Exposición clásica pensada para hacer mucha pedagogía, ‘El Renacimiento en Venecia’ explica cómo la ciudad-estado, asfixiada por su ubicación mediterránea después de la Edad Media, se reinventó como modelo artístico y fábrica de ideales estéticos.
Imagen de portada: Perseo armado por Mercurio y Minerva (1545-1555) – Paris Bordone
Algo tan aparentemente ajeno al arte como el hecho de que Portugal y Castilla financiaran expediciones más allá de los límites conocidos del océano Atlántico tuvo como consecuencia la conversión de Venecia en el hogar del canon de belleza estética que regiría el destino artístico de Europa durante mucho tiempo. Salvando las distancias Venecia hizo alarde de lo que hoy los estrategas llaman “poder blando”, es decir, la capacidad de una sociedad, aunque sea pequeña comparada con sus vecinos, de crear una cultura capaz de dominar a todos los demás. Es lo que podríamos llamar “poder cultural”, una forma de supremacía muy sutil que no se traduce en armas o dinero pero que deja una huella imperecedera en el tejido social de los demás países que se vinculan con esa sociedad. Es, por así decirlo, la capacidad de crear un canon cultural que todos los demás siguen.
Por ejemplo Gran Bretaña, Francia, Alemania y EEUU en el siglo XX han sido capaces de ejercer ese “poder blando”, muchas veces unido a otras formas de dominación. La cultura norteamericana es omnipresente en Occidente, e incluso en el resto del mundo. Ese poder blando respalda el económico, político y militar. Esto es algo que muchas otras potencias nunca pudieron hacer. Alemania tenía la música y la filosofía, Francia el pensamiento y el arte, pero sin duda en la era moderna fue Gran Bretaña la que mejor explotó ese poder blando: su alta cultura es un modelo a seguir en muchos aspectos, desde la investigación científica a la música o incluso la literatura. Sin embargo ese poder blando obedece siempre a un servicio al país que lo ejerce: Venecia fue un primer ejemplo de esa estrategia. En un mundo donde lo que importaban eran las tierras y las espadas, Venecia construyó un ideal estético que dominó a todos los demás poderes europeos durante siglos.
La exposición del Museo Thyssen-Bornemisza ‘El Renacimiento en Venecia. Triunfo de la belleza y destrucción de la pintura’ (hasta el 24 de septiembre) es el relato, a partir de 89 piezas, de cómo aquella ciudad rica y culta, un poco más libre que otras pero igual de sometida al interés de una aristocracia asfixiante, construyó un mundo nuevo a través de Tiziano, Tintoretto, Veronés o Lotto, pintores que fueron espoleados por Venecia para crear a través de la pintura la idea de que la ciudad de los canales era el modelo de belleza a seguir, que cada rincón de ella era un tesoro. La belleza, su plasmación, con raíz clásica reconstruida, era el modelo que tenían que seguir para poder construir esa imagen. Retratos, imágenes bucólicas, imaginería religiosa con un sentido diferente del que se daba en el resto de Europa, la pintura al servicio de una idea suprema. Y del poder que pagaba ese arte.
Los venecianos crearon una “imagen de marca” duradera: el comercio seguía siendo primordial, pero ya no sería determinante. La República perdía territorios e influencia política, pero no cultural: y los mecenas venecianos tenían dinero suficiente como para sufragar una gran operación estética de propaganda, lenta y duradera, que abarcaría casi un siglo. No sólo era el arte el que rompía moldes, también era la propia ciudad, resumida en ese Gran Canal mil veces representado, icónico, esplendoroso, y que todavía hoy seduce a millones de turistas cada año. La belleza, el culto al ideal estético como tal, se convirtió en el gran objetivo político-cultural de Venecia, representada en los edificios, en los retratos de poderosos pero también de personas anónimas que eran representados para sentar las bases de un canon: Venecia le decía al mundo “esto es la belleza masculina, la femenina, la forma de representar lo bueno y bello”. Y el mundo compró esa idea.
El rapto de Europa (1573) de Paolo Veronés
Una idea que en las piezas llevadas al Thyssen-Bornemisza reflejan el lujo, la vida cosmopolita, el poder del comercio, una clase alta que había construido una vida sobre la sofisticación cultural y flotas mercantes que hacían igual de bien la guerra que el transporte de mercancías. Bellini, Tintoretto y Veronés se pusieron a trabajar para esa clase alta que sufragó su arte, siempre y cuando pudiera servir para apuntalar esa “marca veneciana”.
Desde un punto de vista pictórico lo que hicieron fue llevar a su máxima cota de desarrollo los ideales renacentistas que se habían acunado entre Roma y Florencia, pero con un toque diferente: hay cierta frivolidad en los modelos, pero también melancolía. En cierto sentido los retratos recuerdan mucho al aire de dejadez que tenían los románticos de siglos posteriores. Lo que hicieron fue apuntalar el modelo clásico dotándole de un nuevo color y fuerza. Hay representación del poder, de los aristócratas y poderosos militares que defendían a Venecia, pero también de la juventud y el amor. El color toma una fuerza tremenda y el dibujo queda como una guía, pero no como el rey de la obra: se adivinan ya los claroscuros del tenebrismo posterior, las pinceladas gruesas que sugieren más que determinan, y que luego serían asumidas, una centuria después, por Velázquez, Rembrandt, Rubens y, más adelante, por Goya. Venecia creaba un ideal nuevo a partir del clasicismo, y lo lanzaba al futuro. La imagen de marca, el gran legado.
Mapa de Venecia en el siglo XVI – Jacopo de Barbari
La ciudad-estado (casi) perfecta
Venecia fue durante siglos el espejo en el que le gustaba mirarse a Europa. Reunía todo aquello que las élites medievales europeas ansiaban: riqueza, lujo, comercio, poder. Y eso a pesar de su pequeñez y su condición de fortaleza acuática. Su origen, hundido en las leyendas de la caída del Imperio Romano, retrata a un nutrido grupo de itálicos y romanos que huyeron de las invasiones bárbaras hacia las marismas de la desembocadura del gran Po, al norte, en unas marismas de fondos traicioneros. Usaron las casi 118 islas que tenía la marisma para levantar una ciudad inexpugnable que les protegiera. Pasaron de gentes de interior a sociedad de marineros experimentados que supieron usar ese aislamiento como una baza defensiva.
El agua era su arma: la flota veneciana era imbatible, y sólo ellos sabían dónde estaban los canales naturales. Ni siquiera Carlomagno supo conquistarla. Venecia era una rara avis: en un continente de feudos y reinos, una república aristocrática a caballo entre Oriente y Occidente, entre el oeste cristiano romano y el este bizantino. Mientras el eje estuvo en el Mediterráneo, Venecia fue una potencia que acumulaba riquezas, ideas, cultura y una sociedad muy sofisticada que incluso se resistió a la Inquisición durante siglos. Fue un modelo imitado y envidiado. Pero cuando en el siglo XVI Europa abrazó el mundo por el Atlántico, su poder empezó a decaer y languideció lentamente hasta ser ocupada por Napoleón. Pero lo que quedó para nosotros fue un legado artístico y patrimonial inmenso, tanto que toda la ciudad hoy es Patrimonio de la Humanidad.
Retrato de un joven en su estudio (1528-1530) – Lorenzo Lotto
Retrato de Francesco Maria Della Rovere Duque de Urbino (1536) – Tiziano
Retrato de una joven (1514) – Jacopo Negretti
Retrato de un joven (1510) – Giorgone