Se cumplen ocho años de la desaparición de uno de los genios del teatro norteamericano del siglo XX; Antonino de Mora Taberner nos habla de este hombre pasional en todos y cada uno de los sentidos de la vida.
Por Antonino de Mora Taberner
Que Arthur Miller fue un hombre inquieto lo demuestran sus tres matrimonios y aquella frase que dejó para la posteridad “La vida es como una nuez; no puede cascarse entre almohadones de plumas”. Nació en Nueva York en 1915, una ciudad y una época en que la exaltación se apoderaba de todo a su alrededor, en que la incertidumbre del qué pasará llegaba a través del sonido de la Primera Guerra Mundial hasta las eternas avenidas de la ciudad de los sueños. Nunca estuvo quieto más que para plasmar su vida en el papel, nunca pudo disfrutar de la paz de una vida tranquila más de un par de años, aunque bien pensado ¿quién podría vivir dos guerra mundiales, una crisis económica sin precedentes, sufrir en sus carnes la caza de brujas y estar casado con Marylin Monroe y querer disfrutar de una vida de paz y tranquilidad?
Sus días comenzaron bajo el abrigo del Central Park de Manhattan. Su padre era, valga la redundancia, el dueño de una próspera fábrica de abrigos que se fue al traste cuando la bolsa cayó en el 29. Con el negocio familiar en quiebra, la economía por los suelos y la Generación perdida de Hemingway o Scott Fitzgerald como ejemplo de los jóvenes que se atrevían a ensalzar la pluma como arma preferida, comenzó a escribir a la vez que estudiaba esa profesión que siempre ha ido de la mano con los que una vez nos enamoramos de las letras: el periodismo. En la Universidad de Michigan comenzaron a lloverle los premios, el primero fue el Avery Hopwood. Y poco después, se enamoró.
Miller de joven en los años 30 y en la vejez
Lo hizo tantas veces que estaba condenado a vivir una trágica existencia por ello. Se enamoró y mucho del teatro, de ese género que amaba hasta la saciedad y que era el único que podía dar vida a su pluma: “El teatro es tan infinitamente fascinante porque es muy accidental, tanto como la vida”, decía. Comenzó con una comedia, ‘Todavía crece la hierba’ (1938), y siguió con otra, ‘Un hombre con mucha suerte’ (1940). Y de repente, esa vena social y reivindicativa que lo acompañaría a la postre, surgiría con ‘Todos eran mis hijos’ (1947) y ‘Muerte de un viajante’ (1948), sus dos primeros y grandes éxitos. Las risas dejarían paso al más profundo llanto de la América de los cincuenta.
El sueño americano del que tanto se jactaban sus compatriotas quedaba al descubierto con la obra que, paradójicamente, catapultaba al éxito de ese sueño a su autor. ‘Muerte de un viajante’ la llevaría al cine después el director László Benedek y llegaría a obtener cinco nominaciones al Óscar que jamás conseguiría, muy probablemente porque no merecía la gloria del libro. La obra y más tarde el propio film homónimo, intentan poner sobre tierra la absurda creencia de que el dinero llega rápido, llega fácil y no necesita trabajo, la estúpida creencia americana de que la vida es más sencilla de lo que la pintan. Con 34 años, Arthur Miller había sacado a la luz su mejor obra y se había llevado a casa el Pulitzer y el Tony, no se podía pedir nada más… ¿o sí?
En 1953 escribió ‘Las brujas de Salem’, una obra ambientada en los juicios de la aldea del mismo nombre en el Massachusetts de 1692, en el que fueron condenadas a muerte veinticinco mujeres acusadas de brujería. A parte de valerle el segundo premio Tony de su carrera, Miller arremetía con ella a la caza de brujas que él y diversos compañeros de profesión, como el cineasta Elia Kazan, íntimo amigo suyo; sufrían por parte del gobierno norteamericano por sus ideales políticos. Se convertía así en autor y protagonista escondido de la obra y comenzaba una guerra sin tregua contra las instituciones políticas de su país que duraría toda su vida. El propio escritor declaró años después que “esa situación de persecución sin tregua que viví, no dependía de ningún acontecimiento político o sociológico concreto. La escribí (Las Brujas de Salem) de espaldas al mundo. El enemigo está dentro de nosotros y lo de dentro permanece dentro y no se puede sacar. La obra se puede englobar en casi cualquier momento histórico porque trata de una situación de paranoia y esa persecución siempre existirá”.
Miller estaba casado por aquel entonces con Mary Slattery, compañera suya desde la infancia y con la que se divorció tres años después de la publicación de ‘Las brujas de Salem’. Sólo pasaron otros tres años para que se volviera a casar, esta vez con una rubia despampanante que triunfaba en Hollywood y cuyo verdadero nombre era Norma Jeane Mortenson, aunque se la conocía en el mundo entero como Marilyn Monroe. Fue la relación más estable de la vida de la actriz y la menos larga de la vida de Miller. Se separaron en 1961 entre discusiones constantes e infidelidades por parte de ella, la que más trascendió, con el actor y cantante Yves Montand, aunque dicen los cuchicheos que hubo otras muchas, algunas de ellas incluso (con la ligereza histórica que eso ello conlleva) llevabas al cine (Mi semana con Marilyn, 2011). Antes de su divorcio, Miller le regaló un guión a Marilyn, una obra titulada ‘The Misfits’ que protagonizó con Clark Gable y que fue la última película de ambos actores, pues fallecieron al poco tiempo de estrenarse. Montgomery Clift completaba un cartel de lujo de un guión precioso que un día un enamorado obsequió a la mujer que lo hizo feliz durante un breve periodo de tiempo.
