Ya no cabe ninguna duda de que los océanos son el director de orquesta climático, el regulador que abre o cierra los ciclos atmosféricos que son, junto con terremotos y volcanes, las principales amenazas y benefactores de la vida humana en la Tierra. Sus circunstancias son vitales para nuestra existencia, a pesar de que gobiernos, empresas y mucha gente desinformada lo relativice. Tres noticias recientes demuestran su importancia y lo ajenos (e inconscientes) que somos.

Empecemos por un detalle que refleja la influencia humana sobre el planeta: los océanos llevaban 1.800 años de enfriamiento progresivo hasta la Revolución Industrial. Concretamente hasta la segunda fase, cuando entraron en la fórmula el petróleo y el gas junto con el carbón, que ya se usaba desde principios del siglo XIX. Vivimos uno de los periodos interglaciares, es decir, el lapso de tiempo entre una glaciación y otra, el momento perfecto para que se desarrolle la civilización y el modelo climático basado en las variaciones térmicas de los polos. Un tiempo de estabilidad y calor moderado que ha permitido al ser humano colonizar el mundo y crear la civilización. En ese proceso ayudó mucho que los océanos se enfriaran durante el tiempo suficiente, y sobre todo en los últimos 1.800 años, para evitar que el calor extremo nos barriera.

La revista científica Nature Geoscience ha publicado un estudio sobre océanos y clima de Helen McGregor, del Consejo de Investigación Australiano (ARC, por sus siglas en inglés) en la Universidad de Wollongong en Australia, y Michael Evans (Universidad de Maryland), que demuestra que el proceso de enfriamiento contribuyó a la moderación de temperaturas y la eclosión de una gran diversidad de vida animal y vegetal. Eso incluye las llamadas “pequeñas edades de hielo” que han jalonado la historia reciente del planeta, fases de enfriamiento parcial que provocan inviernos duros y veranos frescos en las zonas templadas e intermedias del planeta. Fue lo que ocurrió a finales de la Antigüedad y más concretamente entre los siglos XVI y XVIII. Entonces los termómetros cayeron en picado y provocaron inviernos durísimos en el norte y centro de Europa.

Ese mismo proceso fue desmantelado por la acción humana. De hecho los mares se han calentado más en los últimos 150 años que enfriado en los siglos anteriores. Y es importante porque el agua absorbe más calor que la atmósfera, contribuyendo a mantener el clima dentro de una horquilla térmica adecuada. Funciona casi como un termostato planetario. Los océanos además sirvieron de amortiguador frente a las erupciones volcánicas, que tienen un perverso efecto doble: por un lado expulsan materiales a la atmósfera que provocan “inviernos nucleares” ya que obstaculizan la entrada de luz solar, pero al mismo tiempo generan grandes cantidades de calor terrestre y elevan la temperatura. Una actividad más alta en los últimos siglos demostró que los océanos provocaron que el enfriamiento se consolidara junto con los volcanes. Es decir: las masas de agua consolidaron el proceso y lo prolongaron en el tiempo.

Esta variabilidad nos lleva a otro detalle: el deshielo ártico masivo bien podría funcionar como un absorbente de metano. La capacidad de absorción de determinados gases es fundamental para asegurar el frágil equilibrio climático en el que vivimos. Y es obvio que el deshielo es una realidad acelerada que ya nadie niega. Porque es tan evidente como un tren de mercancías a toda velocidad sobre nosotros. Ahora bien, uno de los mayores terrores de los investigadores, la liberación masiva de metano al descongelarse el permafrost de las zonas árticas (suelo congelado que atrapó enormes cantidades de metano y otros gases que provocarían efecto invernadero) bien podría no ser tan determinante. Como siempre los estudios no siempre son determinantes, y este también hay que ponerlo siempre en contraste y revisión continua.

Equipos de la Universidad de Princeton han publicado en The ISME Journal un estudio que el deshielo del permafrost liberaría también las bacterias que se alimentan de metano, esto es, que la mayoría de los suelos árticos bien podrían “devorar” el metano liberado. Es más, según el mismo estudio, el proceso es geométrico: a más calor, más capacidad de las bacterias para absorber metano. Este proceso en realidad ralentizaría y disiparía parte del cambio climático, dándonos a todos un poco de tregua. Pero una vez más, hay que relativizar y comprobar el verdadero efecto. El permafrost tiene atrapadas más de un billón (con b) de toneladas de carbono. De liberarse por completo sería un vuelco climático de connotaciones apocalípticas. Y ese carbono está, sobre todo, en forma de metano, la pesadilla de los investigadores ya que atrapa el calor cien veces más que el CO2. La zona ártica supone casi el 87% de todo el permafrost del mundo.

Los ejemplos de estudio de campo estuvieron en la zona ártica canadiense, en la isla Axel Heiberg, donde registraron que el suelo (donde habitan las bacterias) absorbió más metano de lo normal cuando las temperaturas aumentaron por encima de los 0 grados. Una proyección equivalente respecto al aumento de temperaturas en las regiones árticas permite crear una tendencia que mitigaría la liberación de metano: si el Ártico sube el termómetro una media de diez grados la capacidad de absorción aumentaría entre 5 y 30 veces en función de las zonas. Pero todo depende de la presencia de esas bacterias y cómo se comporten en progresión a la liberación de metano por el deshielo del permafrost.

El proceso de deshielo y calentamiento oceánico tiene pues consecuencias. Pero a veces de una forma trágica y determinante. Un buen ejemplo que nos permite medir el proceso es el destino de las barreras de coral: van a desaparecer sin remisión. Los datos acumulados para la Conferencia de Cambio Climático de París (COP21) que se celebrará en París y será la última oportunidad realista de hacer algo antes de dedicarse simplemente a mitigar los efectos. Los informes previos a la conferencia mundial demuestran que incluso actuando desde ya será inevitable la pérdida de los arrecifes de coral. En una de esas reuniones previas de expertos que preparan el terreno a los políticos, el investigador Peter F. Sale (Universidad de Windsor, Canadá) ha explicado que la acidificación de los océanos y el calentamiento del mismo ya no tendrá remedio antes de 2100. Incluso irá más allá: es decir, que a este bendito planeta le cuesta más frenar que acelerar.

Según Sale, el proceso está en proceso acelerado y aunque COP21 fuera un éxito y realmente se llegaran a aplicar medidas (cosa bastante dudosa) lo cierto es que ya no habrá vuelta atrás en décadas. Y en ese tiempo se perderán elementos biológicos clave para la vida marina como los corales, que crean los arrecifes donde se acumula más del 60% de toda la diversidad biológica marina. El espacio que dejen libre será ocupado por especies de algas que se comportan como legiones romanas: ocupan todo el suelo de caliza rico en nutrientes y lo saturan en gran número expulsando a otras especies. Para compensar este proceso de aniquilación tanto Sale como muchos otros investigadores apuestan por un proceso agresivo de reducción de CO2 muy por encima de lo que cualquier gobierno está dispuesto a asumir. Y eso no es todo: los informes alertan de que la sobrexplotación pesquera ha reducido la biomasa (volumen de vida animal en el agua) desde el final de la Segunda Guerra Mundial a niveles que hacen incompatible que sobrevivan los océanos.