Un viaje a un tiempo anterior, cuando los primeros exploradores llegaron al norte de Tenerife, poblada entonces sólo por guanches, y esa gran falda era puro verdor y naturaleza salvaje a los pies del Teide, cuando era el mirador del Atlántico.
FOTOS: Sebastián Nieto
El lamento de los mundos perdidos es eterno en la literatura. Habló de ellos Homero, Virgilio, Milton e incluso Shakespeare, del que copiamos esa frase clave, “aquel reino desconocido”, tal y como él definió a la Muerte, que fue finalmente la que destruyó aquel lugar concreto en el tiempo y el espacio. Debió ser sobrecogedor llegar desde un barco, quizás incluso 100 años después de que ya culminara la conquista. Puede incluso que en a principios del siglo XX todavía hubiera rastro de aquel mundo espectacular. Un pasado lejano pero que desde la botánica, la geología y la biología puede reconstruirse.
Un pretérito que fue real: apenas un puñado de comunidades de guanches, antiguos pobladores de la isla, en un número tan bajo que más que colonizadores venidos desde África eran “invitados” a la fiesta de la naturaleza en ese norte tinerfeño: lluvias estables, torrenteras estacionales, vegetación tupida en las zonas medias y altas, con costas agrestes pero donde el suelo era fértil y se podía cultivar o criar ganado. Un paraíso natural sostenido por la peculiar condición climática de Canarias: es en realidad más fría de lo que debería ser por su posición geográfica, y eso hace que la vida se diversifique. Era un lugar concreto, en un tiempo concreto. Y como todos los mundos perdidos, mitificado.
Bosques del Parque Nacional de las Cañadas del Teide
Ante los ojos del foráneo se abría un inmenso muro verde que se extendía de este a oeste, como una gran media luna esmeralda. Con el tiempo ese reino verde retrocedió lentamente o se mezcló con el nuevo mundo, un país de puntos blancos y de colores varios que son las ciudades humanas. La salpicadura de la civilización que se abrió camino y modificó las zonas más bajas que hoy, desde un barco, son de un blanco extraño de mosaico que casi lo ocupa todo. Lo que no ha cambiado, todavía, es el gigantesco Tedie, volcán mitológico objeto de adoración por los antiguos guanches, al que llamaban Padre con razón, porque es, en último término, el que define si hay vida o no en la isla. De entrar en erupción es muy probable que todo cambiara sin remisión.
A los pies del muro verde las aguas son de un color azul oscuro, más frías y bravas que en el sur. Golpean con fuerza, forjando calas en las que se refugian playas de arena negra y de piedras dispersas, fruto de las múltiples erupciones volcánicas de las que nació la propia isla. El fuego ha forjado ese gran muro, y la naturaleza lo cubrió después. Los valles se abren uno tras otro, en paralelo, de un punto cardinal al otro, pequeños mundos donde el clima cambia en apenas unos metros, reinos cubiertos de nubes bajo las cuales florece la agricultura y esa vida de antiguas colonias convertidas ya en una sociedad contemporánea con todos sus fallos y sus virtudes. En el centro domina uno sobre el resto, el antiguo valle agrícola de La Orotava, en el centro mismo de ese arco, Nace en las cimas de la dorsal y desciende hasta el azul intenso. En invierno puede verse coronado por nieves que son como suspiros y recordatorios de que Tenerife es el techo de España, y que una noche de enero en las faldas del Teide no tiene nada que envidiarle a un fiordo noruego.
Valle de La Orotava, ocupado y saturado por el urbanismo
En ese descenso se pusieron los cimientos de comunidades acunadas en aquella cultura del campo entre escalonadas parcelas de vid, plátanos y hortalizas, y que todavía resiste el auge del gran monocultivo del presente, el turismo. Casi al final surge el Puerto de la Cruz, alma turística donde las viejas casas de siempre, níveas con tonos verdes, amarillos o tostados, se codean con los nuevos hoteles. Ese barco moderno que ya no ve el viejo mundo, pero si el nuevo, se topa con una gran ola de cemento que baja desde la zona media hasta la costa, pero también la fuerte geología de la isla. El antiguo puerto de mercancías por donde partían a Europa los vinos tinerfeños es ahora el refugio de cientos de pescadores que parten todas las mañanas hacia el gran azul. Un último recuerdo de lo que fue.
En ese golpe de vista podemos ver la medianías, fincas levantadas muchas veces en terrazas para salvar el fuerte desnivel, acunadas por los vientos Alisios, los mismos que suavizan el clima de todo el valle hasta convertirlo en una eterna primavera. En esos pequeños vergeles, generaciones de canarios han arrancado a la tierra vinos blancos secos, y ligeros, tintos y un producto único: unas patatas diminutas utilizadas para hacer uno de los grandes platos locales, las “papas arrugadas”. Los canarios viven de lo que tienen, si bien el mundo moderno modifica conductas y dietas, pero lo que no cambia es esa tradición donde podemos seguir los vestigios dejados por aquellos primeros colonos que vieron el gran muro verde.
Puerto de la Cruz
Sólo por encima de esa civilización de cemento, pavimento y naturaleza domeñada aparece el resquicio del reino perdido. Sus huellas nacen en las masas boscosas que arrancan allí donde las nubes chocan con la tierra. En gran medida son bosques de pino canario, especie única resistente al fuego y algunas bolsas de laurisilva que aún quedan en Tenerife, supervivientes de la intensa vida humana que no ha respetado el vergel original. Bosques húmedos de un poder evocador extraordinario y que son pura vida, cultural natural del agua, pero que apenas ya sobrevive. Y más arriba la última frontera, las Cañadas del Teide, otro mundo, otro planeta, el jardín personal del Teide donde apenas el ser humano ha dejado un Parador Nacional solitario, un par de casas más y refugios para escaladores. Muy poco teniendo en cuenta la superpoblación de la costa. Desde su cima, una vez terminado el ascenso desde el mar, se puede contemplar lo que queda del gran abrazo verde y azul que hubo en un tiempo pasado que ya no volverá, desde el Macizo de Anaga al este hasta Teno en el oeste, abriéndose como un abanico que se entrega a los brazos del Atlántico.
Pico Viejo en invierno (Cañadas del Teide)
La Dorsal, el gran muro verde que persiste en el norte de Tenerife
Valle de la Orotava de noche
Bosque de pino canario