalidad del poder en España: quiso cobrar más por piezas que él creía de más calidad que lo que le daban y no desistió hasta que la amenaza de la cárcel le hizo echarse atrás. España, siempre tan exquisita con los artistas.
‘El licenciado Jerónimo Cevallos’, ‘El soplón’ y ‘Las lágrimas de San Pedro’
No se llevó bien con Felipe II: ni el rey enfermo quedó satisfecho con aquel extranjero ni el griego entendió bien las brumas que anegaban la mente de un monarca tan flexible como un muro de piedra. Pero es que el cretense natural de Candía y veneciano por obligación (la isla pertenecía entonces al imperio veneciano) ya tenía experiencia en pelearse con todo el mundo: en Roma a punto estuvo de acabar entre rejas por sus disputas con el cardenal Farnese y por las trifulcas con Miguel Ángel, del que dijo auténticas burradas. Allí conoció a nobles castellanos que le animaron a viajar más al oeste y ponerse al servicio del Imperio por definición de la época. Al hacerlo sellaba una historia de amor-odio con un país que le marcaría de por vida. Y tras la muerte, en la eternidad de una leyenda que le colocó como un místico (cuando no lo era) y un hispano de pura cepa (cuando nunca olvidó su origen griego). Fernando Marías en su descomunal obra ‘El Greco. Historia de un pintor extravagante’ (Ed. Nerea) demuestra que Doménikos Thetocópulos (El Greco) era un impenitente que andaba siempre entre pleitos y que se atrevió a regatearle cuadros a Felipe II, del que dicen que hacía temblar a obispos y generales cuando entraba en la habitación.
El Greco regó España de obras que obedecían siempre a los gustos más o menos fingidos de sus mecenas, pero sus pulsos con ellos eran continuos. Griego, italianizado y para colmo de males medio veneciano, lo tenía todo para estrellarse en una España que el historiador Eslava Galán siempre ha definido como el Tíbet de Europa. Llegó subido en el caballo blanco de su ego y terminó regateando a la Corona, a la Inquisición y a más de un noble; decepcionado pero conocedor de que la oligarquía hispana tenía dinero, se dedicó al retrato y a la pintura mística por necesidad, algo que marcaría para siempre su carrera. A partir de ahí se convirtió en el “pintor manierista” por excelencia, el tipo raro que alargaba las caras y que siempre apuntaba hacia el Cielo divinizado del catolicismo contrarreformista que necesitaba de su talento para forjar a golpe de pincel la imagen de marca de un catolicismo que tuvo una victoria pírrica: el Concilio de Trento al que sirvió El Greco mató las opciones reales del catolicismo en Europa, aupó a los protestantes y condenó a la miseria histórica a generaciones enteras mientras en el norte aparecían la Revolución científica, la Ilustración, el liberalismo, la democracia…
‘La mujer del armiño’, ‘El caballero de la mano en el pecho’ y ‘El Salvador del mundo’
La razón real, según muchos historiadores del arte, por las que alargaba las figuras era para desmarcarse del resto. Durante siglos se ha hablado de un astigmatismo galopante, incluso de cierto grado de daltonismo para explicar los colores. Pero resulta que ni era un místico (Marías ha demostrado que en toda la documentación apenas hay referencias religiosas y sí muchas cuitas por dinero) ni tenía demasiados problemas oculares. En realidad eran trucos para distinguirse del resto de pintores de la época y por pura expresividad: los cánones marciales del arte religioso le encorsetaban y él se soltaba alargando las figuras para dotarlas de más belleza y presencia, y sobre todo las retorcía para darle expresividad. Lo de la altura desproporcionada era muy del estilo manierista y no fue el único, si bien sí que fue el que mejor rendimiento le saco. Belleza y expresión, dos características del arte libre que él no podía usar porque la fusta del mecenas tradicionalista estaba siempre preparada. En esa adaptación al mundo hispano imperial El Greco tuvo que sacrificar muchas cosas pero a cambio desarrolló un estilo muy personal que le separó del resto. Por eso quizás lo hiciera, para dejar claro que su ego, acosado, no había muerto.