La vida siguió y el escritor volvió a recordar a su rubia con ‘Después de la caída’. Un homenaje a la delicada personalidad de Marilyn y a todos los compañeros que sufrieron con él la persecución de la administración norteamericana. Una obra que el propio Miller definía así: “Esta no es una obra sobre algo; he querido que sea algo en sí misma. En primer lugar, es una manera de mirar al hombre y a su naturaleza humana como la única fuente de violencia que se acerca cada vez más a la destrucción de la raza. Es éste un concepto que no toma en cuenta ideas sociales ni políticas como creadoras de violencia, sino la naturaleza del propio ser humano. Ya debemos convencernos de que ninguna persona ni ningún sistema político tiene el monopolio de la violencia. Es también evidente que el común denominador de todos los actos violentos es el ser humano”.
Siempre miró hacia adelante y en el amor lo hizo junto a su tercera y última mujer, la fotógrafa austríaca Inge Morath, con la que seguiría hasta la muerte de esta en el año 2002. Con ella tuvo una hija y un hijo con síndrome de Down del que jamás hubo constancia por parte del escritor. ‘Incidente en Vichy’ (1964), ‘El precio’ (1968) y ‘La creación del mundo’ (1972) fueron sus siguientes obras hasta que comenzó un vacío literario de casi veinticinco años.
Arthur Miller con John Huston
Su autobiografía (1987) ‘El descenso del monte Morgan’ (1992) y ‘Cristales rotos’ (1994) fueron los mayores éxitos de un hombre poderosamente arraigado a la causa social, enfundado en un naturalismo que lo llevó a la guerra constante con cualquier institución que hiciera sombra al ser humano como tal. Peleó contra la administración republicana como más tarde lo haría con la demócrata. Criticó la guerra de Corea y la de Vietnam, lucho contra el antisemitismo y simpatizó con el comunismo y el marxismo para más tarde desprestigiarlos. Fue un hombre perseguido por detractores y admiradores, un enamorado de la palabra escrita y de la mujer, como lo demuestra el hecho de que, tras la muerte de su última esposa, quisiera volver a contraer matrimonio con una jovencita bastantes años menor que él y que sólo su propia muerte, de un mes como el actual de hace ya ocho años, le impidió conseguir.
Para el recuerdo, más de un centenar de obras eternas e imperecederas de una de las mejores plumas norteamericanas del teatro del pasado siglo. Un hombre de máquina de tinta y papel, que quizás pudo haber no llegado a serlo o quizás siempre estuvo destinado a ello, quien sabe. Una vez le preguntó Josh Greenfeld para el The New York Times Magazine: “¿Qué habrías hecho si ‘Todos eran mis hijos’ no hubiera tenido éxito?”. Él contesto: “No tengo ni idea. Probablemente habría seguido adelante a pesar de todo. También puede que no lo hubiera hecho, porque soy capaz de hacer un montón de cosas. Por ejemplo, habría trabajado de carpintero. Un buen carpintero gana hoy en día más que el noventa y cinco por ciento de los miembros del gremio de autores“. Su vida, en opinión de quien escribe, se resume en una sola frase pronunciada por sus propios labios allá por la década de los 80: “No me arrepiento en absoluto de haber corrido todos los riesgos por aquello que me importaba, algunas veces hay que decidirse entre una cosa a la que se está acostumbrado y otra que nos gustaría conocer”.
La caza de brujas que sufrió en sus carnes
Los juicios de Salem, en los que está basada la novela de Miller, ‘Las Brujas de Salem’, aluden a un famoso episodio del período de colonización de los Estados Unidos en 1692 en la aldea de Salem (actual estado de Massachusetts), en el que, como efecto colateral de luchas internas de las familias coloniales y fanatismos puritanos revestidos de paranoia, fueron condenadas a muerte veinticinco personas acusadas de brujería, en su mayoría mujeres, y se encarceló a un número mucho mayor. Muchas teorías han intentado explicar por qué la comunidad de Salem explotó en ese delirio de brujas y perturbaciones demoníacas. La más difundida insiste en afirmar que los puritanos, que gobernaban la colonia de la bahía de Massachusetts, prácticamente sin control real desde 1630 hasta la promulgación de la Carta Magna en 1692, atravesaban un período de alucinaciones masivas e histeria provocadas por la religión. Otras teorías se apoyan en analizar hechos de maltrato de niños, adivinaciones invocando al maligno, ergotismo (intoxicación con pan de centeno fermentado que contiene elementos químicos similares al LSD), el complot de la familia Putnam para destruir a la familia rival Porter, y algunas otras aluden al tema del estrangulamiento social de la mujer.
La relación con Marilyn Monroe
Diez años mayor que ella, Miller se tomó aquel matrimonio como una cruzada por salvar a la estrella que atravesaba ya por aquel entonces muchos problemas de índole psicológicos. La historia dice que él la quiso como a nadie, que con Marilyn quiso hacer cierta esa frase que una vez dejó caer ante la prensa: “No creo que existan reglas sobre los asuntos del amor y la cantidad de compasión que conllevan” pero sí comprendió después que las había, que en el amor como en todas las facetas de la vida, hay unas reglas que se deben respetar. Él las hizo, ella no. Fue una relación más paterno-filial que romántica casi por las dos partes. Cuentan que durante el accidentado rodaje de una de las películas de ella, ‘Bus Stop’, Monroe llamó por teléfono a Miller angustiada por la presión del papel. Se dirigió a él con esta famosa frase: “¡Oh, Papá! No aguantaré”.