Mal aniversario cuando se rememora la muerte de alguien, pero merece la pena acordarse de todo un clásico que fue revolucionario, rompedor, renovador y al mismo tiempo un experimento artístico como ha habido pocos, capaz de influir decisivamente en el siglo XX. El músico que pintaba con las notas, que dejó atrás, para siempre, el clasicismo para diseñar la música del siglo que nació cuando él se despedía.

Imagen de portada: ‘Saint-Georges majeur au crépuscule’, de Claude Monet, obra que hace imagen el estilo de Debussy

La Historia de la Música se ha construido siempre como una sucesión de fértiles ciclos creativos que emanaban entre revoluciones que lo cambiaban todo. Pocas artes son tan adictas a romper con todo lo anterior como la música; las combinaciones son casi infinitas, pues cada salto es en realidad una combinación matemática diferente. Si Pitágoras ya señaló la música como un arte basado en los números, y por lo tanto casi infinito en desarrollo, entonces las revoluciones pueden ser innumerables. Una de las más señaladas y destacadas la protagonizó un compositor francés que vivió entre el siglo XIX y el XX y ayudó a romper amarras con ese segundo clasicismo que fue el 1800 en música. Fue Claude Debussy (Claude Achille Debussy; St. Germain-en-Laye, 1862 – París, 1918), que convirtió la música en color, textura, aliento, algo casi palpable. Rompió cadenas, liberó la creatividad y emprendió un camino similar al recorrido por los impresionistas pictóricos. De hecho a Debussy siempre se le ha añadido ese adjetivo, aunque no sea el más justo en relación a lo que realmente hizo.

A Debussy le caracterizan metáforas pictóricas: color, textura, paleta… la música hecha pintura suave que entra por el oído y redimensiona lo que era ese arte. Le gustaba rodearse de escritores, artistas y poetas. Fue sobre todo, y ante todo, un autor: renunció a ocupar puestos, sólo vivía de su trabajo y su éxito, que incluía largas giras y la dirección de orquesta, y tampoco buscó crear una corte de discípulos a su alrededor. Los que le imitaron, siguieron o aprendieron de él fue como amantes de su música, del nuevo modelo creativo que creó con su obra. Simplemente pasó por el mundo para revolucionarlo en lo que a música se refiere. Y el poco magisterio que ejerció fue como colaborador musical en varias revistas literarias, reunido todo un año antes de su muerte en ‘Monsieur Croche, antidilettante’ (1917). Marcel Proust fue uno de los que admiró y siguió a Debussy para crear, a su vez, su particular mundo literario.

Intentar resumirle en apenas unas páginas es muy complicado, pero quizás la palabra “pionero” o incluso “innovador” sean perfectas para intentar sintetizar a un compositor que acunado en la Francia musical de la segunda parte del siglo XIX creó sonidos nuevos que nunca antes ningún otro compositor había forjado. Su arma, además de la poética y la “textura” (quizás el concepto que mejor define lo que hizo con las notas musicales, porque al oído humano las convertía casi en algo material, físico, palpable) fue el piano, su instrumento preferido y en el que mejor supo plasmar lo que buscaba. Sus padres le criaron con refuerzos artísticos como el teatro o la ópera. Fue una de ellas, ‘Il trovatore’ de Verdi, la que le influyó de niño y le empujó hacia la música definitivamente. Muchos otros, poco a poco, le enseñaron música, piano, dirección, hasta que en 1872 entró en el Conservatorio de París. De los años siguientes de formación destacan su variable rendimiento, sus desafíos a la ortodoxia y haber sido alumno de Charles Gounod. Su paso como becado en Italia le proporcionó acceso a la literatura y el arte (poetas franceses, el arte renacentista).

Después de su formación comenzó un periplo como profesor particular y compositor en el que forjaba a fuego lento su estética tan particular. Fue el tiempo de estudio de otros: por sus manos pasaron obras de Wagner, Tchailovski, Rimski-Korsakov, Borodín, Lalo, Saint-Saëns y Frank. Y también, muy importante, vinculó la literatura a la música, en especial la lírica, lo que tendría una influencia inmensa en él. Moduló su músico para que fuera como el agua alrededor de los cantos rodados: destacaba la ductilidad de sus composiciones, tan diferentes de las demás, con un componente incluso erótico que atrajo a muchos espectadores y críticos. Simplemente era diferente. Cuando entró en la última década del siglo XIX ya era Debussy en forma primitiva. Había terminado su formación y empezaba a desplegar su propio trabajo con sus señas de identidad.

