Ahora que vuelven los egipcios a echarse a la calle para seguir exigiendo lo que es suyo por derecho, recuperamos quizás el mejor viaje que hemos publicado, el de un testigo que estuvo en esa Plaza cuando empezó todo.
Por Alberto Sicilia
Me desperté con el canto del muecín. Había aterrizado en El Cairo la tarde del 17 de Febrero, seis días después de la dimisión de Mubarak. Después de soportar 30 años de dictadura, podrían haber aguantado unos días más y esperar a que yo llegase. Por pura cortesía. Aquella primera tarde, El Cairo se había mostrado difícil de descifrar. Al final de cada avenida, dos tanques Abrams cerraban el trafico. Pero las calles estaban llenas de jóvenes paseando, fumando shisa y bebiendo té en las terrazas. Los escaparates del Zara atraían más atención que la parafenalia militar.
Emociones encontradas. Por un lado, la euforia de caminar por rincones que por unas semanas habían sido el centro de la atención mundial. Por el otro, la inquietud de no ser capaz de responderme a la única pregunta relevante: “Porqué he venido al Cairo?” Los siguientes días serian los más fascinantes de mi vida. Pero en aquel momento, yo no lo sabía. Los transeúntes se detenían para abrazar a los estudiantes que limpiaban las aceras. Comencé a sentirme conectado al Cairo hablando con ellos. “He sido egipcio durante 24 años. Pero esta es la primera vez que me siento orgulloso de serlo”. “Estas calles ahora nos pertenecen, y me siento responsable de ellas”. Por siglos, esta ciudad había sido propiedad de turcos, franceses, británicos, y tres dictadores militares. Cuando llegué frente al hotel, todas las luces estaban apagadas. Llamé varias veces y cuando la puerta se abrió, alguien se abalanzó en un abrazo: “Welcome, Welcome! Sir, you are our first guest in three weeks!” Mohammed, el dueño del hotel, me instaló en la mejor habitación, aunque yo había reservado la más barata. “No extra charge, Sir”.
El viernes 18 había sido bautizado como el “Día de la Victoria”. La jornada para celebrar el éxito de la revolución. Las veinte mil mezquitas del Cairo habían convocado un rezo común en Tahrir Square en recuerdo de quienes murieron durante el levantamiento. Me duché y baje a la terraza del hotel. Alguien más estaba desayunando. Samuel había pasado la noche en un taxi, cruzando el Sinaí desde Tel Aviv. Venía a entrevistar a las familias judías que aún quedan en El Cairo. Hasta la guerra del 48, esta ciudad, como las otras metrópolis árabes, de Casablanca a Baghdad, había sido hogar de una vibrante comunidad hebrea. Hoy, apenas tres sinagogas quedan abiertas.
Hablamos de la celebración en Tahrir. “Should we go together?”, me preguntó. La perspectiva de que me asociasen con alguien llamado Samuel Finkelstein y sus dos videocamaras no era la más atractiva. “Cabrón, solo te falta una kippa y la Torah debajo del brazo y ya tenemos el pack completo”. Pero yo también estaba solo. Bajamos Kasr Al Nile, la avenida que llevaba de nuestro hotel a Tahrir Square. En los check points, Sam solo mostraba su pasaporte americano. Cruzamos los dos primeros sin ningun problema. En el último, un soldado se puso nervioso: “America! America! Friend of Israel!” Sam, con una sonrisa cautivadora, respondió: “I come from California, man. Do you know California, man? In California we hate Jews, man. Khanzeer Suhyooni! (cerdos sionistas)”. Los soldados, que apenas tendrían veinte años, soltaron una carcajada y nos dejaron pasar. Supongo que cuatro mil años de persecución te dan habilidades para sortear estas situaciones. Mientras nos alejábamos, nos acordamos de Sacha Baron Cohen en Borat cantando “Throw the Jew down the well”. Cinco días después, volviendo a Tel Aviv, Sam no tendría tanta suerte y pasaría dos noches arrestado en una base militar egipcia.
