Por encima de las ideologías, las creencias y los dogmas políticamente convenientes para unos y otros, las matemáticas y la física no mienten. Todos los registros de 2018 demuestran que fue el año más caluroso de media en todos los océanos del planeta, con terribles consecuencias. Tres estudios conocidos este mes muestran que este aumento provoca cambios en el oleaje costero, en el deshielo acelerado y en el futuro de las reservas de agua dulce subterráneas.

Los océanos son acumuladores térmicos: guardan el calor incluso a profundidades superiores a los 1.000 metros, donde la luz apenas llega. Eso significa que todo el planeta se recalienta, y la atmósfera es una dinamo física que transmite parte de ese calor a los mares, que lo atesoran para desgracia de los ecosistemas. Y la nuestra. De hecho los registros de 2018 demuestran que la subida de temperatura se ha dado incluso a 2.000 metros de profundidad. El dossier de datos fue publicado en Advances in Atmospheric Sciences (con dirección de Cheng Lijing) en el número de este mes de enero, anticipando lo que ya se sospechaba, que vivimos en un ciclo de alta temperatura que no tiene apariencia de acabar inminentemente.

Basta una comparativa con el promedio entre 1981 y 2010 para darse cuenta de que la curva es ascendente: en 2018 la subida representó 19,67 x 10 elevado a 22 julios (unidad de calor) respecto al promedio de referencia de esos años, lo que supone a su vez un aumento de 0,91 x 10 elevado a 22 julios respecto a 2017. Puede parecer poco, menos de un punto, pero si el lector tiene en cuenta que esa variación representa 10 millones de veces la energía liberada por la bomba atómica de Hiroshima, comprenderá la terrible situación en la que se encuentran los mares del planeta.

Ya no hay dogma o ceguera de fe o ideológica, ignorancia o cálculo contable corporativo que aguante semejantes datos. Los físicos consideran los océanos como el mejor baremo de control de la temperatura terrestre, tanto como para ser la regla de medida de cómo evoluciona el cambio climático, que no supone que haga más calor, siempre, sino que el clima se desestabilice y se haga más extremo. Al contrario de lo que creen muchos, el cambio climático no supone necesariamente más calor, sino que los veranos sean más largos y calurosos, y los inviernos más cortos y violentos.

En realidad ese calentamiento global es producto del desequilibrio atmosférico; los cielos terrestres se saturan de gases de efecto invernadero, con lo que guardan más calor. Éste no se libera, sino que satura los ciclos climáticos y los desequilibra, además de ser atrapado en los océanos de todo el planeta, lo cual a su vez acelera el deshielo de los casquetes polares. El proceso en espiral tiene mucho de dinamo: más calor supone más deshielo, y por lo tanto más volumen de agua en circulación; al haber más agua en los océanos y más calor se produce mayor evaporación, con lo que la atmósfera se vuelve mucho más tormentosa, hay más lluvias virulentas allí donde siempre ha llovido y más sequía en las regiones donde climatológicamente hay más sequedad.

A su vez, al ser los océanos más calientes y haber más agua, se producen olas más grandes y mareas más fuertes, lo que ya amenaza directamente al 60% de la Humanidad que vive en las costas o cerca de ellas. A su vez, a nivel biológico, más temperatura implica el blanqueamiento de los corales y con su deterioro, la desaparición del nicho ecológico en el que viven muchas de las especies de aguas poco profundas. Esto conduce también a una pérdida de diversidad biológica, uno de los pilares de la propia vida en el planeta. Y por supuesto altera los ritmos de las cosechas, de la pesca, de todo lo que sustenta a la Humanidad. De una forma u otra, el cambio climático nos golpea desde varios niveles.

Consecuencias: amenazados los pozos subterráneos

Una de las consecuencias del calentamiento, aunque a escala temporal mucho más larga, es en los depósitos de aguas subterráneas, de los que viven 2.000 millones de personas en todo el mundo. Más que de los ríos, convertidos ya en desagües industriales y urbanos. Bajo tierra, entre grietas, depósitos naturales y tierras compactadas de roca, el agua dulce de lluvia acumulada durante millones de años es vital para la Humanidad. Y aquí también llega el cambio climático, aunque con la forma de una bomba de “espoleta retardada”, ya que la escala de cambio no se mide en ciclos humanos (100 años), sino en mucho más.