Destacaba su sonido por la particular armonía y timbre que encerraban, plasmadas ya en las primeras obras para cuerda de esa década. La razón de ese “erotismo” mal entendido está en la propia mentalidad occidental: Debussy usaba escalas tonales y formatos propios de la música tradicional asiática, desde la javanesa a la china, que en los prejuicios culturales de un europeo sonaban a suavidad erótica, cuando en realidad simplemente hacía los mismo que muchos otros artistas contemporáneos, asimilación cultural de elementos foráneos. Debussy rompió además otra cadena, la de los acordes: ya no había una relación directa entre uno y otro, no existía una jerarquía o un modelo cerrado, él lo abrió porque lo que le interesaba era crear esas texturas, los temas subyacentes a la expresividad, igual que un escritor utiliza el lenguaje para hilvanar conceptos, Debussy usaba la música para representar algo en el cerebro del que escucha. Era, usando una forma muy moderna, un “creador de atmósferas y escenarios”.

Debussy es un icono francés: fue usado como referente en el billete de 20 francos durante años

Un paralelismo más: Debussy precedió en muchos años al jazz de posguerra, mucho más maduro y evolucionado, porque a fin de cuentas hacía algo parecido, el uso de la música como un pincel. Este trabajo reconstruyó por completo la propia tradición musical francesa: Francia ya no volvió a ser la misma nunca más después de Debussy; mientras que el resto de naciones usaban el folklore o elementos tribales propios como base de trabajo junto con el clasicismo heredado, Debussy convirtió esa creación de colores musicales en el leitmotiv de la música francesa en el siglo XX, que luego se reflejaría en Ravel y Messiaen. Fue el Wagner francés, en el sentido de que sentó las bases de lo posterior en su país, pero sin caer en la grandilocuencia casi mística del alemán, que ligó siempre su trabajo al nacionalismo alemán. Debussy no se asociaba con ideologías, sólo con su pasión por hilvanar poética y sonido. De hecho supo usar la tradición en su favor: asimiló muchos elementos preclásicos, como la música medieval de Palestrina o el barroco francés de la corte parisina, que sintetizó en sus obras.

Y fue en esa década final donde hizo catarsis creativa, diez años de trabajo febril donde nacería la estética debussyana, como la celebérrima ‘Preludio a la siesta de un fauno’ estrenada en 1894, y que formaba parte de un compendio más ambicioso de varias partes. Curiosamente fue un 3×1: Debussy ponía música a un texto de Mallarmé que luego sería ilustrado por Manet. Imposible ser más francés: la poética decimonónica gala, el impresionismo y Debussy. Esta obra es clave: es el compendio perfecto de lo que buscaba el autor, un sonido vaporoso y tenue para el que usó instrumentos de viento, cuerda, arpas y poco metal, y nada de percusión. Aunque compuesta en el cambio de siglo (1893), ‘Pélleas et Mélisande’, su gran aportación a la ópera, se estrenaría en 1902, que retrató a cada uno: mientras que la oficialidad clásica mientras que la oficialidad clásica se ensañó con él, otro grupo le apoyó, formado por artistas, amigos y sobre todo por el público parisino, que terminaron por encumbrarla a nivel popular. Esta ópera fue la explosión definitiva de la nueva estética, apuntalada con ‘La Mer’, quizás su pieza más conocida, y que también fue la primera gran evolución respecto a lo anterior. Compuesta entre 1903 y 1905, es la mejor obra orquestal que salió de su mente y también la que mejor resume el libro de estilo de Debussy: las notas son pinceles, el pentagrama un lienzo y la música una impresión colorida y climática de lo que se quiere representar.

Claude Debussy en 1908

‘The Great Wave off’, obra clásica japonesa de Kanagawa, que ejemplifica cómo modulaba su forma de componer Debussy, como una gran ola en movimiento

Las obras clave

El hijo pródigo (Cantata 1884)

La demoiselle élue (Cantata 1886)

Printemps (Suite sinfónica 1886)

Arabesque nº1 – para piano para saxo (1888)

Cinco poemas de Baudelaire (Canciones 1889)

Rêverie (1890)

Arabesque nº 2 (1891)

Cuarteto de cuerda, op. 10 (1893)

Preludio a la siesta de un fauno (1894)

Peleas y Melisande (Ópera, 1893, estrenada en 1902)

Estampas (Obra para piano 1903)

L’île joyeuse (Obra para piano 1904)

Imágenes, serie nº 1 (Obra para piano 1905)

La Mer [El baile de las olas] (1905)

Suite Bergamasque – Claro de luna (1905)

Imágenes, serie nº 2 (Obra para piano 1907)

El martirio de San Sebastián (Música para escena lírica 1911)

Rapsodia para saxo y orquesta (1911)

Jeux (Ballet 1912)

Syrinx (1913)