Odiado por los clásicos, venerado por las vanguardias
El Greco fue uno de esos pintores españoles que repudiado por una época y amado por otra. Concretamente fue pasto de los odios del clasicismo y el realismo, pero luego, ya despuntando el alba del siglo XX, fue santo y seña de gente como Picasso, que le señaló como el promotor ulterior del cubismo y de muchos de los tics de las vanguardias del siglo XX. La primera gran exposición española fue en 1902, año que significó el principio del idilio oficial y privado de España y el arte con aquel tipo tan opaco y raro. Muchos le tomaron por una especie de profeta premonitorio de lo que vendría, algo que también la pasaría a Goya con sus pinturas negras. La locura sorda y la confusión del aragonés le condenaron ya entonces, pero luego fue convertido en un genio imitado y mitificado. El Greco jugó ese papel también para cubistas y expresionistas. Incluso Dalí le señaló como un punto de referencia a la hora de escenificar sus obras pictóricas. Entre los cuadros de referencia están ‘La apertura del Quinto Sello’ y su particular ‘Laoconte’, que no deja de ser la correa de transmisión entre la ya clásica escultura y el siglo XX. En ambas obras se atisban la disposición espacial y los movimientos retorcidos y alocados de las vanguardias y forman parte del Año Greco.
El grupo del Laoconte
Breve biografía de un pintor diferente
Doménikos Theotokópoulos, El Greco, nació en Creta en 1541 y falleció en Toledo en 1614. Entre medias su vida pasó por su isla madre, Venecia, Roma y España, siempre con el manierismo y su particular estilo como marca de identidad. Vivió en la isla hasta los 26 años como pintor de iconos bien remunerado, para luego aspirar a más y con su talento viajar a Venecia, donde estudiaría pintura a la sombra de Tiziano y Tintoretto. Después dio el salto natural hacia Roma, donde se impregnó del estilo de la época, el manierismo. Y de ahí a Toledo, donde le dieron los primeros encargos y contactó con la Iglesia, la Corona española y las oligarquías castellanas. En su estilo fundió el aire bizantino con el Renacimiento italiano y las variantes propias de su adaptación a España. Gran parte de su obra son retablos para iglesias, retratos y cuadros de devoción para la Iglesia, donde siempre aparece el manierismo al estilo de El Greco: figuras expresivas, deformadas y de belleza angelical, siempre con un contraste de colores muy acusado. Firmó siempre con su nombre en griego.
Llegó a España entre 1576 y 1577 para realizar encargos para El Escorial (en construcción en aquella época) y para la capital de la Contrarreforma, el Toledo imperial, una de las ciudades más populosas de Europa y por donde pasaba buena parte del dinero del Imperio. Pintó obras para Santo Domingo el Antiguo y para el Cabildo catedralicio toledano. Si bien su aspiración profesional era convertirse en pintor de la Corte de Felipe II la realidad es que el rey nunca le demostró mucho interés y finalmente optó por adaptarse a la vida toledana, que no tenía nada que envidiar a la del Madrid de la época. Gracias a eso ‘El entierro del Conde Orgaz’, una de sus mejores obras, está en Toledo, donde alcanzaría una gran reputación profesional: curiosamente su etapa final (entre 1595 y 1614) fue la de mayor trabajo, con su propio taller. Sin embargo el regateo de los precios finales de sus obras obligó a El Creo a endeudarse para seguir adelante. Finalmente, y tras acordarlo con la congregación de monjas de Santo Domingo el Antiguo, consiguió una capilla familiar que luego sería trasladada a San Torcuato por otra pelea (incluso después de muerto) con la Iglesia. El panteón fue destruido en el siglo XIX al ser demolida esta iglesia.
Autorretrato