El estudio de un equipo de la Universidad de Cardiff dirigido por Mark Cuthbert, publicado en Nature Climate Change para que fuera de conocimiento público, muestra que ese efecto de bomba de tiempo podría darse en los depósitos subterráneos al alterarse el ciclo de lluvias que reponen esas mismas aguas. Los ciclos del agua se amoldan a los baremos físicos, pero en el caso de las aguas bajo suelo podrían tardar siglos en adaptarse por sus condiciones particulares. Estos depósitos se reponen por la lluvia filtrada desde el suelo o por canalizaciones naturales que conducen al subsuelo; a su vez, la física manda, el relleno empuja al agua también a buscar salidas naturales en forma de ríos, fuentes y lagos, que siempre desembocan en el océano. Es el equilibrio natural establecido.

Si esa recarga se alterara por una reducción drástica de las lluvias en las zonas más expuestas al calentamiento atmosférico (y por lo tanto a las sequías prolongadas, como por ejemplo España) los niveles inferiores mantendrían la descarga, pero se vaciarían más deprisa de lo que se rellenan. Provocaría un nuevo ciclo del agua bajo tierra que impactaría directamente en la cantidad de agua disponible para los humanos. Y lo peor es la escala temporal: los cambios producidos en los últimos 30 años sólo podrán verse dentro de un siglo o más, por lo que se vuelve mucho más peligroso.

Consecuencias: olas gigantes

Ya lo mencionábamos anteriormente, pero a más agua en circulación (proveniente del deshielo), más virulencia oceánica; y a más calor, más choque térmico y por lo tanto más inestabilidad atmosférica que produce a su vez más marejadas. Un estudio internacional en el que ha participado la Universidad de Cantabria y la Universidad de California en Santa Cruz (EEUU), publicado en Nature Communications, ha permitido establecer una correlación entre el cambio climático y el ratio de oleaje, su volumen y los posibles impactos en infraestructuras costeras, vitales para la sociedad humana. Desde 1948 ha crecido a un ritmo de 0,4% en paralelo al calentamiento del mar.

La energía física de impacto de la ola y su tamaño han cambiado desde entonces, en especial en los denominados “valores extremos”, esto es, en condiciones de tormentas. Estas correlaciones no se habían detectado de manera tan firme antes; el nuevo estudio se centró en la energía de la ola oceánica, provocada por el viento y por el efecto acumulativo del movimiento ondulatorio del agua cuando recibe un impulso. Es lo que se conoce como “potencia de onda”, la cual ha aumentado en asociación directa con el calentamiento oceánico.

Consecuencias: deshielo acelerado

Una consecuencia final del aumento de la temperatura del mar es que acelera el deshielo. Combinado con el recalentamiento atmosférico realiza un efecto pinza contra los depósitos de hielo, especialmente allí donde se requieren condiciones más concretas, como la Antártida, que se deshiela seis veces más deprisa que hace cuarenta años. Concretamente ha multiplicado por seis el volumen total anual, según el estudio internacional publicado en PNAS y que ha involucrado a la NASA, la Universidad de Utrecht y la Universidad de California.

Esta fusión acelerada ya había aumentado 1,27 cm de media el nivel del mar entre los años 80 y 2017, pero es sólo una consecuencia del enorme total de masa de hielo licuada. Puede parecer poco, pero hay que entender que es un proceso lento acumulativo, y que una variación de 1 cm en el nivel medio supone mareas más largas, altas y violentas contra las ciudades costeras. Para poder calcularlo realizaron el mayor estudio estadístico hasta la fecha en la Antártida, que abarca cuatro décadas, 18 regiones antárticas, 176 cuencas y las islas circundantes. Se utilizaron mediciones directas del nivel de nevadas en las cuencas interiores, la descarga de hielo en el borde de los glaciares, fotografías aéreas y el sistema de satélites Landsat de la NASA.

El resultado da miedo: 40 gigatoneladas de hielo se licúan al año (una gigatonelada es un billón de toneladas), con una aceleración nunca antes vista de 252 gigatoneladas entre 2009 y 2017, abismal si tenemos en cuenta que en las tres últimas décadas del siglo XX el ritmo era de 48 gigatoneladas anuales. Y casi todo proveniente de la Antártida Oriental, donde se acumula la mayor cantidad de hielo perenne del polo sur, lo que implica que el núcleo mismo de la reserva ya está afectada.