Los viajes no tienen por qué ser a cientos de kilómetros, en otro lugar. Basta caminar, mirar y soñar un poco. Especialmente en los museos, que necesitan algo más que pasos perdidos y una guía en la mano.

Por Luis Cadenas Borges

Ha pasado mucho tiempo desde que la rama española de los Habsburgo empezara a coleccionar cuadros. Quizás habría que otorgarles el mérito de la opulencia: fuera su aburrimiento o su gusto por la ostentación, el simple acto de encargar un cuadro y atesorarlo se convirtió en el principio de una historia entre Madrid y la pintura que ha desembocado en un negocio cultural, un símbolo universal que como un agujero negro artístico atrapa todo (presupuestos, críticas, elogios, turistas, reportajes como este…). Es un auténtico viaje en sí mismo, pero en el que se unen los pasos perdidos entres las salas con el viaje interior del paseante. Este es, pues, un viaje muy diferente.

Hace algunos años, un periodista holandés calculó cuántos pasos había que dar para poder decir que se había visto El Prado, el mismo museo que se había pateado durante años: 5.000. Es más que probable que se quedara corto. El Prado lo es todo desde que los Austrias empezaran a gastar en pintura, permitiendo que el retrato y el costumbrismo alcanzaran consideración de genialidad en los pinceles de Diego Velázquez con el primer “cuadro moderno” de la historia, Las Meninas, que a diferencia de muchos otros ha conservado su ubicación habitual en el Museo del Prado. Probablemente es una de las dos grandes pinacotecas de Europa, y el cuarto pilar en todo el mundo junto con el Hermitage de San Petersburgo y el MOMA de Nueva York.

Después de casi una década de obras, de vallas metálicas y plásticos verdes, de una imagen amputada, mutilada y mil y una polémicas con arquitectos, partidos políticos y usuarios, El Prado volvió a ver la luz en 2009. Lo hizo con una considerable ampliación arquitectónica que abría la parte trasera y la conectaba con los Jerónimos y el famoso cubo de Moneo: cafetería, auditorio, cuatro plantas para exposiciones temporales, una tienda abierta, más luminosidad y una reordenación de los fondos visibles, porque los invisibles son casi tan grandes como lo que el mundo ha podido ver ya.

El Prado sólo le obligará a hacer cola por el aluvión de gente que se encontrará, pero los accesos abiertos son más que suficientes: puerta de Murillo (la que da al Jardín Botánico), puerta de Goya (la segunda más famosa, con el aragonés bien visible y esas escaleras dobles que recuerdan a un templo romano), la puerta de Velázquez (típica, tópica pero imán de fotógrafos y paseantes), y la nueva de los Jerónimos en esa parte posterior moderna que une el edificio religioso, el Cubo y el antiguo palacio convertido en la cueva del tesoro, el mismo por el que arriesgaron su vida restauradores, soldados y amantes del arte durante la Guerra Civil.

Seguro que alguno de los que leen estas líneas ahora recuerdan la película ‘La horade los valientes’, con un Gabino Diego que se juega todo por salvar el retrato de un Goya avejentado y superado por la infamia de la guerra, la locura y la edad. Ese mismo cuadro pequeño y que casi pasa desapercibido en las salas superiores del antiguo edificio y que con una luz cenital parece llamar sólo a los que sepan mirar más allá de los grandes cuadros que llenan paredes. Si entra por esos tornos modernos Encontrará un hall abierto, alto y amplio: a su izquierda, las nuevas instalaciones, con el auditorio, las salas bajas y las escaleras mecánicas para subir las tres plantas del cubo, para poder llegar hasta la reconstrucción del claustro de los Jerónimos y las estatuas de los grandes reyes hispánicos, con la dinastía de los Austrias a la cabeza. Por algo fueron ellos los que más empeño pusieron para hacer colección: la vista puesta en el arte y no en la política de un imperio que se derrumbaba por su ineptitud.

Al frente, la nueva tienda, el destino preferido de los que no quieren arte sino el souvenir de poder haber estado donde todo el mundo le ha dicho que debe ir, aunque no lo desee de verdad. El turismo barato tiene estas cosas. A la derecha se puede ver, a través de grandes ventanales, la trasera del palacio de Villanueva, y el acceso a la colección permanente. En esa misma planta está el grueso antiguo de los fondos: Van der Weyden, El Bosco, Patinar, Durero, Rafael, Tiziano, Tintoretto y la primera de las plantas de Goya, el otro gran invitado estelar de un edificio que todos recordamos por el sevillano Velázquez. En la segunda también está Goya, pero aquí junto a Reynolds, Gainsborough, Tiépolo, Mengs, Murillo, Ribera, Velázquez, Rubens, Caravaggio, Poussin, Tiziano y El Greco.

Las rodillas duelen, y los pies, hay que parar para poder asimilar antes de que el cerebro, que ya no puede distinguir estilos, épocas o influencias, ni siquiera el gusto puede ya ser un buen guía. Es un dicho común pensar que sólo podemos apreciar en un museo los primeros 20 cuadros. Después, todos son iguales. El periodista de los 5.000 pasos sostenía que eran incluso menos, porque la marabunta de gente aborrega el entendimiento. Es la hora de marchar.

Con un poco de suerte quizás algún día el edificio de los Jerónimos se llene de la parte invisible del Prado. Deberían ver la luz, esas salas vacías del cubo deberían llenarse. Más de 400 años de pintura unidos por miles de escalones desgastados, de ascensores que se han quedado algo pequeños, de rincones perdidos, de cuadros de un Tiziano a sueldo de Felipe II y Carlos V, de un Goya alucinado por la guerra, de los enanos inimitables de Veláquez, de los monjes de Zurbarán, de ese caballero español enjuto, grisáceo y místico con la mano en el pecho que es uno de los más copiados por los pintores amateurs que llegan al Prado, del sueño de Jacob que pintó Ribera, del retrato de Durero o de la pieza maestra que tantos y tantos simbolistas han observado hasta la náusea, ‘El triunfo de la Muerte’ de Brueghel el viejo, emparentado con ‘El jardín de las delicias’ del grandísimo Bosco, uno de los preferidos de Felipe II. Sea como sea de larga la zancada, probablemente el holandés se quedó corto.