Tahrir es una plaza de medidas descomunales, abierta sobre el Nilo por el flanco oeste, y rodeada de plomizos edifícios oficiales en las otras direcciones. Old Good Soviet Style. Pero esa mañana, era el escenario de la celebración mas multitudinaria en la historia de Egipto. En las miradas, la intensidad de quien sabe que son momentos que recordara para siempre. La euforia de sentirse parte de una victoria colectiva. Pocas generaciones tienen el privilegio de vivir momentos tan singulares en la memoria de una nación. Las conversaciones se repetían. “Mira de lo que somos capaces cuando trabajamos todos juntos”. “Si otros países se han desarrollado, porque nosotros no vamos a ser capaces de hacerlo?”. “Para mí ya es demasiado tarde, pero que los chicos tengan la oportunidad de una buena educacion”. “Esto no tiene nada que ver con Israel ni con Irán. Lo único que queremos es un Egipto donde valga la pena vivir”. Las mismas frases en la boca del campesino, del chico que había estudiado en Europa, del taxista, del profesor universitario. Días después, Hesham, uno de los organizadores de las protestas, me explicaría que El Cairo era un mosaico de colectivos que, en el mejor de los casos, se ignoraban. Ahora, la chica con vaqueros y el imán de la mezquita, el vecino cristiano y el musulmán, caminaban juntos en la esperanza de levantar un futuro común. Las protestas fueron un ejemplo de coraje y dignidad, pero la verdadera revolución empieza ahora. Tres semanas bastan para despachar a un dictador. Construir una nueva sociedad requiere décadas, seguramente generaciones.
Con veinte millones de habitantes, El Cairo es la ciudad más grande del mundo árabe, de África y de la esfera mediterránea. Los retos que quedan por delante son formidables. La corrupción es rampante a todos los niveles: en los hospitales, el medico decide el precio de la bolsa de sangre para una transfusión. El mercado negro representa gran parte de la economía. Sin contratos y sin impuestos, el estado se financia gracias al petróleo y las tasas del Canal de Suez. La religión ha vuelto a ocupar un papel desmedido en la vida social. Hace treinta años, casi ninguna chica en el Cairo vestía hijab. Hoy es casi imposible ver a una sin él. “Me gustaría ponerme una falda, pero sería una deshonra para mi padre y mi hermano” me decía Alyaa, una estudiante de doctorado. El setenta por ciento de los matrimonios es negociado por las familias. Treinta mil niños viven de la mendicidad en las calles del Cairo, y varios cientos de miles empiezan a trabajar antes de completar la educación primaria. Universidades que un día fueron referencia en Oriente Medio son bazares donde uno puede pagar por su diploma.
Pero nada puede cambiar sin esperanza. Y el aire del mediodía en Tahrir era puro aliento de confianza y determinación. El rezo fue un momento sobrecogedor. A mi alrededor, gente postrada en todas las direcciones, tan lejos como alcanzaba la vista: en la plaza y las avenidas, sobre el puente y las riberas del Nilo. Dos millones de personas en silencio. Miré a Sam, y ví sus lágrimas. Yo tampoco había sido capaz de contenerlas. Una explosión festiva siguió al “Allah Akbar” final. Canciones, abrazos y llantos. Imposible moverse entre la multitud, solo podías dejarte arrastrar en la riada humana.
Volví al hotel al atardecer. Me sentía eufórico. En la terraza, una chica pelirroja fumaba un cigarrillo. Cuando me acerqué, me di cuenta de que estaba llorando. Juci había llegado al mediodía desde Budapest. Dirige un programa de reportajes en la televisión húngara y venía a entrevistar a las familias de los chicos que murieron en las protestas. Juci también había estado esa tarde en Tahrir. Mientras filmaba, un grupo de hombres la rodeó, le arrancaron la camiseta y empezaron a tocarla. Alguien se percató de lo que ocurría y consiguió arrancarla de la multitud. Le dije que podía ayudarla a buscar un vuelo y acompañarla al aeropuerto. Entre sollozos, me respondió que no se iba hasta que su reportaje estuviese terminado. Estuvimos un par de horas hablando de sus viajes. En el ultimo año, había filmado en Gaza, Afghanistan y Etiopía. Había atravesado Burma sin permiso del gobierno, y entrevistado undercover a la oposición en Irán. Aprendí que el pasaporte húngaro es un gran activo en zonas conflicto, “because nobody gives a shit about Hungary”.
Unos días antes, un amigo me había mostrado una cita de Horacio: “Mix a little foolishness with your prudence: It’s good to be silly at the right moment.” Sentí que aquel era el momento adecuado. “Juci, mira, a mí nunca me ha ocurrido que un grupo de mujeres me rodease y tratase de abusar de mi cuerpo. Pero, sinceramente, yo lo hubiese disfrutado”. Se echó las manos a la cara, y me miro a los ojos: “Alberto, no me puedo creer que me hayas dicho eso”. Y le salió una carcajada irrefrenable. Una de esas risas que emanan de lo más hondo, y destierran tensión y angustia. El poder de la risa y la complicidad frente al desamparo. Cuando Sam regresó, bajamos los tres juntos a fumar una shisha en la calle. Había sido nuestro primer día en El Cairo.